Granos de arena en el océano de la historia

Columna
La Nación, 06.11.2015
Nora Bär, periodista y columnista argentina

Los primeros asentamientos que darían lugar a lo que hoy es Berlín datan del siglo XIII. La que se convertiría en la capital de la actual República Federal de Alemania era un próspero centro comercial que, tres siglos más tarde, sería el escenario en el que se difundirían las ideas de Martín Lutero y tendrían lugar sucesivas epidemias de la peste bubónica y la Guerra de los Treinta Años. En 1648, cuentan las crónicas, la población, diezmada por el hambre y las enfermedades, había caído a apenas 6000 habitantes. Pero décadas más tarde, la ciudad se había recuperado y convertido en un centro donde comenzaban a florecer las artes, la ciencia y la tecnología. En el siglo XIX y comienzos del XX, en lo que es hoy la Universidad Humboldt, enseñaban Hegel, Schopenhauer, Robert Koch y Max Planck.

Hace 800 años, Colonia (Köln), más al sur, era una ciudad-estado gobernada por las clases acomodadas y por profesionales liberales. Estaba rodeada por enormes muros de piedra, que sólo podían franquearse a través de alrededor de una docena de grandes puertas y torreones, y creció vigorosamente a orillas del Rin gracias a que estaba en la intersección de varias rutas comerciales.

Sin embargo, a quienes hoy caminan por las calles de estas ciudades cosmopolitas les cuesta advertir signos de esas épocas. Ambas fueron destruidas casi totalmente durante la Segunda Guerra Mundial, nos advierten los guías que conducen al grupo internacional que me tocó integrar hace unos días, compuesto por invitados de 20 países.

En Berlín, entre otras, las salas del Neues Museum, que alberga el celebérrimo busto de Nefertiti, dejan ver todavía las cicatrices de la artillería bélica. En torno del tradicional Tiergarten (comparable al Central Park neoyorquino) y de la icónica Puerta de Brandeburgo, habían quedado en pie ocho edificios. Todo el resto fue reconstruido; en particular, después de la caída del Muro que, como una daga clavada en el corazón de la ciudad, la partía en dos con una obscena grieta de acero y concreto.

En Colonia, cuya universidad es una de las más antiguas del continente (fundada en 1338) y en la que estudian más de 45000 estudiantes, apenas se conserva una de las puertas de entrada a la urbe medieval. Hoy la utilizan como sede las 90 sociedades que participan en el tradicional carnaval local. Eso y la imponente catedral, que comenzó a construirse hace 700 años y de la que en los primeros ¡tres siglos! sólo pudo completarse un tercio. Una monumental obra de arte gótico que fue concebida para albergar las reliquias de los Reyes Magos.

Las palabras no alcanzan para describir las maravillas de esta creación, producto del talento y la persistencia humanos, que sólo fue posible porque generación tras generación fueron tomando la posta para continuar su construcción más allá de los avatares del momento. Baste con tener en cuenta que en esos tiempos no había manera de hacer cálculos asistidos con la computadora para planificar el equilibrio entre el bordado de los arcos y las finísimas torres góticas, y los vitrales multicolores de varios metros de altura. Su estabilidad era una apuesta? y funcionó.

Cómo no asombrarse por la capacidad de este grupo de personas para resurgir de las cenizas y convertirse en una de las naciones más sólidas de Europa. Un detalle nada menor para alcanzar estos logros es la importancia que aquí se le otorga a la educación pública y gratuita impartida en 390 universidades (220 dedicadas a carreras de ciencia aplicada), y al desarrollo científico y tecnológico de excelencia, en el que se invierte un presupuesto inimaginable, más de 75.000 millones de euros, que emplea a 567.000 personas y en el que participan más de 800 instituciones.

Se me dirá que estos sentimientos surgen de la lente distorsionada que ofrece una visita fugaz. Que este país protagonizó un delirio colectivo. Que no todo lo que reluce es oro. Sería imposible refutarlo. Pero también es cierto que, viniendo de otro que posee individualidades brillantes, pero en el que cuesta tanto aunar esfuerzos en pos de metas comunes, es difícil sustraerse al deslumbramiento que produce el aceitado mecanismo institucional que resulta de un respeto notable por lo colectivo, por lo que es de todos.

Como frente a la catedral de Colonia, aquí se siente que los aportes individuales se suman y no se contraponen; que las vidas de cada uno son granos de arena en el océano de la historia.

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