Columna El Mostrador, 08.10.2024 José Rodríguez Elizondo, periodista, exembajador en Israel y premio nacional de Humanidades
El reciente ataque misilístico de Irán contra Israel confirma lo que ya dijimos. En el Medio Oriente se está desplegando una guerra de nuevo tipo, en la que un Estado empieza castigando el atentado de una organización terrorista desarrollada y termina combatiendo contra la potencia que la subsidia.
En este caso, la secuencia es más compleja que en el de las Torres Gemelas. Tras una durísima represalia contra Hamas, en Gaza, por su brutal atentado de octubre del año pasado, Israel está combatiendo contra Hezbollah en el Líbano, bombardeando a los hutíes en Yemen y ahora está en tele guerra contra Irán. Es decir, contra la gran potencia sostenedora de aquellos “proxys”.
Lo más grave es que esta guerra es crecedora y no solo a nivel regional, pues el mundo hoy es global y está encabritado. Es lo que temen los ciudadanos informados en Rusia, los Estados Unidos y Europa, cuyos padres y abuelos saben que por mucho menos hubo dos guerras mundiales en el siglo pasado.
Terror desequilibrado
Como los Estados y los gobiernos son olvidadizos, es urgente recordar que la posterior Guerra Fría no se calentó gracias al equilibrio del terror nuclear. Es decir, gracias a la existencia de un arma que podía dejar el planeta solo apto para gobernantes simios. Ese equilibrio fue la paradójica fortaleza de la paz.
A la vuelta del siglo la implosión de la Unión Soviética trajo una tranquilidad efímera. Duró hasta que el orden mundial bicéfalo de la Guerra Fría mutó en una entelequia difusa y el poder del arma total desbordó los límites del “club” original. Ahora estamos entrando a una fase de terror nuclear desequilibrado y la prueba es que Vladimir Putin ya puso el arsenal ruso en la balanza, para bloquear la ayuda de los países de la OTAN a Ucrania. Haciéndolo, abrió el debate en la Unión Europea sobre el uso de su panoplia propia.
Desde Francia, Emmanuel Macron advirtió que “las reglas del juego han cambiado” y que “Europa puede morir”. En los Estados Unidos Donald Trump ya había recuperado la tentación del aislacionismo histórico y Joe Biden, al igual que sus predecesores, tampoco tiene buen diálogo con Benjamín Netanyahu, el gobernante de Israel.
¿Es posible que, en este contexto, la tele guerra Israel-Irán sea el punto de inflexión?
Digamos que no es imposible por tres razones de alta intensidad. Una es que Irán puede tener arsenal nuclear camuflado. Otra es que Israel lo tiene, aunque no declarado. La tercera es que las doctrinas militares de ambos países son absolutas e incompatibles. La de la teocracia iraní es mística y tiene como objetivo la desaparición del Estado de Israel. La de Israel es apocalíptica, pues parte de la base de que le basta perder una sola guerra para desaparecer del mapa.
En estas circunstancias, el que misiles iraníes hayan alcanzado Jerusalén, la tercera ciudad sagrada del islam, es un indicador sensible.
Murphy en su ley
Las reacciones inmediatas dicen que Biden, pese a sus divergencias con Netanyahu, seguirá defendiendo a Israel. El primer ministro israelí, por su parte, declaró persona non grata al secretario general de la ONU António Guterres –otro indicador importante– y anunció que castigará el ataque de Irán. El presidente iraní Masud Pezeshkian respondió reafirmando el apoyo de su país a las “facciones de la resistencia” palestinas y libanesas y advirtió que “la entidad sionista será castigada pronto”.
Mientras tanto, en Corea del Norte Kim Jong-un sigue luciendo su arsenal nuclear, para aterrorizar a coreanos del sur, taiwaneses, japoneses y filipinos. De paso, en junio firmó un acuerdo secreto con Putin, definido como de ayuda mutua, asegurándose un rol de proveedor importante en un eventual tercer estallido mundial.
Otra mala noticia –y en esto también me repito– es que la normalización del arma nuclear debe decodificarse según la Ley de Murphy. Si algo pavoroso puede suceder en Eurasia, Medio Oriente y los Estados Unidos, algo parecido sucederá también en América Latina. Por eso es surrealista que los políticos más o menos democráticos de nuestra región sigan enfrascados en juegos endogámicos de poder.
Es como si creyeran que aquí el equilibrio del terror sigue vigente y no les preocupara la calcificación de las dictaduras en Cuba y Nicaragua ni la inverecunda audacia de la venezolana. Esta ya ha instalado un casus belli contra Guyana por el Esequibo, se ha jactado del “huracán bolivariano” que sufrió Chile en 2019, desconoció su amplia derrota en las elecciones del 28 de julio, es fuente de una diáspora de casi 8 millones de venezolanos y violó las leyes del asilo político con presunto apoyo del político español José Luis Rodríguez Zapatero.
A mayor abundamiento, ya tenemos un surtido muestrario de peligros macro. Imitación trumpista de un autogolpe de Estado en Brasil. Conato rarísimo de golpe militar en Bolivia. Estallidos de estirpe subversiva en el Perú y Ecuador. Ruptura de relaciones entre México y Ecuador. Injerencia de los gobiernos de México y Colombia en el Gobierno del Perú. Insultos directos entre los presidentes de Argentina y Colombia. Proyecto de desmembramiento del Perú promovido por el expresidente boliviano Evo Morales.
Como sobrecarga ecuánime, está la potenciación del narcotráfico y del crimen organizado.
El que pone las armas
En relación con lo señalado, otra mala noticia está pasando inadvertida: es el reemplazo gradual de los proveedores tradicionales de armas para los países de la región. Visto que los exportadores de la OTAN están concentrados en Ucrania, que los Estados Unidos ya no nos consideran siquiera como su patio trasero y que Israel está usando todo su stock exportable, se nos está instalando la competencia en el rubro de Rusia, China e Irán.
Ya abastecen a las dictaduras de Venezuela, Cuba, Nicaragua y también a Bolivia, que hoy no es una democracia modélica. Esto es delicado, pues –cualquiera lo sabe– quien pone los tanques, los barcos, los misiles y los drones es quien pone la música marcial en los cursos de colisión y en los alineamientos internacionales.
Visto ese paisaje, no hay que ser pesimista para asumir que, si pasamos colados durante dos guerras mundiales, será difícil esquivar las esquirlas en un eventual nuevo colapso de la paz. Por eso, ante la pregunta de qué podemos hacer para salvarnos, Perogrullo diría que lo primero es no seguir haciendo lo que hacemos.
Bajo liderazgos sólidos e informados debiéramos apuntalar las democracias, socavar las dictaduras, generar iniciativas de confianza mutua y reducir la dependencia de las armas de importación. Así podríamos soñar con una internacional latinoamericana por la paz, capaz de asumir un rol importante dentro o fuera de la aletargada ONU.