Columna El Líbero, 10.02.2017 Jorge Canelas, embajador (r) y director de CEPERI
Aún no cesa el revuelo causado por la prohibición de ingreso a territorio estadounidense decretada por la administración Trump a nacionales de siete países de religión mayoritariamente musulmana. La medida, que fue dejada sin efecto por decisión de un juez federal, ha sido apelada por parte del Departamento de Justicia y es probable que el caso llegue a la Corte Suprema.
En nuestro país ha llamado la atención la existencia de un “memorándum de disentimiento”, opinión discordante manifestada por diplomáticos estadounidenses, respecto de la medida decretada por su Gobierno. A diferencia de lo que ocurre en Chile, en la diplomacia estadounidense no se considera una anomalía que los profesionales del Servicio Exterior manifiesten opiniones discordantes de la autoridad en materias de política exterior. Por el contrario, es una práctica permanente no sólo permitir el derecho a disentir, sino que además estimularlo y protegerlo, mediante una normativa del Departamento de Estado (el Ministerio de Relaciones Exteriores de los EE.UU.). Para “permitir y facilitar el debate abierto, libre, creativo y sin censura entre la comunidad de profesionales de política exterior”, incluyendo opiniones disidentes, es que se estableció un canal de comunicación especial y prioritario para asegurar el conocimiento y consideración, por parte de las principales autoridades, de puntos de vista divergentes de los funcionarios respecto de políticas relevantes. En eso consiste, someramente, el “dissent channel” (canal de disentimiento). El mecanismo es utilizado con relativa frecuencia. El año pasado, por ejemplo, la opinión discordante de la política de Obama en Siria, manifestada por más de 50 profesionales del Departamento de Estado, proponía la adopción de drásticas acciones militares contra el régimen de Assad.
El “Dissent Channel” se creó en 1971, en plena Guerra de Vietnam, cuando el Secretario de Estado William Rogers se hizo cargo, con creciente preocupación, de la tensión generada por la escasa o nula atención que se daba a las opiniones críticas de los diplomáticos sobre las políticas adoptadas por Washington en el conflicto. El análisis del contexto en el cual se abrió el debate interno en la diplomacia de los Estados Unidos, aparte de interesante, resulta aleccionador: con la evidente polarización de la sociedad estadounidense respecto de Vietnam, no faltaron quienes previeron lo peor como desenlace de la Guerra Fría. Pero la historia demostró cómo la fuerza creativa de las libertades, entre las cuales la libertad de expresión es fundamental, siempre termina haciendo prevalecer a la democracia por sobre las tiranías.
El origen del derecho a disentir de los diplomáticos estadounidenses se encuentra en las raíces mismas de esa sociedad, fundada por los “dissenters” (disidentes), peregrinos que llegaron a la costa este norteamericana huyendo de la persecución política y religiosa en Inglaterra. Desde ahí en adelante, el disenso (político y religioso) se encuentra indisolublemente ligado a la historia de los EE.UU. y forma parte integral de la tradición política de ese país, que dejó consagrado en su Constitución el derecho a disentir, con el objetivo específico de proteger a las minorías de la tiranía que puedan ejercer las mayorías.
Desde la perspectiva de la diplomacia chilena, el “dissent channel” del Departamento de Estado se encuentra en las antípodas. Con una Cancillería capturada por la clase política, en un sistema de servicio público que favorece el cuoteo y el amiguismo por sobre la valoración de los estamentos profesionales, no es raro que las opiniones disidentes de los profesionales del Servicio Exterior hayan sido permanentemente reprimidas. En vez de estimular y favorecer el debate sobre temas cruciales de la política exterior en la diplomacia, se ha transitado en el sentido contrario: mediante la instauración de un secretismo extremo y la marginación de los profesionales de experiencia en los temas más sensibles, se ocultan errores garrafales de política exterior y se mantiene el control absoluto sobre la burocracia. Así, las políticas son adoptadas sin fundamentos sólidos, incluso en temas tan cruciales como las relaciones vecinales, donde los resultados están a la vista, con total ausencia de autocrítica. ¡Cuántos errores se podrían haber evitado si a nuestra diplomacia se le hubiese garantizado el derecho a disentir!
Aunque estamos aún lejos de tener un sistema como el norteamericano en nuestra diplomacia, hay señales esperanzadoras. La aparición, por primera vez, de puntos de vista diferentes sobre política exterior en medios de comunicación y revistas especializadas, expresados por diplomáticos de carrera retirados del servicio activo, es un avance significativo. La publicación de una carta suscrita por una treintena de embajadores en retiro, pidiendo al Gobierno la renuncia de Chile al Pacto de Bogotá, inauguró una nueva etapa el año pasado al instalar por primera vez el tema de la política exterior en el debate público. El genio ya salió de la botella.