El cumpleaños de Fidel

Columna
ABC 18.08.2016
Jorge Edwards, escritor chileno
«Las políticas de exclusión, de represión, y hasta las posiciones de rechazo dogmático, de desdén de los consensos, son herencias nefastas del castrismo, dentro y fuera de Cuba»

He visto a Fidel Castro retratado junto a Nicolás Maduro en el día de celebración de sus 90 años. Alguien citó en la prensa frases célebres suyas, y entre ellas, «la Historia me absolverá». Cuando supe al día siguiente que la justicia venezolana, vergonzosamente manipulada por el gobierno de Maduro, había condenado a Leopoldo López, su más destacado opositor, a catorce años de cárcel, me dije que la Historia, sin la menor duda, no podrá absolver a este venezolano demagogo y dictatorial, y pensé que si no absuelve al discípulo, tampoco debería absolver al precursor y maestro.

Estuve por primera vez cerca de Fidel en la Universidad de Princeton, en abril de 1959, cuando yo tenía 27 años y a él le faltaban meses para cumplir los 32. Su desarrollo personal posterior no me sorprendió en ningún momento, pero tiendo a pensar que en esos días era un ser humano más flexible, más natural, algo más cercano a los demás seres humanos. En su discurso de Princeton, haciendo uso de un inglés bastante primario, trató de explicar que su reforma agraria crearía nuevos propietarios y que esa gente formaría un excelente mercado para comprar productos de los Estados Unidos. Era un discurso táctico, desde luego, pero reflejaba la intención de aplicar una política moderada, posibilista. Cuando lo cité en mi discusión con el Comandante Castro en vísperas de mi salida de la Isla, en una noche de fines de marzo o de abril de 1971, el Comandante argumentó que nunca en su vida había estado en la Universidad de Princeton. Me reí por dentro, y ahora no sé si también me reí por fuera. Raúl Roa, entonces ministro de Asuntos Exteriores, estaba con nosotros y no tuvo más remedio que admitir que el episodio había ocurrido en Princeton. Fidel cambió de inmediato de tono. «Y tú estabas ahí», dijo, abriendo mucho los ojos, y pasamos con toda tranquilidad a otro tema.

Yo había viajado a Cuba con la misión de abrir la embajada de Chile y esperar al nuevo embajador. Pero el primer embajador propuesto por Salvador Allende fue rechazado por el Senado, de acuerdo con sus facultades contempladas en la Constitución de ese tiempo. Cuando comuniqué esta situación a los jefes del Protocolo cubano, me respondieron: «¿Y por qué no cierran ustedes el Senado?». Eran verdaderos filósofos políticos del fidelismo.

Dejé la Isla, angustiado porque mi amigo y colega Heberto Padilla había sido encarcelado, y pronto supe desde París, donde era ministro consejero de la embajada de Pablo Neruda, que Fidel había viajado a Chile en visita oficial. Había sido invitado por once días y se quedó un mes casi entero. Su presencia exacerbó la situación interna y desembocó en la célebre manifestación de las «cacerolas vacías», animada por mujeres de los barrios burgueses que protestaban contra la escasez de alimentos. El clima político se puso tan peligroso, que Salvador Allende no tuvo más remedio que decretar el estado de sitio. En el sistema legal de esos días, el jefe del estado de sitio era el jefe militar de la guarnición correspondiente. Pues bien, Fidel se opuso a esto en forma apasionada y le pidió al presidente Allende que nombrara al director del servicio de Investigaciones, persona estrechamente vinculada con el castrismo. Era una petición ilegal, equivalente a la de «cerrar el Senado» que me habían hecho los jefes del Protocolo. La despedida de Allende y Fidel, quien regresó a Cuba al día siguiente, fue enormemente agria. Fidel, poco después, invitó a Cuba al jefe del MIR, la izquierda chilena extra parlamentaria, y lo recibió en forma personal en el aeropuerto. Así nos quiso indicar que la política de fuerza armada, de guerrilla, y no la parlamentaria y reformista que seguían los partidos de la Unidad Popular, era la única que podía aplicarse en el Chile de entonces.

En mi primera conversación con Fidel a mi llegada a la Isla como diplomático, poco después del fracaso dramático de la muy anunciada zafra gigante del azúcar, me dijo que si necesitábamos ayuda en Chile, no vaciláramos en pedírsela. «Seremos malos para producir, añadió, pero para pelear sí que somos buenos». En otras palabras, esa ayuda que prometía era ayuda militar. Fidel siempre entendió la coyuntura política como cuestión de guerra interna y externa, de agresión y exclusión. El resultado de esa visión suya fue una ruptura radical, una división de Cuba en dos partes: el país sumiso, maltratado, gobernado por una Nomenclatura privilegiada e implacable, del interior, y el de la disidencia y el exilio. Ahora bien, el exilio cubano, y la disidencia es un exilio interior, está lleno de profesionales de primera línea, de escritores, de historiadores, de artistas, de trabajadores competentes, de empresarios de éxito. La única actitud democrática, humanista, consiste en promover a toda costa el fin de la división, la reconciliación de los cubanos, la democratización del país. Las políticas de exclusión, de represión, y hasta las posiciones de rechazo dogmático, de desdén de los consensos, son herencias nefastas del castrismo, dentro y fuera de Cuba. Hay que reflexionar sobre estas cosas con serenidad y con profundidad, sin dejarse contaminar nunca por esa enfermedad infantil, para parodiar al Lenin de 1920, que es el extremismo político.

He visto alguna posibilidad de progreso en la reanudación de relaciones de Cuba y Estados Unidos y en la visita del Papa Francisco a La Habana, pero me parece que no se ha tenido en cuenta con seriedad el tema de la otra Cuba, el de la Cuba separada y desterrada de hecho por décadas de castrismo. Es una tragedia cultural y nacional, y Occidente, en su línea gruesa, a pesar de muchas excepciones, no ha sabido entenderla. Cuando Fidel se encontraba en su prolongada y disparatada visita chilena, hacía discursos de siete horas en los estadios; los obreros, poco habituados a esa palabrería, abandonaban las tribunas. «Es que no tienen conciencia política», protestaba Fidel, y era exactamente lo contrario. Esos obreros estaban acostumbrados a discursos de políticos que trataban de convencerlos: no a peroratas interminables de ideólogos iluminados.

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