Ruinas humeantes

Columna
El Mercurio, 23.04.2017
Joaquín Fermandois, historiador, profesor e investigador (PUC)

¿Qué resta de la experiencia comunista 100 años después de la Revolución Rusa? Desde luego no fue ni podía ser el fin del marxismo; este antecedía a la experiencia rusa y hubiera sido fuerte aun sin esa revolución. Florece hoy hasta cierto punto una especie de post o neomarxismo influyente en el mundo intelectual y en la cultura, aunque su presencia sea difusa y no le siga una concreción en fórmulas políticas revolucionarias de la radicalidad del comunismo. Con todo, del vacío aparente emergen dos consecuencias de distinto orden, una actual y otra potencial.

Una es la deriva de la Rusia postsoviética tras la apariencia de fortaleza rediviva en la era Putin. Una especie de nacionalismo más del siglo XIX que del XXI, combinado con césaro-papismo, y en lo internacional no poco de coqueteo con la idea de la Gran Rusia, un paneslavismo que instrumentaliza de forma política nociones espirituales de, por ejemplo, un Dostoiewsky, llevándolas a absurdos que por lo demás se han practicado en la historia del siglo XX con resultados lamentables, finalmente hipócritas. La Rusia actual se refugia en el paquete ideológico de "euroasianismo", de que Rusia representa una síntesis única de Europa y Asia y que debería constituir una entidad político-cultural separada de Europa. Al menos es la lógica del discurso público del actual sistema, aunque por la fuerza de las cosas hay en ese país otras visiones que no renuncian a parte sustancial de su alma, que es ser parte de Europa, aunque con raíz de rasgos propios.

Esta Rusia no nace del todo después del comunismo. Hubo una primera fusión de comunismo y nacionalismo con la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Agazapada en el lenguaje oficial, se cultivó con esmero durante la época postestalinista hasta eclosionar como ideología unificadora en la Rusia postsoviética. Uno de sus ingredientes fue la cooptación -servil, no le quedaba otra- de la Iglesia Ortodoxa como sostén de patriotismo y del Estado, lo que se multiplicó con la caída del comunismo y la sensación de vacío que se produjo, junto con el desmoronamiento y caos que le siguieron, lo que a su vez fortaleció algo propio del comunismo y con raíces seculares: la nostalgia por la autoridad absoluta. En buena medida eso explica a Putin. Eso sí, que en el largo plazo lo religioso de la religión, la llama espiritual que le permite ser tal, tendrá que vivir su particular agonía.

¿Cómo puede explicarse esta evolución? Es probable que sea el congelamiento de los setenta años de comunismo que impidieron que Rusia tuviera la evolución europea en el siglo XX, que anunciaban las décadas que precedieron a la Primera Guerra Mundial y la revolución. Privada de todo rasgo de sociedad abierta y de espíritu liberal, sin siquiera desarrollar un genuino pensamiento marxista de alto vuelo, solo respiró el aire totalitario y el doble lenguaje para después estallar en una regresión a un pasado idealizado, carente del frescor del antiguo régimen prerrevolucionario. Son pocos los países poscomunistas que no han caído en estas tentaciones.

La otra consecuencia es algo hipotética, y quizá sea más relevante para el futuro de la sociedad humana. Se ha hablado acerca del fracaso de la experiencia comunista o marxista como si fuera asunto concluido. Algunos recalcitrantes, en especial sectores intelectuales, afirman no sin frío cinismo que solo "leyeron mal a Marx" o sacralizan este o aquel párrafo de "La ideología alemana", que un nuevo experimento basado en un análisis más profundo podría tener éxito... La frivolidad con el destino de millones.

No obstante, la nostalgia por una sociedad colectivista o totalitaria no siempre procede de una ebriedad ideológica, del espíritu de secta o del "miedo a la libertad", sino que puede ser el resultado de un afán humano atendible. Me explico. La experiencia totalitaria desapareció no porque no tenía posibilidad de perdurar, sino porque compitió con sociedades abiertas que tenían más dinamismo en lo político, en lo económico, en lo cultural, y estaban dispuestas a confrontar el desafío de los sistemas cerrados cuya legitimidad dependía del colapso de las primeras, las democracias desarrolladas. Es dable pensar que un mundo de puros sistemas totalitarios podría tener una larga duración; sería el único horizonte que sus humanos conocerían, un perpetuo "1984".

Me preocupa otro segmento social, creo que minoritario pero respetable en su humanidad y desvelos, aquellos millones que ante los drásticos vaivenes -como las súbitas crisis de 1929 o de 2008 (en Chile, en especial la de 1982)-, después de que los expertos con gesto arrogante proclamaban que todo estaba bien y mañana mejor, para a continuación explicar que se requería solo "un ajuste" para equilibrar la situación, quedaban en el desamparo. Esas masas o parte de ellas -quizás no consciente pero sí instintivamente- preferirían la seguridad algo carcelaria pero con ración asegurada -digamos, no la URSS de Stalin pero sí la de Brezhnev-, antes que la probabilidad arroje a muchos a una caída de la cual no alcanzarán a recuperarse en el curso de sus vidas. Entendiendo que la sociedad humana siempre estará sometida a zozobras, hay algunas que se pueden aminorar. El desafío de la economía política radica en cómo atenuar las crisis, cómo adelantarse a ellas, cómo proteger en un mínimo a la población. La pervivencia de la democracia depende de que haya un grado de aprendizaje en este sentido.

De las ruinas humeantes de la experiencia totalitaria puede emanar un gas como espejismo seductor, aunque asfixiante sobre varios tipos humanos.

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