Columna El Mercurio, 09.02.2024 Juan Pablo Toro, periodista y director ejecutivo de AthenaLab
Hace casi 10 años, el entonces presidente Sebastián Piñera aterrizaba en Glaciar Unión en compañía de sus ministros y comandantes en jefe. Su objetivo era claro: posicionar a Chile en la Antártica profunda. Lo que es lo mismo que decir fuera de la península o más cerca del Polo Sur. En Latitud 79° y a solo 1.100 kilómetros del extremo más austral del planeta, un puñado de carpas era ocupado por sacrificados aviadores, inaugurando así una nueva etapa de la historia antártica chilena. Una década después, la ahora base conjunta cuenta domos, equipos y maquinarias que permiten operar en la temporada de verano con mayores facilidades para quienes hacen presencia en este remoto rincón del país, en su mayoría militares y también científicos de paso. Habitar la Antártica profunda, pese a toda la tecnología en materia de protección contra las bajas temperaturas y comunicaciones, no es fácil. El clima es cambiante, se deben recorrer grandes distancias y el aislamiento es un desafío real. Pero quienes, finalmente, deciden estar aquí están haciendo una inversión en un futuro que puede estar más próximo de lo que creemos, ya que el destino final de las reclamaciones y el reparto soberano está por venir. No hay duda al respecto. A diferencia de la sobrepoblada península antártica, en la medida que uno se acerca el Polo Sur va desapareciendo la presencia de países, incluidos todos aquellos que desde lugares como el Mediterráneo o el Báltico lanzan expediciones polares para probar su alcance global. Incluso Irán ha sugerido en estos días la posibilidad de instalar una base, luego de que un par de sus buques cruzaran el Estrecho de Magallanes. Existen muchos desafíos a la hora de reforzar la presencia chilena profunda, desde aquellos tangibles, que se relacionan con la asignación de mayores recursos fiscales, hasta los intangibles, que tienen que ver con el posicionamiento de la Antártica como parte de nuestra identidad nacional, una tarea donde las Ciencias Sociales deben cumplir un rol tan destacado como el que tiene la ciencia por estos lados. Sin duda, el Estado tiene su rol clave en esto, pero también el dinámico sector privado. Estados Unidos, por ejemplo, cuenta con un enorme complejo de construcciones en torno a la Base Amundsen-Scott en el Polo Sur, donde edificios, antenas y laboratorios dan forma al “Manhattan de la Antártica”. Aunque este país no tiene reclamaciones territoriales sobre el continente, cuando decida, o no, materializarlas ya contará con la infraestructura dispuesta para concretarlas. Mientras, a solo a un par de kilómetros del Polo Sur geográfico se levanta el campamento de la empresa Antarctic Logistics & Expeditions, que sirve como un verdadero hub para repartir suministros y recibir personas con variados intereses. Una prueba de que los privados entienden del potencial de la Antártica profunda. Por todo lo anterior, resulta urgente pensar en mejorar la posición de Chile cerca del Polo Sur, donde confluyen todos los meridianos y, por ende, todas las reclamaciones. Si bien el cambio climático se manifiesta con distinta intensidad en las costas respecto del interior del continente, también lo hace la competencia geopolítica. A menor número de actores, quizás mayores posibilidades.
Sin duda es difícil pronosticar el futuro del continente, pero estos últimos años los acontecimientos mundiales nos han sorprendido de distintas y malas formas. La gobernanza antártica representa un modelo pacífico único y bastante efectivo, que debe ser respaldado. Pero es labor de los líderes adelantarse a tiempos complejos y, en ese sentido, el presidente Piñera indicó que para reforzar las reclamaciones de Chile había que habitar la Antártica profunda. Desde Glaciar Unión el desafío quedó lanzado.