Resucitar Unasur o refundar la OEA

Columna
El Mostrador, 26.04.2023
Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático y profesor-investigador (U. Autónoma)

Una OEA eficiente y eficaz haría innecesaria la duplicidad de agendas y gastos en organismos regionales, permitiendo que los aportes financieros ahora dispersos fueran canalizados para democratizar el funcionamiento del organismo per se hemisférico. De esa forma –y como en el siglo XIX soñaron los próceres de la integración regional–, Chile y el resto de la comunidad de las Américas contarían con un foro político permanente e inmune a los vaivenes coyunturales, al servicio de la seguridad y la prosperidad de todo el hemisferio, para hacer más eficaces (y cercanas a la gente) las políticas exteriores de sus Estados miembros.

Para el interés directo del ciudadano-contribuyente que tiene plazo hasta el de 2 de mayo para declarar sus impuestos al fisco, ¿qué puede hacer por ella/él la resucitación de Unasur, la Unión de Naciones Sudamericanas, esto es, otro organismo internacional que, con una larga lista de entidades dependientes, pretende ser una nueva plataforma de integración política, este caso, ¿multiétnica, plurilingüe y multicultural?

Para las personas, los gobiernos regionales o las municipalidades, ¿qué aporte mensurable puede significar que Chile acepte –como pretenden algunos pocos personeros de la izquierda– reintegrarse a Unasur? La pregunta es, por cierto, pertinente, pues, por decisión de algunos de sus fundadores (Chile, Brasil y Argentina), en 2019 Unasur fue diagnosticada con muerte cerebral.

¿Qué diferencia podría hacer Unasur respecto de lo que ya hacen la OEA, la ALADI (Asociación Latinoamericana de Integración), la Alianza del Pacífico, el SELA (Sistema Económico Latinoamericano), el Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe), ¿o las cumbres iberoamericanas? Estas son, sin considerar instancias como Mercosur, Cepal o Flacso, entidades que ya están disponibles para el diálogo, la cooperación y la integración política, económica, cultural, etc.

Estas preguntas son incluso más pertinentes si tenemos en cuenta que, en el contexto de una inédita crisis de seguridad, Chile se enfrenta a un proceso constitucional en el que la política exterior, entendida como política pública de Estado, será objeto de una revisión minuciosa. Desde ese mismo ángulo, ¿qué objeto tendría reintegrarnos a Unasur para continuar asumiendo obligaciones internacionales (incluidos pagos en miles o millones de dólares) en un foro cuya continuidad –como está demostrado– está vinculada a la sobrevivencia de ciertos gobiernos progresistas y/o a la mayoría de la izquierda en los Parlamentos de los países miembros?

En ese mismo ámbito vale también preguntarnos: si mientras el Gobierno chileno no logra superar el 30% de apoyo ciudadano, y el mandatario invitante a gatillar la reincorporación de Chile (Alberto Fernández de Argentina) acaba de anunciar que no postulará a la reelección y que, de ninguna forma, están aseguradas las condiciones para que el peronismo continúe en el poder, ¿qué aportaría Unasur a un diálogo bilateral cuyo libreto está claramente indicado en el Tratado de Paz y Amistad (y una larga serie de acuerdos sectoriales), que crean el marco regulatorio, político y diplomático para la convivencia y la cooperación entre Chile y Argentina?

Incluso más: ¿será Unasur el foro para resolver problemas no resueltos de la complejidad de, por ejemplo, la implementación del Acuerdo de 1998 relativo al Campo de Hielo Sur, o la cuestión del diferendo territorial de hecho y de derecho por la soberanía de los territorios submarinos al sureste del último punto delimitado por el Tratado de 1984?

En el caso de Brasil, aunque Lula ganó las elecciones de fines de octubre último (por estrechísimo margen), ocurre que su gobierno no cuenta con una mayoría parlamentaria. Considerada esta circunstancia, desde un punto de vista estrictamente geopolítico (de poder), parecería que el interés brasilero en Unasur es más bien un componente de un proyecto nacional concebido para dotar a su política exterior de una base de apoyo (una suerte de torcida regional, sin México), que apuntale una acción internacional cada vez más independiente (y distante) de Estados Unidos y, por extensión, de la Unión Europea.

Sobre este asunto es de interés notar que, en las relaciones de Brasil con China y Rusia, Lula ha dado continuidad al proyecto nacional brasilero impulsado por su némesis, Jair Bolsonaro. Recientemente, Lula ha visitado Beijing para suscribir una serie de acuerdos, y asegurar la comprensión brasilera al proyecto político global chino. Enseguida, ha visitado Lisboa y, no obstante que el Tratado Unasur expresamente establece que uno de sus principios rectores es el irrestricto respeto de la soberanía, la integridad e inviolabilidad territorial de los Estados, se permitió relativizar la gravedad de la invasión militar no provocada de Rusia a Ucrania, socializando la responsabilidad de la guerra con los países occidentales (la tesis china).

¿Es esta la percepción que en Chile existe de dicho conflicto? ¿Es este el tipo de criterio al que debe exponerse nuestra política exterior en una hipotética rearticulada en Unasur? ¿Qué puede aportar a nuestro posicionamiento internacional exponernos a la discusión de una agenda compuesta de temas que no reflejan ni el interés ni las sensibilidades del conjunto de sociedad chilena?

La cuestión de la continuidad
Si con un apoyo ciudadano –menos que discreto– el actual Gobierno progresista decidiera reincorporarse a Unasur, y el próximo Gobierno fuese de derecha, no es improbable que Chile volviera a renunciar a su participación en Unasur. ¿Significaría eso que habría llegado el momento de resucitar Prosur? Absurdo.

Esta posibilidad nos devuelve a una de las preguntas anteriores, ergo: ¿cuál sería, en concreto, la diferencia que –respecto de otros organismos regionales ya existentes, y en contante y sonante– aportaría Unasur al posicionamiento internacional de Chile?

Para muchos esa y otras insistencias en la creación de organismos internacionales por parte de algunos sectores del progresismo (una suerte de gusto estético y vocación rentable por empleos en dólares) parecen tener arraigo ninguno en la ciudadanía. Esto es especialmente así en las regiones extremas de Chile, con las cuales la política exterior mantiene gravísimas deudas.

Es, por supuesto, innegable que el diálogo político y la cooperación económica y comercial, así como la coordinación en una serie de asuntos especiales –inmigración no regulada y crimen transnacional organizado– son asuntos urgentes y de interés compartido en todo el continente. Para ello, sin embargo, desde 1948 está disponible la OEA, el foro hemisférico por excelencia, en el cual los asuntos y los problemas que efectivamente preocupan a la ciudadanía (y que por lo mismo pueden dar sustancia a las políticas exteriores) deberían tratarse.

Y si bien es cierto que dicho organismo ha perdido capacidad de gestión por las diferencias muchas veces estructurales entre Estados Unidos y el resto de los países miembros, no es menos cierto que la OEA sigue siendo el foro para el diálogo hemisférico. Comenzando por la lucha contra el crimen organizado, las migraciones no reguladas, la mitigación del cambio climático, la defensa de los derechos humanos, la cooperación cultural, educacional y científica, allí deben discutirse los temas/problemas estructurales de América de Sur y de todas las Américas.

Quizás el verdadero desafío está en rearticular y fortalecer la OEA. Sin embargo, para que ello ocurra, parece necesario rescatar a ese organismo del predominio de Estados Unidos, país en el cual –al menos parte–, en la clase política y en la academia, subsiste una cómoda visión estereotipada del resto de los americanos.

Rescatar la OEA podría requerir, por qué no, buscarle una nueva sede (¿Panamá? ¿Costa Rica?), a la vez que democratizar el aporte financiero que hasta ahora en gran parte justifica el predominio norteamericano (más del 50% del Fondo Regular que la financia).

Una OEA eficiente y eficaz haría innecesaria la duplicidad de agendas y gastos en organismos regionales, permitiendo que los aportes financieros ahora dispersos fueran canalizados para democratizar el funcionamiento del organismo per se hemisférico. De esa forma –y como en el siglo XIX soñaron los próceres de la integración regional–, Chile y el resto de la comunidad de las Américas contarían con un foro político permanente e inmune a los vaivenes coyunturales, al servicio de la seguridad y la prosperidad de todo el hemisferio, para hacer más eficaces (y cercanas a la gente) las políticas exteriores de sus Estados miembros.

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