Ucrania: Un desenlace impredecible

Columna
El Líbero, 26.01.2022
Jorge G. Guzmán, abogado y académico (U. Autónoma & Athena Lab)

Quizás el elemento más novedoso de esta nueva crisis entre Occidente y Rusia sea la durísima posición adoptada por el nuevo gobierno de coalición alemán

El volumen de información proveniente de Ucrania y de las principales capitales de Occidente -que hace suponer que estamos en víspera de una nueva invasión militar rusa- dificulta recordar que en el período inmediatamente posterior a la disolución de la Unión Soviética, con el denominado “Memorándum de Budapest sobre Garantías de Seguridad” (diciembre 1994), ante la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) la nueva Rusia de Boris Yeltsin se comprometió tanto a respetar las nuevas fronteras de Ucrania, como a renunciar a la amenaza y al uso de la fuerza en contra de sus vecinos (un principio de la Carta de Naciones Unidas). En ese mismo acto, Ucrania adhirió al Tratado de no-Proliferación Nuclear, y renunció al arsenal heredado de la URSS (el cual en parte se integró al arsenal nuclear ruso).

El respeto a las fronteras de Ucrania se “interrumpió” en 2014, cuando Rusia -en la narrativa de Moscú, “a solicitud” de la población ruso parlante de Crimea- “debió ocupar” dicha región que antes había reconocido como parte de Ucrania, pero que entonces exigía para fortalecer su posicionamiento sobre el Mar Negro (parte esencial de su despliegue estratégico y militar a nivel al global). En este caso se trataba de una antigua aspiración de la clase militar rusa (y del ultranacionalismo de su “nueva clase empresarial”) que, además, desde el fin de la URSS resentía la pérdida de la mayor parte de la “flota del Mar Negro”. La importancia de esa fuerza fue -otra vez- evidente a partir de los “estallidos sociales” generados por la Primavera Árabe (2010-2011), y el subsiguiente conflicto en Siria (un antiguo y fiel aliado de Rusia, que sobre el Mediterráneo le proporciona el puerto y la base militar de Tartus).

Mientras la guerra en Siria continúa con relativa baja intensidad (gracias al irrestricto apoyo militar ruso a la dictadura genocida de Bashar-al Asad), el éxodo migratorio generado por ese conflicto (del que profitan grupos fundamentalistas islámicos) sigue representando tanto un enorme problema humanitario, como una gravísima amenaza a la seguridad de la Unión Europea y del conjunto de la OTAN. Este es, entre varios, un producto de la nueva guerra híbrida practicada con destreza por Rusia, para lo cual -a final de cuentas- también se vale del derecho a veto desde su asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (otra concesión ucraniana).

Si se concreta la invasión a la provincia ucraniana de Donbas (que incluye los distritos de Donetsk y Luhansk, en los que la minoría ruso parlante se acerca al 39%), estaríamos en presencia de un nuevo conflicto armado que, como aquel de Chechenia entre 1999 y 2009, involucraría la participación de gran número de tropas, blindados y otros sistemas de armas. En este caso, sin embargo, la situación es cualitativamente distinta.

Si bien en este caso el argumento oficial ruso sigue siendo aquel de proteger minorías ruso parlantes (que desde 2014 justifica su masivo apoyo a grupos paramilitares que buscan la independencia de Donetsk y Luhansk),  lo fundamental es que, como en los últimos días ha quedado en evidencia después de varias reuniones con Estados Unidos, la OTAN, la OSCE, a lo que Rusia aspira no es solo la anexión de miles de kms cuadrados, sino que, además, exige que en términos de países miembros, la OTAN vuelva a la situación de 1997 (comenzando por la retirada de tropas de la Alianza desde Bulgaria y Rumania). Adicionalmente, Rusia exige que Ucrania expresamente renuncie a una posible adhesión a la OTAN. Se trata -obviamente- de exigencias política y jurídicamente imposibles de conceder, no solo porque los países de la OTAN -como el resto de los miembros de la comunidad internacional- tienen el derecho de adherir a las alianzas, tratados, etc., que ellos mismos decidan, sino porque, en un escenario maximalista (pero posible), Rusia podría a continuación exigir concesiones semejantes en los países bálticos (Lituania, Letonia y Estonia), en los cuales existen minorías ruso parlantes, y en los que -igual que en Polonia- por estos días el ambiente anti-ruso pasa por máximos históricos.

La dureza de Occidente
Desde una perspectiva más amplia, más allá de profundizar el deterioro de la imagen de Rusia en Occidente, la crisis del Este de Ucrania ha puesto en evidencia varios elementos. El primero tiene que ver con -después de cuatro largas e infructuosas sesiones de intercambios diplomáticos- el absoluto y definitivo fastidio de la clase política europea con Rusia y su gobierno. Lejos abrirse al diálogo para intentar resolver la cuestión de Crimea (que la comunidad internacional sigue considerando territorio de Ucrania), el gobierno de Vladimir Putin ha optado por la vía de la acumulación de tropas y sistemas de armas de corto y mediano alcance (como se ve en la foto), que amenazan no solo a la población de Dombas, sino también al resto de Ucrania y, desde la entrada de divisiones acorazadas al territorio de Bielorrusia, también a los países del Báltico y Polonia. La amenaza es tan evidente, que incluso España -gobernada por una coalición de izquierda- ha decidido enviar aviones de combate a la zona, además de una fragata y un “buque de acción marítima” de última generación al Mar Negro.

Un segundo aspecto que esta crisis ha dejado en evidencia es que, pasados casi 30 años desde que entró en vigor el Tratado de Maastricht (que convirtió a las Comunidades Europeas en la Unión Europea, ergo, sentó las bases de una unión política y económica), Europa sigue sin contar con políticas comunes de defensa y relaciones exteriores. En el curso de las tres últimas décadas -Brexit de por medio- la Unión Europea pasó de tener 12 miembros a formar una “unidad” de 27 países miembros. Con la excepción de Bielorrusia y Ucrania, todos los demás miembros del ex Pacto de Varsovia son hoy partes de la Unión Europea. Sin embargo, la expansión hacia el Este no ha logrado consolidar la cohesión política de la U.E., aspecto que, según muchos observadores, hoy por hoy es el principal “activo” de la diplomacia rusa (el efecto de los países dependientes del gas ruso y/o escépticos de la “necesidad” de un conflicto directo con Rusia).

A lo anterior hay que -por supuesto- adicionar el efecto de la larga crisis de identidad del liderazgo de Estados Unidos, aunque hay que reconocer que bajo la conducción del secretario de Estado Antony Blinken la diplomacia norteamericana ha recuperado fortaleza y credibilidad, especialmente en el marco de la Alianza Atlántica. El trabajo del señor Blinken ha sido relevante para evitar que entre los aliados occidentales surgieran voces alternativas respecto de la “dureza” con la que, tanto la administración de Joe Biden como la propia OTAN, han enfrentado las pretensiones rusas. Mucho más allá de la transferencia de ciertos sistemas de armas al Ejército de Ucrania, ha sido la consistencia de esa posición occidental lo que hasta ahora parece haber detenido los planes del Kremlin.

La firmeza occidental ha puesto en serio aprietos al gobierno ruso. Si bien las reuniones celebradas en Ginebra y Viena han sido internamente “comunicadas” como manifestación del “respeto y/o temor occidental” por el poderío ruso, lo concreto es que, si la decisión final será “intervenir” en Ucrania no podría ser demorada más allá de la última parte de febrero, pues luego de esa fecha la retirada del invierno hará más compleja la operación de las unidades blindadas (como lo han comprobado numerosos ejércitos, durante la primavera la extensa planicie que se extiende al norte de los Montes Cárpatos y entre Prusia y los Urales está poblada de pantanos, bosques y caminos difícilmente transitables que dificultan la movilidad de equipos pesados).

Con todo, quizás el elemento más novedoso de esta nueva crisis entre Occidente y Rusia sea la durísima posición adoptada por el nuevo gobierno de coalición alemán. Liderada por la joven ministra Annalena Baerbock, la diplomacia alemana no solo ha desechado el “canal separado y reservado” para el diálogo con Rusia en uso durante la “era Merkel”, sino que, incluso en el propio Moscú, la propia ministra ha dejado establecido que, en el caso que Rusia intervenga en Ucrania (ya sea una invasión militar o un complot para derrocar al actual gobierno), las consecuencias serán estructuralmente destructivas. Baerbock, que desde su Partido Verde ha sido oposición frontal al gasoducto ruso Nord Stream 2 (no solo porque agravaría la dependencia alemana del gas ruso, sino porque haría más largo el tránsito  hacia las energías limpias), es parte de un nuevo grupo de líderes de izquierda alemanes que se autodefine como “post-pacifistas”, y que parece haberse sacudido del “complejo de culpa” que visiblemente afectó a las generaciones anteriores, a propósito de las atrocidades cometidas por la Alemania nazi.

Lejos de eso, en su reciente visita a Moscú la señora Baerbock -in situ y literalmente- notificó a su par ruso que, además de sanciones específicas para las principales figuras del Kremlin, esas medidas incluirían la salida de Rusia de los sistemas Swift, IBAN y otros equivalentes, es decir, que a partir de entonces Rusia tendría graves dificultades para comerciar en divisas occidentales (Francos suizos y Yen japonés incluidos). Esta “noticia” estaba, por supuesto, dirigida a los grandes empresarios rusos que se nuclean en torno al presidente Vladimir Putin (a quienes burlonamente la prensa europea denomina “la familia Oligarsky”), muchos de los cuales no solo tienen negocios y propiedades en Occidente, sino que prefieren residir en Londres, París o Marbella, y no en ninguna de las pintorescas ciudades y villas de “la madre Rusia”.

El resto solo mira
Desde una óptica política más amplia, la crisis en Ucrania ha puesto también al desnudo las limitaciones del multilateralismo. Esto, no solo porque la Unión Europea, la OTAN y la OSCE han debido esforzarse por superar sus propias contradicciones, sino porque, hasta aquí, Naciones Unidas no ha tenido ninguna participación ni importancia en el asunto. A diferencia de lo ocurrido esta semana en Yemen (que motivó una inmediata y dura intervención del secretario general Antonio Guterrez), para el caso de la crisis de Ucrania no se sabe de ninguna iniciativa ni del señor Guterrez, ni de ningún otro alto cargo del sistema de Naciones Unidas.

Ello no obstante la gravísima amenaza a la paz y a la seguridad de Europa y del resto del mundo que suponen la masiva acumulación de ejércitos rusos en espacios adyacentes al territorio de Ucrania, y a la silenciosa preparación no solo de las fuerzas del gobierno de Kiev, sino también de importantes contingentes de hombres y sistemas de armas de la Alianza Atlántica a lo largo de las fronteras de Turquía, Bulgaria, Rumania, Polonia, Lituania, Estonia y Letonia. Incluso Suecia y Finlandia han comenzado a preparar a sus fuerzas armadas para una posible guerra en Ucrania. Nada de esto (ni tampoco el hipotético catastrófico impacto de una guerra en Europa sobre los mercados y el comercio mundial) parece ser razón para una intervención del secretario general, lo cual, en los hechos, equivale a una suerte de “confesión de parte”, ergo, que Naciones Unidas y su anacrónico Consejo de Seguridad “no están” para resolver crisis en las que participan grandes potencias, sino que solo “se reservan” para situaciones que afectan a países menores.

Tampoco se sabe de la opinión de gobiernos de nuestra propia Iberoamérica, a pesar de que entre las afirmaciones de altos funcionarios rusos se cuentan algunas que apuntan a la instalación sistemas de armas ofensivas en los territorios de Venezuela y Cuba, en respuesta al apoyo militar de Estados Unidos al gobierno de Kiev. Más que una curiosidad, esta es una posibilidad que no debe ser descuidada, pues sus consecuencias afectarían al conjunto de nuestra región.

Todo indica que la crisis de Ucrania está lejos de ser resuelta. Si por una parte la cohesión de la alianza occidental no acepta una solución a medias (Rusia debe retirar sus ejércitos desde la frontera con Ucrania), por otra Vladimir Putin parece haber elegido una calle sin salida.

A pesar del control que su gobierno ejerce sobre los medios de comunicación, internamente la no recuperación de Dombas será entendida no solo como una claudicación, sino que como otra humillación al prestigio de la Gran Rusia. Para el ciudadano ruso común, Occidente, esto es, el enemigo histórico (por el cual siente una mezcla de resentimiento, admiración y envidia), no solo se niega a reconocer a su país el estatus de gran potencia, sino que se opone a la “reunificación del pueblo ruso”. Entre otras cosas, ese ciudadano desconoce que, si por una parte su país es efectivamente una potencia nuclear, por otra es una economía de tamaño intermedio, incluso menor a las de -por ejemplo- las economías de Brasil o Canadá. No obstante, su estratégica producción y reservas de hidrocarburos, el poderío económico ruso está lejos de ser comparable con el poderío económico y tecnológico de Estados Unidos, China, Japón o Alemania. Rusia representa solo el 1,9% del PGB mundial. Brasil detenta el 2,5% del PGB del mundo.

Lo anterior hace incluso más impredecible la conducta del Kremlin. Si Putin opta por el desescalamiento y hace retroceder a sus ejércitos, como se indica, la lectura interna será de fracaso.  Si, por el contrario, opta por una solución militar (incluso limitada), la respuesta occidental se adivina dirigida a la línea de flotación de la economía rusa. Además del desgaste y pérdida en vidas humanas que generará el conflicto, privada del acceso al comercio y a las finanzas internacionales, no solo el sector público y los consumidores rusos sufrirán las consecuencias (en medio de una situación social ya compleja por efecto de la pandemia), sino que los intereses de sus empresas se verán seriamente mermados. En ese contexto la más perjudicada será sin duda la “familia Oligarsky” que, en la circunstancia, se verá obligada a elegir entre el patriotismo y sus intereses económicos. To be continued.

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