Ucrania y el pospacifismo alemán

Columna
El Mostrador, 07.03.2022
Jorge G. Guzmán, abogado, académico (U. Autónoma-AthenaLab) y exdiplomático

Ucrania y el pospacifismo alemánPutin ha ofrecido al ambientalismo alemán una razón “a medida”, no solo para oponerse al gasoducto Stream II y a la dependencia del gas ruso (iniciada durante el gobierno del socialista Gerhard Schröder), sino que –con la tragedia de Ucrania como trasfondo– para acelerar también el tránsito hacia energías renovables.

"El 22 de febrero ha marcado una divisoria de aguas en la historia de nuestro continente”. Así comenzó su discurso ante el Bundestag (Parlamento alemán) el canciller de ese país, Olaf Scholz, singularizando de ese modo la trascendencia de la fecha de inicio de la invasión rusa a Ucrania. El señor Scholz calificó esa agresión militar de “violación del derecho internacional”, “inhumana” e “injustificable”.

Tales declaraciones marcaron los “términos de referencia” de los anuncios que, en materia de política exterior, seguridad internacional y fuerzas armadas, siguieron en el discurso del canciller. Los más importantes se refieren a la inmediata creación de un fondo por la increíble suma de €100 billones para robustecer el presupuesto de defensa y –a partir del año próximo y como política de Estado– la confirmación de que Alemania cumplirá finalmente con un compromiso adquirido en el marco de la OTAN en 2006, y destinará el 2% del PGB a la defensa nacional y colectiva. Para formarse una idea de la magnitud de este anuncio, hay que anotar que en 2021 (un año de crisis) el PGB alemán se situó en €4,55 trillones y que, para fin de este año, se estima que dicho indicador alcanzará los €5,20 trillones.

Así, desde 2023, el Ministerio de Defensa y las fuerzas armadas alemanas dispondrán de un presupuesto cercano a los €104 billones anuales para ampliar contingentes y modernizar sistemas de armas para contribuir a una nueva doctrina de la OTAN.

Todo indica que –a partir de ahora– esa “alianza defensiva" no estará concebida para “contener”, sino para derrotar a Rusia en una posible guerra europea en el Mar Negro y el Mar Báltico, y en las llanuras de Prusia, Polonia, Moldavia, Bielorrusia, Ucrania, Rumania, Hungría, Bulgaria y la propia Rusia.

Ello implicará el reforzamiento de efectivos y equipos sofisticados alemanes en las proximidades de la frontera Este de la OTAN, ergo, a lo largo de la frontera rusa que, en sentido norte-sur, corre desde los países bálticos hasta Turquía. Hoy en esos despliegues las fuerzas alemanas mantienen una participación comparativamente menor a la de, por ejemplo, Estados Unidos, Reino Unido e, incluso, Francia.

Esta última circunstancia ha quedado definitivamente atrás y es –entre muchos (y “por reacción”)– uno de los “efectos colaterales” permanentes del plan de expansión territorial ruso que ilustra la invasión militar de Ucrania.

Mientras los hechos demuestran que el ejército ruso que pretende avanzar sobre Kiev ha cumplido con la máxima que dicta que “en una guerra lo primero que falla es el plan de batalla”, el enfrentamiento político entre Putin, Alemania y el resto de Europa ha terminado por construir una “nueva cortina de hierro”. En el caso de la frontera entre Letonia y Rusia, esa “cortina” sitúa a los sistemas de armas de la OTAN a menos de 600 kilómetros de Moscú y, en el caso de la frontera de Estonia, a menos de 130 kilómetros de San Petersburgo. A esa distancia quedarán ahora los sistemas de armas alemanes, una situación que no se repetía desde 1942. Otro de los “logros de Putin”.

En paralelo, las expresas amenazas rusas sobre Finlandia y Suecia han contribuido a construir un escenario en el que los adversarios de Rusia se extienden ahora sobre toda la península escandinava, incluidos los más de 800 kilómetros de frontera con Finlandia a lo largo de península de Carelia. Individualmente considerados, Finlandia y Suecia poseen capacidades económicas, militares y tecnológicas muy superiores a las de Ucrania y, aunque no son partes de la OTAN, sí lo son de la Unión Europea. Una agresión sobre cualquiera de ellos ameritaría una respuesta colectiva. En su laberinto, Putin y sus generales deberían estar conscientes de este “detalle”.

Sin embargo y en contexto, las amenazas sobre Finlandia y Suecia pueden interpretarse como “síntomas” de la frustración “in crescendo” de Putin, quien, ante el progresivo aislamiento internacional al que está siendo sometido, ha terminado por “enrocarse” en su despacho del Kremlin. En lo puntual, sus amenazas sobre los países escandinavos han configurado un encierro virtual para la Armada Rusa en el Mar Báltico, una región marítima de la que también son ribereños Dinamarca, Noruega y la propia Alemania, todas miembros de la OTAN. Otro “pequeño detalle”.

En el ámbito propiamente alemán, la decisión del canciller Scholz (socialdemócrata) –consensuada con el Partido Verde y su joven ministra de Relaciones Exteriores, Annalena Baerbock– ha impuesto una suerte de “vuelta en U” diplomática y militar, que de una plumada ha terminado con la “burbuja pacifista alemana” que durante las últimas décadas permitió que las relaciones bilaterales las manejara una “diplomacia de teflón”. Como lo demuestran las reacciones de Berlín ante las guerras en Chechenia, la destrucción de Grozni, la anexión de Crimea, el bombardeo ruso de Alepo y el masivo apoyo de Putin a la dictadura genocida de Bashar al-Ásad, el “pacifismo alemán” contribuyó a garantizar a Moscú una importante capacidad de “sobregiro” en el ámbito del derecho humanitario y los derechos humanos. En el caso de la tragedia de Siria (e Iraq), por omisión ese “pacifismo” aportó a la instrumentalización del éxodo de cientos de miles de refugiados hacia las fronteras de la Unión Europea, que Rusia convirtió en “otra arma” de su “guerra híbrida” con las democracias occidentales.

La propia ministra Baerbock ha dicho que Rusia ha impulsado a Alemania y a Europa hacia una era de pospacifismo. La agresión militar no provocada sobre Ucrania ha hecho totalmente evidente que la dirigencia rusa interpreta que la diplomacia europea –focalizada en aproximar posiciones e intereses vía el comercio y la cooperación económica y política no es sino un “signo de la debilidad”. Alternativamente, Putin y sus adláteres han calificado a la cooperación occidental a través de empresas y organizaciones de la sociedad civil (focalizadas en la educación ciudadana) como intentos de “dominar a Rusia a través del control de su economía y de su sociedad”.

En la percepción de Putin y su entorno, tres décadas de comercio (que lo han enriquecido a él, a su familia y sus cercanos), han servido a “Occidente” para “poner de rodillas” a Rusia, para menospreciarla y negarle su estatus de gran potencia mundial. Ese concepto está en el centro de la frustración del líder ruso respecto de Europa y Estados Unidos y, por extensión, también respecto de Ucrania, a cuyos gobiernos ha acusado de “parásitos”, “criminales”, “mendigos”, “traidores” y “neonazis” (no obstante que Volodímir Zelenski, el presidente ucraniano, es judío, y sus abuelos fueron asesinados en campos de concentración nazi).

Obligadamente, Alemania ha entrado en un período de pospacifismo que, en lo más inmediato, ha dejado atrás el trauma heredado de las generaciones nacidas en las décadas del 20, 30 y 40 del siglo pasado, que trasmitieron a sus descendientes las experiencias no solo con la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, sino que también los “efectos secundarios” de la posguerra, ergo, la destrucción de las familias, el hambre y el frío del invierno, todos “compañeros de infancia” de los abuelos y padres de la actual generación de políticos alemanes y europeos.

Si durante la primera parte de la década de 1990 la destrucción causada por la guerra que siguió a la disolución de la ex Yugoslavia había recordado a los europeos que, ad portas, aún existían extremismos nacionalistas graves, la invasión de Ucrania desde Donbas, Crimea y Bielorrusia (gobernado por un régimen títere) hacen evidente que la paz en Europa no está, de ninguna forma, asegurada.

Por acumulación, Putin no solo habrá logrado “reanimar” a la OTAN, sino que habrá logrado también que, a partir de este mismo año, la inversión en defensa se ubique en niveles inalcanzables para la comparativamente pequeña economía rusa.

Si en la última guerra de los Balcanes el horror y los crímenes de lesa humanidad corrieron –principalmente– por cuenta de Serbia (otro “protegido” de Rusia), no obstante, su enorme gravedad y en términos estrictamente militares, esos crímenes ocurrieron a “menor escala”, pues no se trató de un conflicto entre grandes ejércitos, sino entre civiles armados y los remantes “nacionales” del ex ejército yugoslavo. Toda vez que en Ucrania los agresores son cientos de miles de efectivos del ejército, la aviación y la armada rusas (todos los cuales cuentan con dispositivos nucleares), la amenaza para la paz de Europa es más que obvia. Para la nueva clase política alemana el significado ideológico otorgado a esta guerra por Putin la convierten en –utilizando una expresión de Boris Johnson– un acto totalmente “irracional”. En el concepto de la vida germano, la irracionalidad no debe tener espacio, y es eso lo que, en definitiva, ha obligado a Alemania –y por extensión al resto de Europa– a ingresar a un periodo de pospacifismo.

Desde un punto de vista económico, sin quererlo Putin ha invitado al gigantesco sector industrial alemán a ocuparse de lo que, en términos simples y directos, puede calificarse de “el rearme alemán del siglo XXI”. Otra vez, este es mucho, mucho más que un detalle.

El billonario presupuesto de defensa indicado hará posible no solo el crecimiento de la industria de la defensa alemana (con sus efectos multiplicadores sobre el resto de la economía), sino que, además, tendrá efectos dinamizadores sobre las economías de países vecinos (Polonia, Chequia, Austria y Suiza, principalmente), al tiempo que obligará a otros países de la OTAN (Francia, Reino Unido, Italia y España) a adoptar medidas equivalentes. Por acumulación, Putin no solo habrá logrado “reanimar” a la OTAN, sino que habrá logrado también que, a partir de este mismo año, la inversión en defensa se ubique en niveles inalcanzables para la comparativamente pequeña economía rusa.

A final de cuentas resulta curioso que este cambio cualitativo ocurra, primero, como respuesta alemana a un “fait accompli” impuesto por el gobierno ruso y, enseguida, que este haya sido impulsado por la izquierda ambientalista, en parte no menor compuesta por los hijos de los pacifistas que en la década de 1980 –durante la administración de Ronald Reagan– masivamente se opusieron al despliegue de misiles Pershing en Europa.

Putin ha ofrecido al ambientalismo alemán una razón “a medida” no solo para oponerse al gasoducto Stream II y a la dependencia del gas ruso (iniciada durante el gobierno del socialista Gerhard Schröder), sino que –con la tragedia de Ucrania como trasfondo– para acelerar también el tránsito hacia energías renovables.

De todas formas, es irónico que haya sido esa parte de la izquierda europea la que impulsara a Alemania (y al resto de Europa) a dejar atrás el “pacifismo setentero y ochentero”, para transitar hacia una nueva etapa en la historia del mundo (que todo indica será otro período de “paz armada”).

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