Columna El Líbero, 16.08.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
La muerte de Miguel Uribe Turbay ha sido el acontecimiento que, a mi juicio, más ha conmovido a nuestra región en la semana que termina. Una serie de elementos han sido determinantes para esta situación. El primero, el papel y tamaño de Colombia como potencia política, cultural y económica sudamericana; país víctima del crimen organizado y de bandas armadas que controlan parte de su territorio; sede de poderosos carteles de la droga; vecinos de una Venezuela que simboliza la lucha entre civilización y barbarie en América Latina.
Los chilenos somos socios de Colombia en la Alianza del Pacífico, un proyecto político y económico de gran envergadura y hemos invertido fuertemente en su economía confiando en su futuro. Además, nos invitaron a tener un papel como acompañantes y garantes del proceso de paz, hoy sometido a una prueba existencial. En paralelo, experimentamos con mucha preocupación la extensión de actividades criminales en nuestro propio país que, en parte, tienen vínculos con carteles colombianos. Lo que ocurra allí no nos es indiferente.
En el caso de Miguel Uribe, nos impactó la desaparición de una promesa política de gran nivel, prematuramente cegada; el temor al recrudecimiento de la violencia que asoló ese país a fines de los 80 y comienzos de los 90; la historia personal de Uribe, hijo de Diana Turbay, asesinada ella misma en aquel funesto periodo. También nos aferramos a la esperanza para que sobreviviera. Ya fallecido, nos preocupa la profundización de las fracturas entre las fuerzas políticas colombianas.
Uribe tenía 39 años y representaba a una derecha modernizadora que cree firmemente en las instituciones de la democracia representativa. Una derecha que postula la necesidad de una política firme, pero dentro de los límites de la carta fundamental, para hacer frente a las poderosas fuerzas que, combinadas, tienden a disgregar al país para acercarlo a un estado feudal. Uribe decía que “para enfrentar el crimen no se requiere un nuevo acuerdo cuando existe una Constitución producto de un gran pacto nacional”. Sus seguidores creen en la necesidad imperiosa de sacar a millones de colombianos de la informalidad laboral y hacer frente a la corrupción en varios niveles de la sociedad.
Es de esperar que la frustración que legítimamente sienten por su desaparición no les lleve a desviarse del camino, y que el actual gobierno, plagado de pulsiones autoritarias, métodos populistas y una lectura marxista de la realidad, coopere para fortalecer el diálogo cívico y no destruya con sus actos y retórica lo que va quedando de confianza institucional.
El asesinato de Uribe fue similar, en su magnitud al de Luis Carlos Galán en 1989, una época en la que políticos desaprensivos actuaban a través de la estructura criminal para deshacerse de sus competidores. Aterra pensar que Colombia pueda revivir una etapa similar y proyecte esta inestabilidad más allá de sus fronteras. De acuerdo con un conteo de la ONG Indepaz, citado por el diario El Tiempo, con Uribe suman 97 las personas con algún liderazgo político o social que han sido asesinadas este año en ese país.
La violencia desangró a Colombia desde 1958 en adelante, con particular fuerza entre mediados de los años 80 y el 2000. Según el Registro Único de Víctimas, nueve millones de colombianos fueron desplazados, secuestrados, amenazados, torturados, reclutados forzosamente o víctima de actos terroristas, masacres, asesinatos. La guerra dejó 263 mil muertos, más que toda la población de Puerto Montt. En tal sentido, el asesinato de Miguel Uribe despierta el temor a que se repita esa funesta etapa de la historia, que pesa como un fardo sobre 53 millones de colombianos. Todos tienen o conocen a alguien entre las víctimas. Es de esperar que el espanto al pasado los llame al diálogo cívico. Para ello resulta indispensable, ahora mismo, conocer con certeza lo ocurrido. El diálogo descansa sobre la verdad independientemente aclarada.
El dolor y conmoción por el asesinato de Miguel Uribe no se explica sólo por el horror vivido, nuevamente amenazante, sino también por su historia personal y, particularmente, por el asesinato de su madre, la periodista Diana Turbay cuando tenía cinco años. Él mismo deja un hijo de cuatro.
Toda Colombia se mantuvo en ascuas en 1991 por el secuestro y posterior homicidio de la hija del expresidente Julio César Turbay Ayala (1978-1982), que implementó el Estatuto de Seguridad para controlar el orden público, proteger la infraestructura crítica y reprimir las actividades subversivas en auge. Diana había sido también la secretaria privada de su padre. El Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, escribió poco después del asesinato el libro “Noticia de un secuestro” (la obra “más difícil y triste de mi vida”) conmovido por ese hecho. Describió con pavorosa realidad el padecimiento de Diana, que “sucumbió a la depresión, renunció a comer, durmió mal, perdió el norte, y optó por la solución compasiva de morirse una vez y no morirse millones de veces cada día”. Explicó cómo miles de colombianos se enrolaron al servicio de las mafias en busca de un falso heroísmo, y porque “se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente de bien”. ¿Cuántas actitudes de este tipo tenemos hoy en Chile?
Al igual que en el caso de su madre, la larga agonía de Miguel mantuvo en vilo a Colombia entera. Era una lucha dramática entre la supervivencia y la esperanza de un futuro libre de violencia, por un lado; y la amenaza de la muerte y la destrucción, por el otro. Toda una sociedad, incluso quienes estaban en tiendas políticas distantes, estuvieron de algún modo junto a la familia. El desenlace fue trágico y conmovedor.
Se abre ahora el peligro de profundizar las divisiones políticas, azuzadas la semana anterior por la controvertida sentencia judicial, en primera instancia, a doce años de prisión domiciliaria del expresidente Álvaro Uribe, la figura política de mayor trascendencia en estas últimas décadas. El exmandatario envió un mensaje desde su domicilio al Congreso Nacional, donde se le rendía un homenaje a Miguel, en el que responsabilizó de su asesinato a “una prédica resentida que torció la historia” y acusó a Gustavo Petro por generar la atmósfera que instigó a la venganza; ser autor de una retórica que descalificó como represor al abuelo de Miguel, el expresidente Turbay; y que minimizó el sacrificio de Diana, su madre. Agregó el exmandatario: “Por primera vez se dio un discurso presidencial que incitaba a la violencia”.
Exprimida ya la frustración y enterrado Miguel sin la presencia de miembros del gobierno, a petición de la familia, es de esperar que personas como Gabriel Boric puedan ejercer su influencia sobre el presidente colombiano para que sea el primero en reconocer que, por el bien de su país y de la región llegó el momento del diálogo, de eliminar la retórica inflamada, instruir una investigación creíble sobre las causas del crimen, dejar de equiparar los sacrificios de las distintas fuerzas políticas y crear las condiciones para que el proceso electoral que culmina el año próximo en las presidenciales, les garantice a todos transparencia e imparcialidad.
Chile goza de credibilidad en Bogotá. En el pasado fue invitado a garantizar un proceso de paz prácticamente frustrado. Hoy día, el presidente Boric, por razones ideológicas, ha desarrollado un vínculo de cercanía con el presidente Petro que debiera servir para evitar el agravamiento de la situación política en Colombia, que tendría funestas consecuencias sobre nosotros.