La oreja del fascismo

Columna
El Confidencial, 07.09.2017
Jorge Dezcallar de Mazarredo, diplomático español y ex embajador en Washington

En este contexto de fanatismo e intransigencia, lo de Sabadell, por estúpido que parezca, no solo revela ignorancia: también una actitud de pretendida pureza cultural que pone los pelos de punta

En el momento en que los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils nos hacen volcar todo nuestro cariño hacia las víctimas y hacia una Cataluña hermana y golpeada por el dolor, aparece el esperpento en el Ayuntamiento de Sabadell. Resulta que el consistorio, a instancias de una concejala de ERC, la señora Montserrat Chacón, encargó a un historiador local, el señor Josep Abad, un estudio con objeto de expurgar el callejero para tener unas calles “respetuosas con la memoria histórica”. Nada que objetar a esta propuesta democrática, decidida por concejales elegidos por sus conciudadanos y que está de acuerdo con la ley de 2007 que pide retirar los símbolos y monumentos que recuerden la sublevación de 1936, la Guerra Civil y la represión franquista.

Lo malo es el resultado de la consulta, porque el informe encargado concluye aconsejando quitar los nombres de don Antonio Machado, don Francisco de Goya y don Francisco de Quevedo, entre otros, por considerar que tienen un "perfil franquista". Me encantaría que Quevedo levantara la cabeza y le dedicara a esta estupidez uno de sus cáusticos sonetos. No tendría desperdicio. Para colmo, han ido a elegir a tres ilustres exiliados del ancestral cainismo nacional, uno en la Torre de Juan Abad, otro en Burdeos y el tercero en Colliure. Yo aplaudo que se le quite una calle al general Queipo de Llano, pero ¡quitársela a uno de los mayores genios de la pintura universal! El señor Abad pretende adecuar “el callejero de Sabadell a la realidad sabadellense, catalana y mundial”, y por la misma razón propone eliminar otras calles que llevan los nombres de Dolores Ibárruri 'Pasionaria' o del general Riego, el del himno republicano, ahorcado por conspirar contra el absolutismo de Fernando VII. Como estos no son franquistas, pienso que los eliminan del callejero por ser españoles, que, como ha escrito Francesc Valls, “es de por sí el pecado original”.

Todo esto forma parte de la llegada al poder municipal de nuevas fuerzas políticas que en unos casos son de izquierda y en otros casos independentistas o antisistema y quieren acabar con la “pseudo cultura franquista” y con la “expresión de hegemonías culturales y políticas” que sienten foráneas. Por eso, ERC quiere hacer de Barcelona “una ciudad libre de Borbones”, eliminando del callejero a reyes españoles (y por lo tanto también catalanes), al igual que otras referencias a la Constitución (que los catalanes votaron masivamente), o a España y sus regiones. Pero eso, aunque a mí no me guste, hay que respetarlo si lo deciden quienes pueden hacerlo, si se hace con seriedad, conocimiento y rigor, y siguiendo los procedimientos establecidos.

Lo que no se puede escribir en un informe es que se le quita una calle a Machado por tener perfil franquista, y como supongo que el señor Abad, historiador, no es un estúpido integral, llego a la conclusión de que su nacionalismo militante catalanista le ha nublado las entendederas. Como a ese Institut Nova Historia, que afirma la pertenencia a los inexistentes Països Catalans de Cristóbal Colón, Hernán Cortés o Amerigo Vespucci. Así, sin despeinarse y sin anestesia. Y por eso apunto modestamente la idea de que el problema no es tanto el inexistente franquismo de Machado, que murió en el exilio francés huyendo precisamente del avance sobre Barcelona de las tropas de Franco, sino el fanatismo paleto del autor del poco sesudo informe. Ante tanto disparate, el Ayuntamiento de Sabadell se ha echado para atrásvdiciendo que “se trata de un informe externo, no vinculante” (menos mal) y que no se le va a quitar a don Antonio la calle que lleva su nombre. Los ciudadanos de Sabadell saldrán ganando si son capaces de tirar este bodrio a la basura, porque evitarán entrar en el libro Guinness de los récords por estupidez, a pesar de lo competida que está la categoría.

Hace muchos años, la revista 'La Codorniz' (“para los lectores más inteligentes”) propuso una fórmula consistente en no cambiar los nombres de las calles para evitar confusiones, que la gente se pierda y que las cartas no lleguen a su destino. Proponía adjetivar las calles y cambiar solo el adjetivo cuando se estime oportuno o necesario, pero manteniendo el nombre de la calle, que pasaría a ser, pongo por caso, “calle del malvado general Mola” en lugar de “calle del bondadoso general Mola”. Es una idea que modestamente me atrevo a sugerir al señor alcalde de Sabadell, aunque mi consejo es que deje donde están a Quevedo, a Goya y a Machado porque su ciudad saldrá ganando si se contagia un poco de su gloria.

A los franceses también les preocupan sus estatuas y los nombres de sus calles, llenas de referencias a Napoleón, que fue quien mató a más europeos hasta las guerras mundiales del siglo pasado. Otras están dedicadas a conocidos esclavistas, como por otra parte también fueron los norteamericanos George Washington en su propiedad de Mount Vernon y Thomas Jefferson en la suya de Monticello, ambos padres de una constitución que afirma que todos los hombres nacen libres e iguales. Es el inconveniente de juzgar otras épocas con los criterios morales propios de la nuestra. Por eso los franceses, siempre prácticos, proponen mantener las estatuas y los nombres de las calles pero con una explicación adjunta que los contextualice. Algo que ya se hace en Palma de Mallorca, donde hay un monumento erigido en memoria de “los héroes del crucero 'Baleares'”, hundido por los republicanos durante la Guerra Civil, con una leyenda que lo define como “simbol democràtic per no oblidar mai les guerres ni les dictadures”, porque no se trata de olvidar u ocultar la historia sino de evitar que se repita. Los rusos no tienen estos problemas y hablan estos mismos días de ponerle una estatua a Mijail Kalashnikov, inventor de la más eficaz máquina de matar. Imagino que la colocarán cerca de la de Félix Dzerzinski, fundador del KGB, que se levanta en una recoleta plaza moscovita.

Más complicado lo tienen los norteamericanos, que se están matando por estatuas de gente que murió hace ya 150 años. En Charlottesville, la decisión del ayuntamiento de quitar una estatua del general Lee, héroe confederado que firmó con el general Grant la rendición de los esclavistas en la guerra de secesión, ha hecho confluir sobre esa pequeña ciudad de provincias de la América profunda a centenares de racistas, supremacistas blancos y otros indeseables que ven en la derrota de los estados confederados el principio del fin del predominio blanco en los Estados Unidos. Son odios ancestrales que salen periódicamente a la superficie, como cuando nueve negros fueron asesinados en 2015 dentro de una iglesia de Charlotte (South Carolina) tras abrir fuego un blanco convencido de pertenecer a una raza superior.

Cuando todos los humanos compartimos el 99,5% de nuestro genoma, es estupidez dedicarse a exaltar el 0,5% restante, como oí un día decir a Bill Clinton. Son estas personas, herederas del odio racial del Ku Klux Klan, las que se han envalentonado con el mensaje nacionalista de Donald Trump, al que votaron en masa y con quienes él debe simpatizar, a juzgar por las dificultades que tiene para condenar sus atrocidades. Y que cuando no tiene más remedio que hacerlo lo hace con la boca chica, para contradecirse al día siguiente, avergonzando a propios y extraños con su equidistancia. Al ver lo ocurrido, otras ciudades como Baltimore se han apresurado a quitar las estatuas que aún quedan de héroes sudistas en sus calles y plazas, y bien está que las quiten si hay quienes ven en ellas un paraíso perdido y son capaces de asesinar a los que ven las cosas de otra manera, aunque yo preferiría el método palmesano. Trump es una desgracia para América porque da alas a esta gentuza, contribuye a una creciente polarización social en los Estados Unidos y anima a movimientos similares en otras partes del mundo.

Porque también en Europa hay signos preocupantes de que los fascistas levantan cabeza, como vemos en Alemania —donde se acaba de hacer una manifestación en honor de Rudolf Hess—, Austria, Finlandia, Países Bajos, Francia, Polonia, Hungría, Grecia… Países donde se abanderan marchas contra inmigrantes y refugiados, y cuyas poblaciones atrincheran sus decrecientes privilegios tras muros de exclusión. Y que aprovechan el genuino malestar social provocado por los efectos perniciosos de la globalización (que también los tiene positivos y que en todo caso es inevitable) para arrastrar votos hacia partidos antisistema que lo quieren poner todo patas arriba sin ofrecer nada serio a cambio. Que acaban con la división de poderes sometiendo el judicial al ejecutivo, como ya hacen Polonia y Hungría y como quiere hacer la llamada 'república catalana'.

Es algo muy preocupante, como también lo es el auge del salafismo yihadista, ideología totalitaria donde las haya y que debemos perseguir como se persiguen el nazismo y el discurso del odio, porque busca la destrucción física de los que no comparten sus credos. Aterran los mensajes de odio hacia los no musulmanes, por el simple hecho de no serlo, que algunos de los terroristas de Cataluña han dejado tras de sí.

Y en este contexto de fanatismo e intransigencia, lo de Sabadell, por estúpido que parezca, no solo revela ignorancia sino también una actitud de pretendida pureza cultural que pone los pelos de punta, porque la cultura es más rica cuanto más bastarda. No lo permitamos, porque es la oreja del fascismo intolerante la que está asomando tras estos fanatismos, hay que lograr que la razón se imponga a los mitos raciales, nacionalistas o religiosos, que igual da, y que la democracia venza a los extremismos. Y hacerlo dentro de la legalidad vigente, porque en una democracia violar las leyes nunca puede ser democrático, diga lo que diga la Generalitat de Cataluña.

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