San Martín, el gran republicano

Columna
Clarín, 09.02.2017
Luis Alberto Romero, historiador argentino

A doscientos años del cruce de los Andes En los primeros días de febrero, hace doscientos años, José de San Martín cruzaba los Andes y comenzaba a alejarse del Río de la Plata. En los años siguientes estuvo en Chile y en Perú y solo volvió esporádicamente, antes de radicarse definitivamente en Francia. Su “vida argentina”, para decirlo anacrónicamente, ocupó cinco de los 72 años de su existencia, u once, si sumamos su infancia en Yapeyú.

Cuando llegó a Buenos Aires, en 1812, era un hispanoamericano. Crecido y formado en España, miró al Imperio con ojos de americano y de liberal. Vivió su derrumbe y discutió su futuro con colegas y amigos, americanos o liberales como él. En una España en crisis, concibió un designio para Hispanoamérica, y eligió venir a Buenos Aires para trabajar en su concreción.

Pese a su casamiento con una joven de buena familia, no se sintió cómodo en una ciudad que nunca lo consideró de los suyos. Comenzó a formar un ejército serio, participó en la política rioplatense y tuvo una influencia decisiva en la declaración de la independencia de un Estado todavía impreciso. Mientras tanto, desarrolló su proyecto de atacar a los españoles en Chile y alcanzar luego el Perú, centro neurálgico de su poder.

El plan correspondía a la mirada de un hispanoamericano español, con una perspectiva que ignoraba los localismos. Era una Hispanoamérica independiente y liberal -no necesariamente republicana-, en tiempos en que comenzaba la reacción absolutista. La campaña a Chile era la clave de ese proyecto; para los rioplatenses, sus ventajas se verían más adelante, si la operación completa era exitosa. Mientras tanto, los realistas seguían amenazando desde el Alto Perú, y de hecho la línea fronteriza norteña se mantuvo inestable y riesgosa hasta 1824.

Por entonces, la organización de un nuevo Estado en esta porción del antiguo Virreinato daba lugar a confrontaciones cada vez más violentas entre las distintas provincias, en desacuerdo sobre las bases de la unión y sobre el lugar de Buenos Aires. San Martín, convocado por el poder central para que ayudara a mantener el orden, se negó a mezclarse en lo que, desde su visión hispanoamericana, eran peleas de pago chico. No fueron muchos los que lo comprendieron.

Su proyecto tuvo éxito en Chile, donde respaldó sin restricciones a O’Higgins y no vaciló en aniquilar a sus enemigos, los hermanos Carrera, comprometiéndose en un conflicto cuyos ecos llegan hasta hoy. En Perú su éxito fue incompleto, pues la zona de la sierra permaneció insumisa; además, se comprometió en la organización del nuevo Estado, y en las inevitables luchas facciosas que originó, que hoy aún afectan su recuerdo.

A diferencia de Bolivar, su personalidad no era la adecuada para esas secuelas inevitables de la emancipación, y tampoco le resultaba cómodo vivir en medio de las luchas civiles. Se instaló en Francia y aunque siguió con atención lo que aquí ocurría, no se mezcló en la política local. No podría asegurarse si por entonces se sentía más identificado con Perú, donde fue Protector, con Chile, cuya independencia fue completamente obra suya, o con el Río de La Plata, que empezaba a ser la Argentina, donde había echado raíces familiares. Tampoco los rioplatenses se ocuparon demasiado de él.

Todo cambió cuando se construyó el nuevo Estado argentino, consolidado en 1862. Por entonces, los Estados necesitaban historias y próceres fundadores que los legitimaran. No es casual que fuera Bartolomé Mitre quien escribió la primera historia de la Argentina, centrada en sus dos próceres fundadores: Manuel Belgrano y José de San Martín. Ambos sobresalieron en las guerras de la independencia y ambos se mantuvieron alejados de los conflictos civiles, cualidades exigidas entonces para integrar un Panteón nacional que debía superar los conflictos.

Fue entonces cuando este hispanoamericano, educado en España y que miró a Hispanoamérica en su conjunto, fue adoptado por los argentinos como Padre de la Patria, mientras que en Chile y Perú comenzaba ser visto como argentino.

Mitre narró la historia de una Argentina nacida en 1810, pero cuya esencia tenía orígenes remotos, que se remontaban hasta antes de la conquista, cuando los aborígenes ya eran argentinos. Los historiadores cuestionamos esta narración, pero miramos con enorme interés el proceso de la construcción y la elección de sus próceres. A la vez, alertamos sobre las peligrosas consecuencias de un sobre dimensionado nacionalismo, y de una imagen militarizada de sus fundadores.

San Martín se convirtió primero en un prócer broncíneo y luego en la encarnación de esos héroes de Carlyle, que portaban desde la cuna la misión de fundar una nación. Bueno es recordar que San Martín era un liberal y que estableció repúblicas, fundadas en el principio de la libertad y las instituciones. Sobre todo, que el nacionalismo soberbio y paranoico con el que se lo asoció en ciertos momentos, era algo completamente ajeno a este militar, ceñidamente profesional, que estuvo antes y más allá de las naciones hispanoamericanas.

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