Columna El Líbero, 18.03.2016 Paula Schmidt, periodista e historiadora de Fundación Voces Católicas
La eminente notoriedad que ha logrado el excéntrico y millonario candidato republicano, Donald Trump, hoy trasciende a las fronteras de Estados Unidos. La agresiva forma de cómo ejerce su liderazgo le ha significado la animadversión de muchos, pero, a la vez, un número insólito de adherentes atraídos por el estilo frontal de su discurso. Desde su verdadera irrupción en el escenario político norteamericano su imagen no ha dejado de crecer en popularidad, transformándose en una figura controversial que ha revolucionado la manera de cómo se ejerce el poder.
En la otra vereda está el Papa Francisco, quien también, desde que asumió su pontificado, tres años atrás, ha sorprendido al mundo; pero, a diferencia del magnate, su carisma se relaciona con austeridad, consecuencia y los sólidos contenidos que poseen sus mensajes, logrando también alcanzar el éxito y una inusitada celebridad personal.
Ambos líderes reflejan dos formas muy distintas de obtener sus objetivos. Uno por medio de un exacerbado individualismo y con un lenguaje desenfrenado que recomienda un reordenamiento social; el otro, en cambio, a través de su deseo por servir a los demás y dilucidar los problemas que aquejan a las personas, recurriendo a una metodología pacífica, inclusiva y basada en principios éticos y morales. Los dos personajes poseen un indiscutido magnetismo. Sin embargo, mientras Trump ofrece disociación, el Papa promueve cohesión.
Para hacerse escuchar, el republicano utiliza una retórica cimentada en el populismo, y manipulando las emociones asociadas al desencanto y prejuicios hacia la clase política y las elites. Su estrategia se basa en prometer que, gracias a su experiencia como empresario, logrará cambiarlo todo en beneficio de los más necesitados.
El Papa Francisco también expresa su preocupación por aquellos quienes requieren de contención y apoyo. No obstante, han sido sus acciones, en conformidad a su discurso, las que han permitido el diálogo entre adversarios políticos y una mayor empatía de su Iglesia hacia otras religiones, verificando su real interés y esfuerzo por acrecentar el desarrollo social y económico de los segmentos más vulnerables.
Existe consenso en que el liderazgo requiere de innovación y audacia para engendrar cambios, pero existen diversas formas de ejercerlo. Una manera es la de Trump, quien ha sido calificado por sus opositores como tóxico, recalcitrante y más concentrado en satisfacer sus ambiciones y su ego. Como ejemplo, basta escucharlo vociferar incansablemente, en los debates presidenciales, entrevistas y conferencias de prensa, acerca de su éxito corporativo, sobre su extensa fortuna y lo que él ha descrito como una especie de veneración hacia su persona por lo que ésta proyecta.
Muy distinto es el ejemplo que otorga el Papa. Su misión no es concentrar todas las miradas en torno a su figura. Al contrario. El sentido de su liderazgo es enaltecer a otros y potenciar sus habilidades con el fin de alcanzar el bien común.
Su personalidad inspira confianza porque vive de manera sencilla, porque enfrenta los temas controversiales que afectan a su institución, porque no evade las preguntas difíciles y porque desafía a las autoridades del mundo a hacerse responsables de sus decisiones, así como él también lo hace respecto a las suyas.
Con respecto al futuro, a diferencia de Trump, el Papa transmite optimismo. Una de sus fortalezas es reconocer que, a pesar de las dificultades que aquejan a la humanidad, existen alternativas propositivas para enmendar los errores y encontrar las soluciones correctas a los problemas. Esta línea de pensamiento remueve la conciencia de las personas, les produce esperanza y las impulsa a querer cambios que favorezcan al conjunto de la sociedad.
Donald Trump y el Papa Francisco no podrían ser más disímiles en la manera de llevar a cabo sus liderazgos. Es cierto que ambos han sacado a la luz verdades incómodas respecto a situaciones de la realidad actual. Pero lo que más los distingue es la forma que cada uno ha elegido para resolver los desafíos.
Trump ha aprovechado su notoriedad para dedicarse a denunciar, criticar y en algunos casos ofender a sus opositores. El Papa, por medio de sus mensajes, ha elegido un camino muy distinto. Es por esto que ha logrado, durante sus tres años en el Vaticano, construir puentes y no muros alrededor de su Iglesia.