#ÉpocaRadical, Chile en la década del fascismo y el comunismo

Opinión
El Demócrata, 27.09.2015
Alejandro San Francisco, historiador doctorado en Oxford, investigador y profesor de la PUC

Una de las manifestaciones más visibles del mundo de entreguerras fue la decadencia del liberalismo, con sus expresiones política y económica, es decir la democracia y el capitalismo. Para el caso chileno, esto significó, entre otras cosas, la crisis del sistema parlamentario que había regido de manera incontestable desde la guerra civil de 1891, y la irrupción de nuevas tendencias políticas y sociales, en el contexto de una crítica social creciente que se manifestó con fuerza en torno al Centenario.

Mario Góngora, asertivamente, sostiene que esto también implicó un cambio importante en la concepción del Estado y el gobierno. Si durante mucho tiempo el sistema había privilegiado la defensa de la libertad política, las primeras décadas del siglo XX mostraron un avance del concepto económico de gobierno. Entre las conclusiones de su texto, publicado en revista Historia (N° 20, de 1985), el historiador señala que la afirmación del “concepto económico de gobierno” constituirá, en este período -aun sin que sus sostenedores tengan la conciencia de ello-, la ideología que se erige como legitimación de los gobiernos autoritarios o dictatoriales en la América ibérica”. Este concepto implicaba una mayor presencia estatal en la economía y en la solución de los problemas sociales. Esta idea, ciertamente, está presente en las intervenciones militares de 1924 y 1925, y luego en el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931), el líder del movimiento militar.

A nivel mundial, fue la época en que se enfrentaron con fuerza, para suceder a las monarquías o a las democracias liberales, las dos fuerzas emergentes que se desarrollaron en Europa a partir de la Primera Guerra Mundial, el fascismo (después se incorporaría el nacionalsocialismo, en la misma línea) y el comunismo, triunfante en la Revolución Bolchevique de 1917. La lucha a la que Ernest Nolte se refiere como La guerra civil europea (1917-1945) (México, Fondo de Cultura Económica, 2011), se extendería hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Chile no estuvo ajeno a este proceso, aunque las manifestaciones del mismo tienen características específicamente nacionales, además de algunas de tipo internacional. Tan temprano como en 1922 se fundó el Partido Comunista de Chile, y su líder Luis Emilio Recabarren viajó a la Unión Soviética y se convirtió en defensor del modelo establecido por Lenin y sus seguidores. Por esa misma época, según cuenta un memorista militar, el General Carlos Sáez en Recuerdos de un Soldado (Santiago, Editorial Ercilla, 1933), al interior del Ejército se hablaba de imitar el ejemplo de las Juntas Militares españolas, en medio de la situación de desgobierno que se apreciaba en Chile.

La década de 1930 también tendría manifestaciones en la misma dirección, ya con un comunismo más consolidado y claramente sovietizado, a lo que se sumó la formación de una corriente de tendencias específicamente fascistas en el país, como fue el Movimiento Nacional Socialista, dirigido por Jorge González von Marées. Si bien procuraba distinguirse de su homónimo germano liderado por Hitler, llamándose a sí mismos nacistas (con “c”), había algo de la lógica y el simbolismo de época que podía vincular a los criollos a los debates que se desarrollaban en Europa. Hubo personas, en Chile y en otras partes, que sintieron el magnetismo de estas ideologías que parecían adivinar el curso de la historia, que convocaban a miles de jóvenes dispuestos a dar sus vidas y que contrastaban con las visiones pasivas o indefinidas que se le adjudicaban al liberalismo. Los resultados serían desastrosos, pero esas es otra historia.

Como suele ocurrir en estas cosas, surgieron otras expresiones prácticas que clarificaban esta dicotomía, aunque también ayudan a la confusión. Una cuestión fue la Guerra Civil Española, que si bien tenía una clara dimensión religiosa, también se presentó como una lucha entre el comunismo y el fascismo, más todavía cuando las potencias -Unión Soviética, Italia y Alemania- tuvieron alguna participación con colaboración militar, ideológica y con asesorías. También tendría un correlato en Chile, aunque más marcado por el factor que afectaba a la religión católica que por la lucha entre los totalitarismos.

Los años finales del gobierno de Arturo Alessandri, 1937 y 1938, fueron bastante expresivos en la división entre ambos grupos, cuestión que se acrecentó a medida que se acercaba la elección presidencial de 1938, tema que será referido en otra oportunidad. El candidato oficialista era Gustavo Ross, el ministro de Hacienda de la recuperación económica, pero fueron los otros dos candidatos los que situaban los comicios en la dimensión que comentamos. El Frente Popular, que agrupaba a los partidos de izquierda, tenía precisamente ese sabor de lucha contra el fascismo, como fue definido desde su creación internacional al alero del comunismo soviético. A esto se sumó la irrupción de Carlos Ibáñez del Campo, candidato del nacismo y con perfil militar. Como resume Gonzalo Vial, “la conjunción entre éste [el nacismo] y el autoritario candidato era vista como un peligro de dictadura, y de dictadura fascista” (Historia de Chile. Volumen V. De la República Socialista al Frente Popular 1931-1938, Santiago, Editorial Zig Zag, 2001).

El Frente Popular, que agrupaba a los partidos de izquierda, tenía precisamente ese sabor de lucha contra el fascismo, como fue definido desde su creación internacional al alero del comunismo soviético. A esto se sumó la irrupción de Carlos Ibáñez del Campo, candidato del nacismo y con perfil militar.

El tema resulta doblemente interesante. Por una parte, porque inserta a Chile en los conflictos que se desarrollaban en el mundo, como actor o como receptor de dichas tendencias. Por otro lado, porque en una democracia que emergía después de ocho años difíciles de intervenciones militares e inestabilidad, como los que vivió el país entre 1924 y 1932, el incipiente régimen constitucional se encontraba amenazado doblemente por las dos grandes corrientes totalitarias del momento, o al menos así lo percibía una parte de la población y de los actores políticos.

Es evidente que en esto la propaganda política desempeñaba su tarea magnificadora, y que la izquierda exacerbaba sus ataques a los adversarios de ocasión, que incluían indistintamente a la oligarquía y al fascismo (concepto que se usaba de manera elástica). A su vez, desde la derecha se descalificaba con virulencia la presencia comunista, sea exclusivamente a través de su partido o a través de la integración de éste al Frente Popular, que también se veía como un peligro cuyos males se exageraban, explicando lo que había sucedido en Europa, y específicamente en España.

No se puede dejar de mencionar que la retórica nacional, anticomunista y antifascista, se proyectaría en el tiempo, la mayor parte de las veces sin precisión terminológica y con excesivo énfasis en el aprovechamiento político. La década de 1930 en el mundo tuvo expresiones históricas lamentables de vigencia de regímenes comunistas y fascistas, lo cual no fue el caso de Chile. Sin embargo, el país sí formó parte de los intereses foráneos, y desde el fin del mundo también se miró con interés a Europa, incluso con imitaciones parciales a sus proyectos ideológicos.

Para el caso nacional, como se verá, la elección de 1938 tendría un final súbito y dramático, que incluiría la victoria del Frente Popular, y previamente el asesinato de los jóvenes nacistas en el Seguro Obrero, cuando intentaban un golpe de Estado.

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