La ONU ¿nos representa?

Columna
El Mercurio, 14.08.2018
Joaquín Fermandois, historiador y columnista

El nombramiento de Michelle Bachelet como Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU traduce la buena imagen de que goza nuestro país y hasta cierto punto la nueva democracia que existe desde 1990; también, el aprecio que se tiene por la ex Presidenta tanto en las organizaciones internacionales como en los gobiernos de más diverso signo y en los grandes medios globales.

Más allá del cargo, la burocracia de la ONU estuvo animada de un sesgo antioccidental en los años de la Guerra Fría y, sin quedar inmune a los cambios tras la caída del Muro, le resta una fuerte huella en este sentido en todo lo que no es alcanzado por el poder de veto de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad. Hace no tanto tiempo tenían una predilección por zaherir las instituciones y posiciones de los grandes países democráticos. Mucha razón tuvieron los gobiernos de Reagan y Margaret Thatcher de retirarse de la Unesco, completamente manipulada por el tercermundismo radical y el marxismo; la misma tendencia asomaba en múltiples ramificaciones de la burocracia, en especial en asuntos de los derechos humanos.

Las organizaciones de la ONU -como su antecesora, la Sociedad de las Naciones- solo son eficaces cuando existe acuerdo entre las grandes potencias en asistencia a refugiados, en la pacificación en caso de conflicto, en el apoyo a la Cruz Roja, en la recopilación de estadísticas; también, como espacio concreto de negociación cuando las partes no lo pueden hacer directamente. Para ello, sin embargo, emplea a una henchida burocracia, bastante soberbia en general de cursilería cultural, con avaro espesor intelectual, con demasiada frivolidad. Como lo vierte Proust en un párrafo revelador, la frivolidad en cierto grado puede ser un capital indispensable de las relaciones internacionales, siempre que no se hunda en el marasmo de marcar el reloj, como esta atmósfera parasitaria fue descrita con genialidad en una gran novela, "Bella del Señor", de Albert Cohen, él mismo antiguo funcionario.

No es mucho lo que Chile puede hacer frente a este suprapoder funcionario. No obstante, hay un terreno más acotado donde sí nuestro país tiene una misión para acometer. Es en la CEPAL, puesta a luz por las declaraciones dadaístas de su secretaria a raíz de la muerte de Castro. En su origen tuvo alguna originalidad en torno a la figura de su fundador, Raúl Prebisch, hace 70 años; entregó ideas al debate. Después fue arrastrada por dos mareas. Una fue la radicalización de ideas, deviniendo principalmente en vocera de la teoría de la dependencia y caja de resonancia de la izquierda radicalizada (en el caso chileno, en parte porque la derecha ha sido indiferente al tema en el siglo XX hasta ahora). La otra, que tras el velo de un lenguaje políticamente correcto o de acartonamiento estéril, quedó como coto de caza de una burocracia cerrada, válida como apoyo técnico, cifras más y menos, sin fecundidad para el debate contemporáneo.

Tratándose de una institución pública financiada por los países latinoamericanos, debería ser fiel al abanico político e intelectual de la región. Como mínimo, debería representar en sus principales tendencias a la economía política del continente, si toma en serio su nombre. No se trata de intercambiar un dogmatismo por otro, simples utopías, sino de que en sus autoridades y en sus estudios también se revele todo ese amplio caudal de lo que en los 1990 se llamó "la reforma" y que a veces con dejo condenatorio se le denomina "neoliberalismo". De la agitación intelectual que provocaría en su seno podría brotar creatividad del intelecto y del debate. Es un terreno en donde Chile debería tener un papel.

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