Terrorismo zombi

Columna
El Líbero, 17.10.2022
José Rodríguez Elizondo, periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021.
Una política antiterrorista de Estado no debe ser una excusa para retardar los cambios profundos que la sociedad exige y que el establishment político se esmera en soslayar.

Si el móvil del gobierno popular en la paz es la virtud, el móvil del gobierno popular en revolución es, a la vez, la virtud y el terror”. Robespierre, 1794.

No hay que ser Lavoisier para descubrir que el terrorismo no muere, sino que se transforma. Es un zombi que nace de la violencia y genera cadenas recurrentes de espanto, en distintas etapas y niveles de intensidad.

Según mi memoria, el sesentero y castrista MIR chileno, que postulaba la vía armada durante el gobierno de Eduardo Freí Montalva, activó a terroristas fundamentalistas que iniciaron acciones letales tras la elección de Salvador Allende. Unos asesinaron al comandante en jefe del Ejército, René Schneider y al capitán de navío Arturo Araya, edecán naval del presidente. Otros asesinaron a Edmundo Pérez Zujovic, quien fuera ministro del Interior de Frei.

Aquello inició una cadena de empates terroríficos que contaminó al Estado. Durante la dictadura del general Pinochet la terrorista Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) generó -era inevitable- una dinámica de violencia vengadora, con paramilitares entrenados en el extranjero que incubaron terroristas antagónicos. Estos sobrepasaron la frontera de la transición democrática y, a inicios del gobierno de Patricio Aylwin, asesinaron al senador Jaime Guzmán Errázuriz.

Tres décadas después, en 2019, los terroristas zombis añadieron un nuevo eslabón a la cadena. Se adelantaron a Halloween y nos brindaron un 18 de octubre de espanto. Fueron noticia a nivel global con la destrucción de la red del Metro, batallas campales con armas blancas, incendio de museos, hoteles e iglesias y desabastecimiento vía pillaje.

Así fue como pasamos de un Estado de Excepcionalismo Ingenuo -un “oasis” regional- a un Estado de Excepción Constitucional.

 

Complejidad esencial

El terrorismo en democracia desplaza el diálogo y levanta la exigencia pendular de “mano dura”. Esto aproblema a los gobernantes que quisieran una “mano justa”, pero temen que resulte una “mano equivalente”. Al parecer, desconfían de la profesionalidad de su fuerza legítima y/o creen que todos los terroristas son iguales y “explicables”.

Si se asume que sólo Dios es ontológicamente inmutable, la verdad del medio es que esos gobernantes no priorizan el tema porque ignoran el gran consejo de Maquiavelo: “Si se prevén los peligros se conjuran enseguida, pero cuando se desconocen y se dejan crecer, ya no tienen posible remedio”.

Los casos están frescos. Anteayer, el gobierno peruano de Fernando Belaunde definió a los emblemáticos terroristas de Sendero Luminoso como “abigeos”. Ayer, tras el 18-O, el presidente Sebastián Piñera prefirió hablar de “guerra contra un enemigo poderoso”. Hoy, el gobierno de su sucesor, Gabriel Boric, opta por aludir a la “violencia rural”.

Son eufemismos tácticos que facilitan el desarrollo estratégico del terrorismo zombi. Cuando la porfiada evidencia obliga a sincerarse ya es demasiado tarde.

 

Advertencias inadvertidas

Si se ignora a Maquiavelo, menos se escucha la voz de intelectuales contemporáneos. Mario Fernández, académico y ministro del Interior de Michelle Bachelet dijo en 2017, en instancia judicial, que en Chile había terrorismo. Nadie lo infló. El mismo año, el académico peruano Ricardo Escudero hizo un análisis pormenorizado en un medio electrónico. Tras consignar que en La Araucanía se quemaba a personas en su propia casa y todos los días había acciones violentas contra iglesias, empresas forestales, unidades de transporte, bloqueos de carreteras y enfrentamientos armados… concluyó: “Si hasta ahora en Chile no se dan cuenta, se lo decimos con mucha autoridad desde el Perú, que no se trata de violencia rural, sino de terrorismo”.

Las preguntas son de cajón: ¿Por qué los gobiernos se limitan a decir que presentarán querellas “contra quienes resulten responsables”? ¿Por qué soslayan la realidad muchos políticos profesionales? ¿Por qué desde las izquierdas la explican con la “violencia estructural” y citas de Marx?

Mi intento de respuesta es que aquello obedece a una mezcla de moderación ineficiente con un pragmatismo variopinto, del tipo “el enemigo de mi enemigo puede ser mi amigo”. En cuanto a las fugas hacia la teoría, me suenan a coartadas y me hacen recordar a Georges Sorel. En sus Reflexiones sobre la violencia, de 1918, este filósofo francés, dijo que la violencia retórica de los parlamentarios socialistas limitaba con la violencia proletaria real, “que podría llevar a la aniquilación las instituciones de las cuales viven”. Es decir, condenar violentistas los dejaba mal con la ideología y apoyarlos implicaba perder la curul privilegiada.

Lo que casi todos ignoran o quieren ignorar es que los terroristas zombis hoy sólo se representan a sí mismos. En la época de los imperios podían soñarse como patriotas decolonizadores y en tiempos de dictaduras, como fuerzas de liberación nacional. Pero los tiempos que corren, con el colapso de sus referentes ideológicos, el fracaso de la economía planificada y la valoración social de la fuerza legítima del Estado -basta leer las encuestas- suele transformarlos en pretorianos del narcotráfico, vanguardia de anti sistémicos identitarios, vengadores de víctimas pretéritas … o todas esas opciones.

En tan mala coyuntura y haciendo de su penuria virtud, algunos proto terroristas construyen un pueblo a su medida y, en una voltereta retórica, lo bautizan como “la calle”. Esta resulta, así, una mezcla de ariete emblemático, para arremeter contra la institucionalidad sin ofrecer alternativas y una suerte de placebo, que les permite zafar de los ciudadanos que habitan en sus casas y aspiran a un desarrollo en paz.

Es por eso que, como terroristas zombis activados, se acomodan con las democracias sin motricidad política fina. Saben que ante desbordes del Estado de Derecho, crisis de la economía, delincuencia en expansión, corrupción ecuménica y desigualdades notorias, demasiados ciudadanos tranquilos pueden valorar la ira de los violentos. Léase, los “estallidos sociales”.

Emparedados entre la violencia irracional, los gobiernos sin respuesta oportuna, y los partidos desconfiables, dichos ciudadanos se alejan de la política alternante y subestiman los derechos y libertades que les garantiza la democracia. Sin querer queriendo, abren espacios al caos catalizador de los zombis y, después, a las dictaduras.

Parafraseando a los senderistas peruanos, asumen que “salvo mi seguridad, todo es ilusión».

 

Política antiterrorista de Estado

Lo dicho nos lleva al sabio Perogrullo:  Las democracias sólidas son el obstáculo principal para impedir que los terroristas zombis ejecuten sus utopías jacobinas, estalinianas, fascistas, polpotianas, anarquistas, castro guevaristas y, últimamente, indigenistas. Desde su solidez, pueden inducir el consenso necesario para levantar una política antiterrorista de Estado, con estrategia clara, tácticas funcionales y ejecutable en forma oportuna. También entienden, como cuestión de principio, que el éxito beneficia a la nación en su conjunto, pues no hay antiterrorismo exitoso con gobiernos ensimismados ni con una oposición cómplice.

El problema grave es que esa especie de democracia está escaseando. Hoy su equilibrio intrínseco tambalea, ante la prepotencia de organizaciones y líderes que cuidan su relación con violentistas y terroristas. Reequilibrarla ¡ojo!  no exige refundar el país -sería como vender el sofá de don Otto- sino refundar los partidos políticos calamitosos y cerrar las brechas de confianza entre el gobierno y la fuerza legítima del Estado.

Lo último es indispensable por tres razones de carácter estratégico: Una, que los violentistas y terroristas no entienden sólo con buenismos. Otra, que los rencores del pasado los ayudan a sobrevivir. Tercera, que los déficits de inteligencia policial impiden que se procese la información interna y externa disponible, para producir un conocimiento fiable de las organizaciones que amenazan, sus contextos, conflictos internos, aliados externos y contactos sociales.

Sólo sobre esas bases, la autoridad democrática recuperada estará en condiciones de distinguir quienes son funcionales a un diálogo, quienes son irreductibles y qué temas son negociables. Con todo, tampoco eso basta. Data en mano, además debe entender que el terrorismo nunca será eliminado con la sola actividad policial ni con la intervención in extremis de las Fuerzas Armadas. La razón es simple: no es un fenómeno gratuito, sino el síntoma de que algo marcha mal en las instituciones del Estado, en la actividad de los políticos y, por ende, en la democracia misma.

En último término, esto significa que una política antiterrorista de Estado no debe ser una excusa para retardar los cambios profundos que la sociedad exige y que el establishment político se esmera en soslayar.

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