Las otras guerras

Columna
El Mostrador, 11.09.2024
Juan Pablo Glasinovic Vernon, abogado (PUC), exdiplomático y columnista

Las guerras y otras situaciones pueden tener un efecto dominó en todo el sistema, e intervenir de alguna forma puede generar mejores efectos que estar de brazos cruzados. El gran problema es que no hay ni la voluntad ni las estructuras para hacerlo.

Lamentablemente, la humanidad nunca ha estado exenta de guerras, desde los clanes hasta los Estados modernos. Durante buena parte de nuestra existencia como especie, la guerra ha sido la regla general, salpicada de treguas y breves períodos de paz. Tras la Segunda Guerra Mundial, al menos en el continente europeo se produjo un largo período de paz, que cesó definitivamente con la invasión rusa a Ucrania. Y, en el resto del mundo, digamos que fue un período más pacífico por la acción de un sistema multilateral bastante robusto, capaz de intervenir tempranamente en los conflictos e impedir su extensión. Si no era posible hacerlo, al menos existía la capacidad de aportar ayuda a los civiles, con la instalación de campamentos, atención sanitaria y alimentación.

Con el debilitamiento de este sistema y su atomización, hemos vuelto a una dinámica en que los conflictos convencionales han resurgido, con el agravamiento de que la ayuda humanitaria es cada vez más difícil de articular, precisamente por el progresivo abandono de la institucionalidad multilateral.

La guerra en Ucrania es quizá una de las más visibles, porque ocurre en territorio europeo, donde no hubo conflicto desde 1945, y porque participa una de las potencias mundiales, como es Rusia. Pero hay otras guerras que casi no tienen presencia en los principales medios de prensa, aunque están teniendo profundos efectos. Revisaremos algunos de estos casos.

Partiremos con el Sudeste Asiático y Myanmar. Este país, desde su independencia de los británicos, ha vivido una guerra interna, básicamente entre la etnia dominante, los bamar, y los otros pueblos que han querido mantener un nivel importante de autonomía. Esta suerte de guerra civil que se mantuvo dentro de ciertos márgenes por décadas, controlando las minorías ciertos pedazos del territorio del país, pero sin amenazar el predominio bamar, cambió de dinámica en los últimos años.

Lo que era un conflicto étnico, pasó a ser una guerra civil o al menos un conflicto de esa naturaleza dentro de la comunidad bamar. En efecto, tras el golpe de Estado de los militares contra el Gobierno de Aung San Suu Kyi en 2021 y su encarcelamiento junto al de la mayoría de los líderes de su partido y administración, se generó una resistencia civil que rápidamente tomó las armas.

Si bien al principio no eran más que escaramuzas que poco daño hacían a las Fuerzas Armadas, el año pasado se generó una alianza de todos los grupos antigubernamentales y esto ha significado que estas fuerzas opositoras controlen hoy quizá la mitad de la superficie del país y que la junta militar tenga cada vez más dificultades para mantenerse en el poder.

La guerra ha sido sangrienta, con decenas de miles de muertos, ciudades destruidas y más de 3 millones de desplazados tanto internamente como a los países vecinos, lo que aumenta la inestabilidad regional. India y China, que son los vecinos más grandes, miran con preocupación cómo la situación se deteriora y cómo el país se convierte en un centro de actividad criminal. Ya a fines del año pasado, la ONU consideró que Myanmar sobrepasó a Afganistán como el principal productor de opio. A eso se suma el auge de los fraudes cibernéticos y el lavado de activos.

Lamentablemente, nadie ha sido capaz de frenar las hostilidades, partiendo por ASEAN, China e India.

La prolongación de este conflicto y el enfrentamiento entre las facciones de la comunidad bamar, fortalecerá las posibilidades de las minorías de tener mayor control en sus territorios. Quizá y si cae el régimen militar, podría ser la oportunidad para reconciliar a pueblos tan diversos en el país, coexistiendo en un régimen verdaderamente federal como alguna vez fue la idea al inicio de su vida independiente. De no ocurrir aquello, Myanmar podría implosionar en miniestados de facto.

Ese escenario podría ser atractivo eventualmente para China, porque le permitiría acentuar su influencia en esos territorios, al mismo tiempo que debilitar a ASEAN. Aunque evidentemente eso debería ir acompañado de una situación de paz para no afectar a su provincia contigua de Yunnan.

En el continente africano también están en curso guerras especialmente cruentas. Sin contar aquellas contra movimientos islámicos en buena parte del Sahel, en Sudán hay una guerra civil desde abril de 2023 que, además de decenas de miles de muertos y más de 10 millones de desplazados (20% de la población), está incubando una enorme hambruna, porque las facciones combatientes no solo han destruido la precaria infraestructura y han seguido una estrategia de tierra quemada, también ha desaparecido el Estado.

Esta guerra civil, que gira en torno a dos líderes locales que buscan el poder, arriesga con extender sus efectos no solo en el continente africano sino más allá. los vecinos de Sudán son susceptibles de verse seriamente afectados, principalmente por la llegada de refugiados.

Lamentablemente, en el conflicto no intervienen solo los sudaneses. Hay también intereses externos actuando en favor de una u otra de las partes enfrentadas. En esa condición están Irán, Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Rusia, principalmente.

Considerando el deterioro general de los países del Sahel y de Sudán, esto podría generar un nuevo movimiento migratorio con destino a Europa, el que sería imposible de parar, en un contexto en que la inmigración irregular encabeza las preocupaciones europeas.

En ese cuadro, Egipto constituye un riesgo particularmente alto. Con 110 millones de habitantes, su situación alimentaria es muy precaria. Depende en casi un 90% de las importaciones y la invasión a Ucrania significó un fuerte golpe a sus finanzas, al elevar el precio del trigo, que es la fuente principal de alimentación de su población. Cualquier deterioro significativo de su economía, podría empujar a los egipcios al otro lado del Mediterráneo como única opción, ante el desastre más al sur y al oeste. Y el agravamiento de la guerra en Sudán repercutirá necesariamente en Egipto.

En Etiopía también hay una guerra civil que lleva años, especialmente en la provincia de Tigray y, aparte de los muchos muertos y desplazados, existe una inminente amenaza de hambruna para unos 20 millones de personas, por efecto de la misma guerra en combinación con sequías.

Entre ambos países, pueden impulsar el movimiento de millones de refugiados desesperados por mejores condiciones de vida, muchos de los cuales tendrán por destino natural Europa.

Un problema de las guerras desde siempre es que terceros tratan de interferir para sacar provecho. Esto no solo las ha alargado, también las ha hecho más cruentas.

Estas guerras que no figuran en la prensa occidental y que parecen remotas, pueden tener efectos desestabilizadores importantes. Eso es especialmente cierto en el caso de los conflictos africanos, al desatar eventualmente una nueva ola migratoria mucho más numerosa que la siria hace algunos años, cuyo destino preferente será Europa.

Por eso las potencias occidentales tienen que involucrarse activamente en tratar de terminar o al menos contener estos conflictos. Hacerlo sin duda es costoso y puede significar hasta la pérdida de vidas humanas, pero quedarse sin hacer nada implica muchos más riesgos.

En América Latina, aunque no haya guerras, surge la misma inquietud. El costo de no intervenir en la solución de un problema pasa a ser el contagio o el impacto de sus consecuencias.

Las guerras y otras situaciones pueden tener un efecto dominó en todo el sistema, e intervenir de alguna forma puede generar mejores efectos que estar de brazos cruzados. El gran problema es que no hay ni la voluntad ni las estructuras para hacerlo (la ONU está lamentablemente paralizada).

Se sabe cuándo y cómo comienza una guerra, pero no cómo sigue y termina, y en un mundo interconectado es cada vez más difícil abstraerse de sus efectos, no importando donde uno esté.

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