Columna Infobae, 27.11.2024 Roberto García Moritán, embajador (r) y exviceministro de RREE argentino
El tercer año de la agresión de Rusia a Ucrania está ingresando en una fase de enormes riesgos humanitarios con posibles derivaciones planetarias. El lanzamiento de un misil balístico diseñado para un ataque nuclear, junto con amenazas concretas del uso de tales armas, elevan la tensión a un punto que debería merecer la mayor condena de la comunidad internacional. Ya Hiroshima y Nagasaki advirtieron sobre las trágicas secuelas de bombardeos nucleares. Asimismo, el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) han señalado que ante una ofensiva nuclear contra Ucrania no existiría forma de controlar hasta dónde se podrían extender la lluvia radiactiva, las ondas térmicas e impulsos electromagnéticos, o cuánto durarían sus efectos en el mundo.
La referencia del OIEA y del CICR es aplicable para el empleo de ojivas nucleares tácticas de baja potencia (0,3 hasta 70 u 80 kilotones). El antecedente de las dos bombas atómicas que se arrojaron en 1945 lo deja de manifiesto (tenían un poder de 15 kilotones). También tendría efectos indiscriminados en prácticamente toda Europa la eventual detonación de una ojiva nuclear táctica a gran altura para que el pulso electromagnético haga colapsar los equipos electrónicos. En materia nuclear, no existen las medias tintas.
El ejemplo de las pruebas de armas nucleares, en particular las llevadas a cabo en la atmósfera y bajo el agua, principalmente por Estados Unidos y la Unión Soviética hasta la adopción del Tratado Parcial de Prohibición de Ensayos Nucleares de 1963, es otro ejemplo a tener en cuenta. Las 2500 pruebas atómicas en esos espacios dejaron un tendal de partículas radiactivas transportadas por el aire en todos los continentes, llegando incluso a la Patagonia. El severo daño ambiental causado por estos ensayos nucleares sentó la premisa de que las armas nucleares no deben ni pueden ser utilizadas en ningún contexto.
Menos contra Ucrania, que fue un país que cedió a Rusia las cerca de 3 mil armas nucleares que había heredado tras el colapso de la Unión Soviética. A través del Memorándum de Budapest de 1994, Ucrania se comprometió a no poseer armas nucleares a cambio del reconocimiento internacional de sus fronteras, que incluían la península de Crimea y los territorios que actualmente ha invadido Moscú. Firmaron el instrumento Rusia, Ucrania, Estados Unidos y el Reino Unido.
Si la pretensión de Rusia es generar un clima de zozobra humanitaria para posteriormente negociar en mejores condiciones un fin al conflicto, la estrategia política del Kremlin merecería también la mayor condena internacional. No es tolerable en ningún caso la utilización de armas de destrucción masiva como instrumento de negociación diplomática.
La comunidad internacional debería exigir el fin de la extorsión nuclear de Rusia, que su armamento estratégico vuelva al nivel usual de alerta y sus fuerzas armadas se retiren del territorio ucraniano. Sobre esta base es urgente poner en marcha la diplomacia y el diálogo. El secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, ha señalado que la única solución duradera de paz debe ser conforme a la Carta de las Naciones Unidas y el derecho internacional. La agresión militar no debería seguir siendo una alternativa.