La crisis de la democracia en América Latina, 2019-2021

Paper
Real Instituto Elcano, 28.10.2021
Carlos Malamud (historiador e investigador-Real instituto Elcano) y Rogelio Núñez C. (investigador Real Instituto Elcano y profesor del IELAT/U. de Alcalá de Henares)

 

Tema

La crisis de la democracia en el mundo actual no es un fenómeno exclusivamente europeo o estadounidense y su onda expansiva se extiende también en América Latina, como muestra lo que ocurre en América Central y el Caribe (El Salvador, Honduras, Nicaragua y Haití) y América del Sur (Venezuela, Bolivia y Brasil). El autoritarismo hoy se extiende por países tan disímiles como Rusia, China, Turquía y Filipinas.

 

Resumen

Las democracias latinoamericanas, como la mayoría de las del mundo occidental, atraviesan una coyuntura de crisis profunda: instituciones ineficientes para canalizar las demandas ciudadanas, contexto económico de bajo crecimiento o estancamiento, empeoramiento de los equilibrios sociales y entorno internacional donde los regímenes o liderazgos autoritarios ganan terreno. Las democracias latinoamericanas afrontan el desafío de la aparición de nuevos actores y fuerzas políticas emergentes, desleales con el modelo democrático, que buscan cambiar por sistemas de corte autoritario, personalista, con poderes legislativos y judiciales sin autonomía para controlar al gobierno y con espacios cada vez más acotados para la oposición y la libertad de expresión.

 

Análisis

Las actuales democracias latinoamericanas, que iniciaron su andadura entre 1978 (Ecuador y República Dominicana) y 1990 (Chile), mostraron, al menos hasta el bienio 2019-2021, cierta capacidad para afrontar importantes retos sociales y económicos, mientras lograban consolidarse y perdurar en el tiempo. Las transiciones de dictadura a democracia iniciadas en plena “Década Perdida” (1982-1989) –coincidente con el cambio de matriz y modelo económico– transformó a toda la región (salvo Cuba) en democracias equiparables a los estándares internacionales, si bien lastradas por problemas estructurales, algunos de larga data y otros más recientes. Esas democracias, sin una alternativa sólida tras la debacle comunista y el descrédito de autoritarismos como los de los años 60 y 70, se fueron consolidando en los 90 (salvo en el Perú fujimorista), junto con un contexto internacional favorable.

Tuvieron el apoyo de ciertos actores democráticos importantes –EEUU, UE, especialmente España–, junto con otras nuevas democracias, desde la Europa del Este a parte del Lejano Oriente. Todo favoreció la consolidación de esos regímenes, pese a crisis coyunturales como la “Media Década Perdida” (1997-2002). El resultado, a diferencia de otros períodos similares en América Latina, tras la Segunda Guerra Mundial y desde finales de los 50 a inicios de los 60, fue que el sistema democrático perduró y se consolidó.

Con el nuevo siglo se acumularon los signos de debilidad del modelo democrático, con problemas estructurales no resueltos. El surgimiento de una nueva oleada populista, vinculada al “socialismo del siglo XXI”, y de regímenes hiper presidencialistas (Hugo Chávez en Venezuela) caracterizados como híbridos fue sintomático. Si bien estos mantenían las formalidades liberal-democráticas, en paralelo desarrollaban una legislación y una cultura política autoritarias que recortaban las libertades y el margen de acción opositor. La coyuntura económica de la “Década Dorada” (2003-2013) ayudó a asentar tanto a las democracias surgidas en los 80 como a los regímenes híbridos. Esa misma bonanza desincentivó y congeló iniciativas de reforma estructural socioeconómicas y de modernización y adaptación político-institucional.

La parálisis reformista y la ausencia de voluntad política para modernizar las estructuras nacidas 30 años atrás se prolongó pese a las señales de que las instituciones democráticas perdían frescura y vitalidad. Estas eran ineficaces para canalizar las demandas sociales. Las administraciones públicas no podían implementar políticas públicas efectivas, transparentes y no clientelares. Los partidos políticos sufrían una progresiva crisis de representatividad, mientras perdían contacto con la ciudadanía. La desconexión entre las sociedades latinoamericanas y el sistema democrático se tradujo en estallidos de frustración social: desde el “que se vayan todos” (Argentina, 2001), al movimiento de los “forajidos” (Ecuador, 2005), pasando por la “rebelión de los pingüinos” (Chile, 2011).

El bienestar económico ocultó la mayoría de los problemas históricos y difirió la aparición de otros nuevos hasta el final de la bonanza. Actualmente se han alternado años de bajo crecimiento, debajo del 3% (2014, 2015, 2016, 2018 y 2019), con otros de crisis (2017 y 2020), que han aflorado viejas y nuevas demandas sociales (pobreza y desigualdad) y políticas (administraciones ineficientes, poco transparentes y partidos escasamente representativos). El contexto económico negativo y la espiral de demandas sociales no atendidas provocaron en 2019 una oleada de protestas de alcance regional y nuevos episodios de frustración social, especialmente en las nuevas clases medias, sumamente vulnerables. Esto desbordó a los débiles sistemas democráticos, con aparatos estatales envejecidos y sistemas de partidos fragmentados. Esto dificulta la gobernabilidad, con parlamentos divididos, sin fuerzas sólidas y mayorías estables, y una alta polarización que dificulta los consensos. Es lo que algunos califican como fenómeno de “fatiga de las democracias” (Manuel Alcántara) o “democracias deprimidas” (Andrés Oppenheimer).

Las democracias latinoamericanas no canalizan las demandas ni encuentran soluciones a la creciente frustración social, mientras desarrollan alternativas políticas demagógicas y autoritarias, con modelos alejados, incluso contrarios, de los valores democráticos (respeto a la separación de poderes y al adversario y aceptación de los resultados). La deriva autoritaria no es patrimonio de ningún grupo concreto del espectro político o ideológico. Se da tanto en regímenes teóricamente de izquierdas (la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro o la Nicaragua de Daniel Ortega, desde 2018 y especialmente en 2021) como en países con mandatarios conservadores (Juan Orlando Hernández, Honduras). Sus estrategias buscan debilitar la institucionalidad democrática y potenciar la concentración del poder en torno a un liderazgo carismático. Sus protagonistas son tanto millennials procedentes de la izquierda (Nayib Bukele, El Salvador), como líderes de más edad (Jair Bolsonaro, 65 años, ex militar de extrema derecha).

En la mayoría de los países ha aparecido un conjunto de fuerzas a un extremo y otro de la escena política contrarias al modelo vigente desde los años 80. En Chile, el derechista Partido Republicano y la coalición de ultraizquierdista Lista del Pueblo. En Argentina los trotskistas y los libertarios de Javier Milei. En Perú un partido de ultraizquierda, Patria Libre, ha ganado las presidenciales en 2021, más por aglutinar el voto antifujimorista que por adhesión a su programa, mientras surgían fuerzas de derecha extrema como Renovación Popular de Rafael López Aliaga. Incluso en Costa Rica emergió en 2018 la figura de Fabrizio Alvarado, vinculada a lo más conservador de las iglesias evangélicas neopentecostales. Alvarado fue el candidato más votado en la primera vuelta y compitió en el balotaje, donde fue derrotado pese a reunir casi un 40% de los votos.

Los nuevos caudillismos buscan demoler las estructuras institucionales, limitando la capacidad de control de los otros contrapoderes –especialmente el judicial y el legislativo–. Su estrategia se expresa de diversas maneras: fortalecimiento de liderazgos caudillistas, ataque a los medios de comunicación y menosprecio creciente de instituciones como el Parlamento y la Justicia, garantes del equilibrio entre poderes y de la vigencia de los pesos y contrapesos. Sin ellos, la concentración de poder es imparable y el poder queda en manos de liderazgos políticos poco interesados en la democracia. A esto se suman otros mecanismos, cada vez más activos: subordinación de policías y militares a los objetivos gubernamentales y control de la información, especialmente en Internet y las redes sociales, para abortar las protestas de sectores no organizados ni alineados.

 

(1) La estrategia de demolición de la institucionalidad democrática

En el año y medio de pandemia se repitió la idea de que durante el COVID-19 no se generó nada nuevo, sino que se profundizaron problemas económico-sociales y político-institucionales preexistentes, mientras se aceleraban pulsiones previas (polarización y fragmentación). El renovado autoritarismo compromete a la democracia y sus instituciones. La pervivencia de problemas estructurales (avivados por la mala coyuntura económico-social y acelerados por la pandemia) y las estrategias de los nuevos actores políticos emergentes que han roto o se han alejado de los consensos político-institucionales tradicionales y de lealtad al sistema están erosionando progresivamente a las democracias latinoamericanas.

Este momento de crisis o fatiga es aprovechado por la nueva generación de liderazgos personalistas, carismáticos y autoritarios, conservadores en temas valóricos y algunos de ellos modernizantes, o aparentemente modernizantes, en economía. Esta estrategia supone el cambio del modelo institucional, con la consabida reelección presidencial, y limita el margen de acción de la oposición, reducida a un mero apéndice, cuando no relegada a la periferia o expulsada del sistema. La primera etapa en la demolición de la democracia es construir un poder centralizado e hiperpresidencialista en torno al caudillo-presidente. La estrategia tiene un precedente, más allá de las afinidades ideológicas, en la Venezuela chavista. Durante más de 20 años (1999-2021) se construyó un régimen que rompía con el pasado liberal-democrático de la IV República (la Constitución de 2000 consagró un cambio institucional que desembocó en la V República), creaba un presidencialismo fuertemente caudillista: reelección indefinida de Chávez (2009), cooptación de la justicia, control de los medios y drástica reducción del ámbito de acción de la oposición (2013-2016), para finalmente excluirla del juego político (2018-2021).

Eso está ocurriendo en Nicaragua, con Ortega desde 2007 y podría empezar a suceder en El Salvador con Bukele. Por el contrario, en Brasil y México (AMLO) el deterioro institucional no ha llegado tan lejos. Dada la fortaleza y tradición institucional brasileña, los amagos de Bolsonaro de seguir este camino se han quedado en gestos provocativos, acciones efectistas y frases malsonantes e insultos más que en transformaciones del sistema democrático hacia un modelo “bonapartista”, como buscaba con la movilización del 7 de septiembre. Más allá de sus intenciones (“golpistas” o electoralistas), Bolsonaro es un peligro para consolidar el sistema democrático, como señaló Fernando Henrique Cardoso: “No se puede negar… que el presidente tiene arrebatos que no son compatibles con el futuro democrático. No lo logrará, ni creo que tenga el objetivo de lograrlo, pero nos toca a nosotros... revivir en la memoria de los brasileños la necesidad de unirnos en defensa de la libertad y la democracia”.

Las democracias latinoamericanas afrontan renovadas amenazas nacidas del comportamiento desleal con la institucionalidad democrática y el pluralismo. Algunos de los nuevos actores políticos apuestan por la polarización en vez de por el diálogo y la concordia. En lugar de intentar solucionar pacíficamente los conflictos llevan la crispación al límite, mientras buscan medrar con el dolor colectivo utilizando demagógicamente el pasado (las fracturas históricas tras los períodos de dictaduras, guerras civiles y conflictos internos). Destaca el uso de un lenguaje belicista y soez, con conceptos destinados a construir un relato antidemocrático y antiliberal, impulsando políticas “sin complejos”, sumamente agresivas que incorporan terminología y simbología militares.

La demolición de la institucionalidad por estos nuevos liderazgos se apoya en dos pilares. Uno, la creación de un marco legal y constitucional que concentra poder en el presidente disminuye los contrapesos institucionales y pone a su disposición una gama de herramientas para reducir los ámbitos y los márgenes de acción de la oposición; y, dos, desde el poder se impulsan campañas de desprestigio para deslegitimar a los otros partidos como alternativa válida dentro del sistema.

 

(2) Creación de un nuevo marco legal y constitucional

El objetivo de los gobiernos populistas de la primera década del siglo XXI, ligados al “socialismo del siglo XXI”, era alcanzar el poder por la vía democrática para desde dentro cambiar la constitución (Venezuela, 2000, Ecuador, 2007 y Bolivia, 2009). Había que construir un entramado institucional a imagen y semejanza del líder, incluyendo la reelección. En el actual contexto, el cambio de modelo institucional a favor del oficialismo se ha cerrado en Nicaragua, con el conjunto de leyes aprobadas en 2020, que culminan el rumbo autoritario iniciado tres lustros atrás. El Salvador marcha por el mismo camino.

Daniel Ortega ha reforzado su personalismo desde 2007, convirtiéndolo en autoritario. Si bien se comprometió a impulsar reformas liberalizadoras y democratizadoras tras las protestas de 2018, no lo hizo. En su lugar, en 2020 aprobó un conjunto de leyes para implantar un marco legal/electoral favorable a sus intereses de cara a las elecciones presidenciales. En 2021 desencadenó la persecución y acoso de sus rivales: 19 han sido detenidos y otros muchos, como Sergio Ramírez, están en el exilio. Sus leyes dan sustento jurídico a la represión contra los opositores, comenzando por la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, conocida como “ley Putin”, que castiga a quien recibe dinero del exterior si no reporta sus ingresos y gastos a las autoridades. Obliga, tanto a organizaciones como a personas naturales que reciben esos fondos a registrarse como “agentes extranjeros” ante el Ministerio de Gobernación. Entre otras libertades públicas, la ley conculca los derechos políticos de participación. La Ley de Ciberdelitos, o “Ley Mordaza”, sanciona a cualquiera que tenga o comparta información considerada una amenaza por el gobierno. Se instauró la cadena perpetua para “crímenes de odio” y en diciembre de 2020 la Asamblea aprobó la Ley Guillotina, que da al oficialismo un amplio margen para apartar opositores de las elecciones, al excluir de los cargos de elección popular a quienes encabecen o financien un golpe de Estado, alteren el orden constitucional, o exijan o aplaudan sanciones internacionales, actos de los que el oficialismo acusa a la oposición.

En El Salvador, una vez que Bukele ratificó su hegemonía parlamentaria con mayoría absoluta (2021), se desplazó y dejó casi en la nada a las fuerzas tradicionales que gobernaron el país desde 1989. El presidente y su entorno han acometido una reforma constitucional para permitir su reelección y concentrar mayores competencias. Desde 2020, un equipo liderado por el vicepresidente Félix Ulloa ha impulsado la reforma. Es un proceso muy personalista, donde el presidente señala qué reformas impulsar y cuáles no. El anteproyecto propone modificar 216 de los 274 artículos de la Constitución de 1983. De este modo, se busca crear un modelo plebiscitario (referéndum, plebiscito y revocatoria de mandato) y reforzar el poder presidencial, cuyo mandato pasa de cinco a seis años.

Esta estrategia de confrontación ha avanzado de tal forma que Jean Manes, la embajadora de EEUU en San Salvador (actualmente en funciones), denunció en rueda de prensa que Washington considera que El Salvador enfrenta un “declive de la democracia” que “daña la relación bilateral”, porque el gobierno de Bukele trata de “debilitar la independencia judicial, atacar y destruir a la oposición política, declarar enemigo cualquier voz y opinión diferente, crear un ambiente de miedo y una máquina de comunicación y propaganda del Estado y atacar u destruir los medio independencia, cerrar los espacios para la sociedad civil y utiliza las fuerzas de seguridad para intimidar a los opositores”.

 

(3) Campañas permanentes de desprestigio contra la oposición

El rechazo y repudio al “viejo régimen” es utilizado como carta blanca para cambiar el sistema político. Esto se ve en el proyecto de reforma constitucional de Bukele, en las arremetidas de Bolsonaro contra el poder judicial y en el sistema electoral y las leyes nicaragüenses para limitar el margen de acción opositor. La demolición de las instituciones se estructura también mediante campañas mediática y en las redes sociales buscando desprestigiar los liderazgos y partidos hegemónicos previos, ahora en la oposición. La lucha contra la corrupción se convierte no sólo en una forma de higienizar el sistema, sino también de erosionar y anular a los partidos opositores.

En El Salvador se ha enterrado el período 1989-2019 y a sus principales actores: la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), en el poder entre 1989 y 2009, y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), entre 2009 y 2019. La corrupción se convierte en funcional para deslegitimar al adversario. Bukele aprovechó una operación de la fiscalía contra Arena, por un viejo caso de desvío de donaciones, para desplazar a los opositores fuera del sistema cuando dijo que su gobierno y los diputados elegidos bajo sus siglas, Nuevas Ideas y GANA, no negociarían con Arena, el FMLN, ni sus organizaciones “satélites”.

Bolsonaro ganó las elecciones de 2018 al canalizar el sentimiento antilulista y anti-PT y el rechazo a la corrupción petista (2002-2017). Llevó a su gabinete a Sergio Moro, el juez que dirigió las investigaciones sobre la corrupción. En la presidencia apartó a Moro y buscó el respaldo, desde 2020, de los partidos más vinculados al clientelismo tradicional, el Centrão. Bolsonaro redirigió su estrategia hacia la confrontación institucional con la Suprema Corte de Justicia y con el Tribunal Superior Electoral, especialmente con su presidente, Roberto Barroso, al que calificó de filho da puta. Bolsonaro, sin partido propio y en caída libre en las encuestas, está viendo como Lula da Silva, su principal rival, crece en intención de voto para las presidenciales de 2022. Por eso decidió “enfangar la cancha” con dudas sobre el sistema electoral y la urna electrónica, de acreditada solvencia desde hace 20 años, para poder alegar fraude ante un resultado electoral adverso. El pasado 8 de julio amenazó: “O hay elecciones limpias o no habrá elecciones” y dijo que entregará la banda presidencial “a quien gane con un voto verificable y confiable” en lo que se asemeja a una maniobra de sabor trumpiano. Oliver Stuenkel calificó los comentarios de Bolsonaro sobre las elecciones como una “estrategia para erosionar la confianza en el sistema electoral y facilitar una posible contestación de los resultados si no consigue vencer”.

Estos ejecutivos gobiernan agitando la polarización, que les es funcional, y la alimentan. Maduro, Bolsonaro, Bukele y Ortega, como antes Chávez, Correa y Morales, se ven favorecidos por la crispación, lo que limita la búsqueda de incentivos para alcanzar pactos o forjar alianzas con la oposición, vista como enemiga y no adversaria. Esta dinámica no se da sólo donde hay una deriva autoritaria, Venezuela y Nicaragua, también sucede en la Argentina de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Allí se conoce como “la grieta” a la división transversal que corta a la sociedad y la divide en kirchnerista y antikirchnerista (o macrista y antimacrista), dos bandos sin posibilidad ni voluntad de entendimiento. La grieta es alimentada por unos y otros. Cristina Kirchner, una figura odiada por la oposición, cuando era presidenta (2007-2015) y ahora como vicepresidente, utiliza, al modo de una nueva Evita, un discurso revanchista y pleno de resentimiento social. Retomando los viejos modelos del peronismo clásico, privilegia en sus mensajes la contraposición entre el pueblo (“soy una groncha (negra o vulgar) peronista”) y la elite ilustrada y “blanca”. Eso se desprendía de sus palabras sobre la actriz Esmeralda Mitre, a quien calificó como “una rubia que si este país fuera una monarquía ella sería no menos que duquesa”. Incluso una figura menos dada a la radicalidad y a la provocación en sus discursos, el presidente Fernández, habló durante la reciente campaña de las PASO de la existencia en Argentina de “dos modelos de país en pugna” e irreconciliables.

López Obrador despliega una estrategia similar al enmarcar la realidad política nacional en un contexto muy polarizado. Sus palabras, de rancio sabor decimonónico, se retrotraen al enfrentamiento liberal-conservador de las guerras civiles de 1829 a 1867. Pero el presidente se siente cómodo con esa dinámica. Como escribe Jorge Zepeda Patterson, poco crítico con AMLO, “el presidente ha convertido la confrontación verbal y el hostigamiento a sus adversarios reales o supuestos en el combustible que alimenta sus afanes y desvelos”. Si bien sus políticas públicas y sus estrategias políticas (cooptación de priistas y panistas) son más ortodoxas que sus expresiones verbales, contribuyen a crear un permanente estado de crispación y ahondan las divisiones.

Mientras, Bukele se presenta como un líder joven, millennial, moderno, eficiente y con ideas creativas. Cada vez que se siente cuestionado destila autoritarismo y un lenguaje belicista. Ocurrió cuando la Sala de lo Constitucional se opuso a algunas de sus medidas, y dijo: “¿Dictador? Los hubiera fusilado a todos, o algo así, si fuera de verdad un dictador. Salvás mil vidas a cambio de cinco”. O cuando el 15 de septiembre hubo movilizaciones en las calles en contra del bitcoin como forma de pago y Bukele aseguró no encabezar un gobierno represor, pero dejó en el aire la posibilidad de incrementar la represión en el futuro: “Nunca los hemos reprimido. Fueron a luchar contra una dictadura que no existe... Aquí no hay una dictadura, aquí hay una democracia. No hemos utilizado aún… porque no sé si algún día [la comunidad internacional] van a financiar tanto que vaya a ser necesario, espero que no… no hemos utilizado ni una sola lata de gas lacrimógeno, de las que muchos de ustedes en sus Gobiernos usan a diario”.

Esta estrategia se basa en crear un chivo expiatorio, un enemigo útil (“la casta política”), sobre el que descargar la frustración social con un lenguaje agresivo y de alta carga emocional. Líderes con estas características, como el ultraliberal Javier Milei, que reunió el 13,6% de los votos en las PASO de la ciudad de Buenos Aires, apelan a la polarización y niegan la existencia de acuerdos o consensos, no sólo con la izquierda y el kirchnerismo, sino con la oposición de centroderecha, el antikirchnerismo:

“Yo no tengo ni que dialogar ni que acordar nada con inmorales porque mi planteo de la política es un planteo moral. No te voy a subir los impuestos, no voy a ir contra tu libertad, propiedad. Esto que parece tan básico, ni el socialismo de malos modales/kirchnerismo ni el socialismo cool, digamos, las palomas de Cambiemos, ninguno te lo puede asegurar. Todos han subido impuestos, han violado la propiedad y la libertad”.

El discurso belicista de Milei:

(“Lo primero que le voy a decir a la casta política de mierda, chorra, parasitaria e inútil es que jamás iré contra la propiedad privada”) es una constante de estos nuevos liderazgos, en la línea de Bolsonaro en 2018 (“En los últimos 20 años el PSDB y el PT hundieron a Brasil en una crisis más profunda ética, moral y económica”) o de López Obrador (“la corrupción se ha convertido en la principal función del poder político y el encubrimiento, la impunidad y la complicidad son el principal aglutinante de los grupos que se han sucedido en el ejercicio del gobierno, sean del PRI o sean del PAN, es lo que yo llamo la mafia del poder”).

 

(4) Cooptación del poder judicial

Para construir sin obstáculos un marco legal-constitucional favorable para los nuevos caudillos no sólo es necesario deslegitimar el adversario, convirtiéndolo en enemigo, sino también anulando la autonomía e independencia del poder judicial. Eso ocurrió en Venezuela al comienzo del chavismo, en Nicaragua la pasada década y ahora en El Salvador y Argentina. Venezuela comenzó una estrategia que le permitió a Chávez gobernar con un poder judicial sometido. En 2004, Chávez y sus aliados en la Asamblea Nacional incrementaron el número de jueces del Tribunal Supremo de 20 a 32. Además, el chavismo, que con mayoría simple en el legislativo podía renovar los tribunales, empezó a nombrar y destituir jueces. Es tal su control sobre el poder judicial que en 2021 la Misión Independiente de Determinación de los Hechos de las Naciones Unidas para evaluar sobre el terreno la situación de Venezuela concluyó que la justicia se ha transformado en una herramienta de represión gubernamental contra la oposición, y que jueces y fiscales participan activamente en detenciones arbitrarias. El informe apunta que “tiene motivos razonables para creer que en los casos analizados [los jueces] y fiscales en lugar de haber garantizado han denegado el goce de derechos a personas opositoras al Gobierno, por haber sufrido injerencia desde dentro de la jerarquía del Poder Judicial o del Ministerio Público”.

En Nicaragua, Ortega ha logrado controlar al poder judicial tras un largo proceso de cooptación iniciado en 2000, cuando firmó con Arnoldo Alemán “El Pacto” que permitió el control bipartidista –otorgando cuotas de representación según su peso político– de las tres instituciones clave del Estado: la Oficina del Contralor General de la República, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo Supremo Electoral.

En Honduras, en 2012, cuando el actual presidente Juan Orlando Hernández presidía el Congreso Nacional, el legislativo destituyó a cuatro de los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Esa misma Sala, falló en 2015 a favor de la reelección presidencial, permitiendo a Hernández presentarse nuevamente y ser reelegido en 2017. Desde muchos ámbitos de la academia y la judicatura se denunció que esa destitución suponía un acto arbitrario e ilegal por carecer el Congreso de competencias y de poderes.

En esta década, el poder judicial salvadoreño parece sufrir un proceso de cooptación por el ejecutivo. Nada más conquistar la mayoría absoluta en la Asamblea (elecciones de febrero de 2021), el legislativo, en manos de Nuevas Ideas, el partido bukelista, destituyó a los magistrados titulares y suplentes de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema y al fiscal general. La nueva Sala Constitucional, integrada por jueces designados por el partido gobernante, ordenó en septiembre de 2021 al Tribunal Supremo Electoral que permita al presidente participar en las elecciones de 2024 para un segundo mandato, lo cual no está contemplado en la Constitución, que impide la reelección inmediata.

Posteriormente, la bancada oficialista, y algunos aliados como GANA, el PDC y el PCN, eligieron a los siete nuevos miembros propietarios del Consejo Nacional de la Judicatura (CNJ). Si primero se escogió a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y después se obligó a salir a un tercio de los jueces mayores de 60 años o quienes hayan completado 30 años de ejercicio, finalmente el control del CNJ permite controlar el organismo que eleva las ternas para la elección de los nuevos jueces. Como recuerda José Miguel Vivanco, director de la División de las Américas de Human Rights Watch, “el 1 de mayo, los legisladores destituyeron y reemplazaron a cinco jueces de alto rango y al fiscal general. Esto ocurrió el primer día que Bukele contó con el control de la Asamblea. Y fue apenas el comienzo. Posteriormente, la Asamblea designó a cinco nuevos jueces, violando el proceso establecido en la Constitución y en el reglamento de la propia Asamblea. La Asamblea ya ha nombrado 10 jueces de la Corte Suprema, a pesar de que la legislación salvadoreña establece que cada nueva asamblea debe nombrar solo a 5 de los 15 jueces de este alto tribunal. El 31 de agosto, la Asamblea también aprobó reformas de ley que permiten cesar de sus funciones a jueces y fiscales mayores de 60 años. Las reformas –que replica estrategias similares adoptadas anteriormente en Hungría y Polonia– permitirían que una estimada tercera parte de los jueces del país sean removidos de inmediato. Pero la Corte Suprema, que Bukele ahora controla, podrá autorizar que algunos jueces mayores de 60 permanezcan en su cargo, por razones de ‘necesidad’ o ‘especialidad’. Es predecible que esta facultad se use para premiar a jueces leales al gobierno”.

 

(5) El renovado papel político de las Fuerzas Armadas

Estos nuevos liderazgos, sin base partidaria consolidada, buscan apoyos en otros organismos e instituciones. Una de las más importantes, por su nivel de organización y amplia capilaridad y presencia, son las Fuerzas Armadas, que no sólo están siendo utilizadas para funciones clásicas como las de la seguridad ciudadana, sino que en países como Brasil y El Salvador están cumpliendo otro papel más político.

La tentación “militarista” ya estaba presente en el régimen de Fujimori en Perú en los 90 y en el de Chávez una década después y se ha repetido en fenómenos políticos más recientes (Bolsonaro y Bukele). El brasileño, ex militar (capitán de la reserva del Ejército), sin partido propio (está enfrentado con el que acudió a las elecciones de 2018), sin una base legislativa consolidada, ha visto en las Fuerzas Armadas un aliado y una plataforma de apoyo. El número de militares ocupando cargos civiles en el Gobierno brasileño se duplicó desde que asumió como presidente en enero de 2019, pasando de 2.765 en 2018 a 6.157 en 2020. El total de militares activos y de la reserva en cargos civiles fue calculado por el Tribunal de Cuentas de la Unión. Según este organismo, si en 2019, en el primer año de Bolsonaro, había 3.515 militares en el Gobierno, su número creció un 75,2 %, hasta los 6.157 en el segundo. Respecto a 2018, último año del presidente Michel Temer, el incremento fue del 122,7%. Casi la mitad del gabinete ministerial de Bolsonaro está ocupado por militares.

Las Fuerzas Armadas han sido utilizadas por Bolsonaro en el juego político como herramienta en su estrategia de presión o amedrentamiento contra los opositores y los contrapoderes. Bolsonaro aspiraba a que el Congreso cambiara las urnas electrónicas por el voto impreso de cara a las elecciones de 2022. Para forzar la resistencia del legislativo al proyecto, en agosto sacó decenas de carros de combate en Brasilia, rodeando edificios oficiales del Congreso. La maniobra fue contemplada por la mayoría de políticos de la oposición y hasta por aliados del Gobierno como una intimidación al poder judicial y a los diputados, que ese mismo día votaban la propuesta del Gobierno.

Bukele ha emprendido un camino paralelo, al convertirse en un aliado del ejército. Impulsó la duplicación de los efectivos de las Fuerzas Armadas: de los 20.232 actuales a 40.000 el próximo lustro, para que apoyen a la Policía Nacional Civil (PNC) y se incorporen a tareas de seguridad, especialmente contra las maras (pandillas). Asimismo, en sus discursos patrioteros, Bukele llama a la unidad nacional ante la teórica existencia de un “enemigo interno”. Trata de ganarse a los miliares, impidiendo el desbloqueo de los archivos relacionados con la matanza de El Mozote (1981), donde fueron asesinados más de 1.000 campesinos.

Las Fuerzas Armadas han sido utilizadas también por Bukele para intimidar a los adversarios. En especial, como en Brasil, contra las instituciones, que ejercen de contrapeso y límite al poder presidencial. Un ejemplo de esa estrategia se produjo a principios de 2020 cuando la Asamblea Nacional, donde la oposición al bukelismo contaba con mayoría, se opuso a aprobar un préstamo de 109 millones de dólares para financiar su plan contra las pandillas. Bukele irrumpió en el Parlamento escoltado por militares y policías armados con fusiles de asalto para exigir a los diputados la aprobación del préstamo. Tras sentarse en la silla del presidente de la Cámara y orar, simuló el comienzo de una sesión plenaria. Posteriormente, ante sus seguidores, utilizó un en tono amenazante contra el legislativo: “Si quisiéramos apretar el botón, solo apretamos el botón”. Bukele admitió, más de un mes después de lo sucedido, que se trató de “una forma de presión” contra la Asamblea.

 

(6) El acoso a los medios de comunicación

Sometido el poder legislativo, amedrentada la oposición, cooptado el poder judicial, con la Fuerzas Armadas y cuerpos policiales controlados, el último escenario en el que los liderazgos autoritarios despliegan su estrategia de demolición de la institucionalidad y la cultura democrática es el control de la opinión pública y el acoso a los medios de comunicación. Los ejemplos de ese acoso ya conocidos en Venezuela (cierre de RCTV en 2007), Ecuador (aprobación en 2013 de la Ley Orgánica de Medios, muy restrictiva con la libertad de expresión), e incluso en Argentina (pelea de Cristina Kirchner con el Grupo Clarín), se dan ahora en Nicaragua y El Salvador.

En los dos años de gobierno de Bukele ha habido una práctica de acoso al periodismo, como denunció el secretario general de la OEA, Luis Almagro, cuando aseguró que el ejecutivo salvadoreño buscaba “silenciar las voces críticas”. El ejemplo más notable ha sido la expulsión del país del editor del periódico digital El Faro, el mexicano Daniel Lizárraga, a quien se le revocó su permiso de estancia de tres meses en el país. Más lejos ha ido el gobierno de Ortega respecto al diario La Prensa –un referente en la lucha contra las dictaduras nicaragüenses desde los años 20 y en especial desde los tiempos de Somoza– cuya sede central fue ocupada, su gerente general, Juan Lorenzo Holmann, detenido y congeladas sus cuentas bancarias, obligando a este medio a despedir al 60% de su plantilla.

Perú no ha llegado a esos extremos, pero el partido Perú Libre (marxista, leninista y mariateguista) por el que se presentó el actual mandatario, Pedro Castillo, promueve un proyecto sobre libertad de expresión que busca declarar de necesidad pública e interés nacional “la justa y equitativa distribución del espectro electromagnético y radioeléctrico en radio, televisión y otros medios, y la transmisión en el territorio nacional”. La propuesta considera que los medios son “un servicio público de competencia de la nación”, cuya idoneidad debe ser “protegida y promovida por el Estado”. En casos de emergencia, sostiene, el Estado puede dictar medidas de obligatorio cumplimiento para los operadores, e incluso asumir el control total de determinadas actividades. El Consejo Directivo del Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) considera que la propuesta constituye una amenaza directa a la libertad de expresión.

 

Conclusiones

Las democracias latinoamericanas llegaron “fatigadas” a 2020 y están saliendo de la pandemia no sólo debilitadas sino también acosadas. A la herencia de problemas estructurales, socioeconómicos y político-institucionales no resueltos, se ha unido un contexto económico desfavorable (pérdida del PIB per cápita desde 2014) y una coyuntura internacional adversa para las democracias con ascenso de autoritarismos como los de Turquía o Rusia o de liderazgos que cuestionan las instituciones como el de Trump. Todo ello ha facilitado la presencia en América Latina de liderazgos políticos desleales con la institucionalidad democrática, que proponen alternativas autoritarias: de concentración de poder, con presidentes-caudillos, recorte del margen de acción de la oposición y desequilibro de la balanza de poder a favor del ejecutivo en detrimento del legislativo y el judicial.

El autoritarismo está avanzando en buena parte del continente, lo que se traduce en varios fenómenos de erosión democrática tanto en gobiernos de derecha como de izquierda. Hombres fuertes, caudillos, que someten el poder judicial y el legislativo, cooptan a las fuerzas armadas y policiales, persiguen a la oposición por delitos de opinión y restringen la libertad de expresión.

El autoritarismo avanza en el continente por varias razones. En primer lugar, por la histórica y progresiva desafección de los ciudadanos latinoamericanos con las instituciones, los políticos y los partidos. Esto se ha acelerado gracias a la parálisis económica (2014-2019) y a los efectos económico-sociales de la pandemia (2020), junto con un profundo sentimiento antielitista. El fenómeno se refuerza ante el hecho de que el desencanto con el funcionamiento de la democracia ha hecho crecer las preferencias por regímenes autoritarios. En casi todos los países, las principales encuestas de opinión pública, como el Latinobarómetro de 2018 o el Barómetro de las Américas de 2019, evidenciaban, desde antes de la pandemia, una caída en la confianza hacia la democracia y sus instituciones.

El último Latinobarómetro, publicado en 2021, confirma algunas de estas tendencias: el apoyo a la democracia sigue sin alcanzar el 50% de la población y, si bien no ha continuado el deterioro ya que se ha recuperado levemente, ha sido casi testimonial (un punto porcentual). En 2020, pese a la pandemia, se detuvo la caída en el apoyo a la democracia que venía registrándose en la última década: entre 2010 y 2018 ese respaldo se redujo del 63% al 48%, para subir en 2020 al 49%. La preferencia por un modelo no autoritario no ha aumentado: viene disminuyendo muy lentamente desde que se registrara su punto más alto en 2001, un 19%, y ahora se sitúa en el 13%. Más preocupante es la indiferencia hacia el régimen democrático (27%), que alimenta a los nuevos autoritarismos. Casi un tercio de la población no se inclina por ningún tipo de régimen lo que lleva a pensar que su posicionamiento frente a la política es meramente pragmático, instrumental y posibilista, ajeno a principios o valores cívicos y de ciudadanía republicana y democrática.

Si bien el apoyo a una dictadura militar se mantiene estable desde 2018 en el 13%, el respaldo a un “gobierno no democrático” aumentó tres puntos porcentuales –del 49% al 51% en 2020–. Más de la mitad de la población estaría dispuesta a aceptar condiciones no democráticas para solucionar sus problemas, una cifra que en El Salvador llega al 63% y explicaría el “fenómeno Bukele”. Como apunta el Latinobarómetro,

“América Latina estaba pasando y continúa en un período de altos niveles de crítica a la forma como existe y se desempeña la democracia, sin que la pandemia haya mutado esas coordenadas. La indiferencia al tipo de régimen nos dice que los ciudadanos se han alejado de la política, la democracia, declarando que les da lo mismo. Esta indiferencia es parte sustantiva de la decepción por el bajo nivel, el mal funcionamiento, de la democracia en cada país”.

Las redes sociales cumplen un papel de altavoz y de amplificación de la crispación y polarización y han convertido a la política más en un campo de batalla, donde priman los símiles y términos bélicos, que en un mecanismo de resolución pacífica de los conflictos. La polarización en los extremos del espectro político se ha transformado en caldo de cultivo para la expansión del autoritarismo.

Finalmente, y como consecuencia de esta coyuntura y de la crisis de los partidos políticos, la ciudadanía busca otras alternativas para solucionar sus demandas (corrupción, problemas económicos y de seguridad ciudadana). Unas alternativas no sólo ajenas sino contrarias al sistema institucional que, a diferencia de otras crisis, han ganado fuerza y legitimidad “de hecho” entre la ciudadanía. Alternativas que juegan dentro del sistema institucional pero que persiguen acabar con las estructuras legales y constitucionales y proponen un modelo autoritario, una especie de “régimen plebiscitario” centralizado en la figura de un mandatario con alta acumulación de poder (un modelo hiper presidencialista) y un recorte de competencia y margen de acción para los contrapoderes institucionales, las oposiciones y la opinión pública.

Más que nunca, la región entra en un período en el que se va a poner en juego la fortaleza de sus instituciones democráticas, que si bien, en líneas generales, presentan falencias históricas y estructurales, son más sólidas en países como México, Brasil, Colombia o Chile que en Guatemala, El Salvador o Perú.

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