Columna El Mercurio, 03.02.2024 Juan Pablo Toro, director ejecutivo de AthenaLab
La posibilidad del regreso de Donald J. Trump a la Casa Blanca es hoy una moneda girando en el aire, a menos que un puñado de jueces locales se interpongan en el camino del republicano, debido a una serie de procesos que en otra época hubieran tumbado a cualquier candidato.
En distintas capitales, funcionarios, militares, analistas y académicos ya empiezan a preguntarse qué significará un Trump 2.0, que debiera llegar recargado tras cuatro años fuera del poder, durante los cuales declara haberse sentido atacado por sus enemigos internos y agobiado por, la supuesta, senda de decadencia en la que ha entrado Estados Unidos.
Si llega a superar a Joe Biden en las próximas elecciones de noviembre, el mundo debe prepararse para un líder que tiene el aislacionismo y proteccionismo como banderas, pero que asumiría en un contexto mucho más complejo que el de 2017. Hoy existen dos guerras abiertas entre Rusia y Ucrania y entre Israel y Hamas, con todas sus repercusiones en Medio Oriente. Mientras, sube la temperatura entre China y Taiwán, y Corea del Norte parece estar cada vez más cerca de realizar un ensayo nuclear.
No obstante, un eventual retorno de Trump al poder, quien se jacta de su capacidad de negociación y que parece no tener problema en reunirse con dictadores —algo que le ha enrostrado su rival a la nominación republicana Nikki Haley—, puede significar muchas cosas diferentes para distintos países.
La “cercanía” con Vladimir Putin desarrollada en su primera administración, sumada al escepticismo de congresistas de su partido a la ahora de seguir apoyando a Ucrania, podría tentarlo a buscar un tipo de solución pactada al conflicto. La pregunta es a qué costo. Si las tropas de Moscú dejan de combatir, se acaba el enfrentamiento, pero es muy distinto conseguir que salgan del territorio ocupado.
Respecto a Medio Oriente, Israel puede esperar un apoyo más decidido, así como Irán una presión mucho mayor. Hasta ahora, Washington y Teherán calibran sus golpes para no desencadenar una guerra regional, lo que no es nada fácil. En la primera administración Trump, Estados Unidos liquidó al comandante de la fuerza de élite Al Quds de la Guardia Revolucionaria iraní en un ataque con drones, tras a un ataque a una de sus bases en Irak.
En América Latina, presidentes como Nayib Bukele de El Salvador y Javier Milei podrían convertirse en interlocutores privilegiados para sus regiones. Pero quien sin duda debiera empezar a temer el regreso de la estrategia de “presión total” es Nicolás Maduro, quien, por lo demás, acaba de descarrilar el proceso electoral de su país, dejando muy mal parado a Biden, que había optado por levantar sanciones económicas a Venezuela (la zanahoria) para cambiar la actitud de un régimen bolivariano que ya cumple 25 años.
También es altamente probable que una eventual administración republicana presione más a Latinoamérica para reducir o, al menos, evaluar de forma menos ingenua sus lazos con China, que desde el comercio y las inversiones ha expandido su campo de acción a puertos, estaciones espaciales e instituciones académicas.
Una forma de prepararse ante esta contingencia es acercarse a socios que crean firmemente en la importancia de un orden internacional basado en reglas, la apertura de los mercados y profesen una convicción democrática clara. Para Chile aparecen en el horizonte países como Australia (al cual nos conectaremos por un cable submarino); Canadá (un país con interesantes experiencias polares); Corea del Sur (fuente de innovación); España (relación histórica); Francia (vecino polinésico); Japón (clave para salvar el CPTPP), Reino Unido (socio de seguridad) y la Unión Europea (con renovados lazos y bríos, 50 mil millones de euros para Ucrania hablan por sí solos).
Algunos echarán de menos a países de Latinoamérica, pero es difícil entender la posición de Brasil respecto de Rusia (Lula dijo no tener problemas con una visita de Putin) y los BRICS no parecen un club precisamente democrático. Sin duda, hay sectores pragmáticos en el gobierno de Milei que quieren más acercamientos y la Alianza del Pacífico, que debiera ser prioritaria, no parece ser de mayor interés para los líderes de México, Andrés Manuel López Obrador, y de Colombia, Gustavo Petro (aún sigue sin nombrar embajador).
Siempre ha sido un mal negocio para el mundo el aislamiento de Estados Unidos, si se recuerda la actitud que precedió las guerras mundiales. El país sigue siendo la potencia número uno en campos como el militar, a nivel de alianzas, innovación tecnológica y universitario. Pero como afirmara recientemente Fareed Zakaria en Foreign Affairs, también debiera desarrollar una estrategia para lidiar con un mundo menos condescendiente.
La moneda sigue girando, veremos con qué cara cae. Vale la pena estar preparados, más allá de las preferencias políticas. El ejercicio de preguntarse “qué pasaría si…” se ha vuelto cada vez más valioso en un mundo de alta incertidumbre.