Lech Walesa, en la mira: de la gloria de Gdansk a los abucheos de Varsovia

Columna
Infobae, 15 de julio de 2017
Ignacio Hutin
  • El ex líder sindical que dio el puntapié inicial para la caída del comunismo se ha vuelto hoy una figura controvertida en su país tras una fuerte campaña en su contra del actual gobierno polaco

Lech Walesa, el 6 de julio pasado, junto al ex alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, en el acto que encabezó Donald Trump en Varsovia durante su visita a Polonia (AP)

Donald Trump sube al escenario en pleno centro de Varsovia y la multitud enloquece como si se tratara de una estrella de rock. Hay mucha gente y muchas banderas polacas y estadounidenses. Primero habla Melania Trump, la Primera Dama, por apenas unos minutos, antes de cederle la palabra a su marido. Una vez más, aplausos, cánticos, euforia entre el público. Hasta que tantos vítores son reemplazados por abucheos, por chiflidos. Alguno hasta se atreve a insultar en voz bien alta. Es que el presidente acaba de agradecer la presencia de Lech Walesa, el bigotudo de 73 años que permanece apacible en su asiento junto al escenario y apenas si hace un pequeño gesto cuando lo nombran. Quizás no escuche a la multitud que parece detestarlo, quizás no escuche nada: parece absorto, un poco cansado. O tal vez su salud le esté jugando una mala pasada porque apenas dos días más tarde sería hospitalizado por problemas cardíacos. Pero ahora el Premio Nobel de la Paz, ex presidente y símbolo de la revolución pacífica que terminó con el régimen comunista polaco, se desentiende de los insultos y hace como que presta atención al discurso de Trump. Y el discurso continúa.

A poco menos de 400 kilómetros de allí, la ciudad portuaria de Gdansk recibe turistas con sus canales y su bello casco antiguo, lo suficientemente cerca del mar Báltico como para ser un importante centro comercial pero lo suficientemente lejos como para protegerse de ataques enemigos, ataques que, sin embargo, la ciudad ha tenido de sobra. Walesa fue hospitalizado unas horas más tarde en Gdanskpero recibió el alta a los pocos días y la vida, como los discursos, continúa. Los turistas siguen deambulando junto al río, los patos siguen surcando el agua y los trabajadores siguen cruzando las rejas metálicas que separan a los legendarios astilleros del resto del universo. Sí, los astilleros aún le dan de comer a buena parte de Gdansk, aunque, claro, ya no son lo que eran. Muchos edificios han sido demolidos desde que este rincón del planeta se convirtiera en postal y el rostro de Walesa se esparciera impulsando el principio del fin. Aquí comenzó la inevitable caída del comunismo en el oriente europeo, aquí, en los astilleros que llevaban el nombre de "Vladimir Lenin", quien liderara aquella revolución de 1917. El principio y el final tienen el mismo nombre: a veces la historia puede ser curiosamente irónica.

Hoy los astilleros simplemente llevan el nombre de la ciudad y muchos de los edificios sobrevivientes están en pésimo estado. Aunque la mayor parte de la industria ya no pertenece al Estado ni a los trabajadores sino a una compañía ucraniana, sigue siendo una fuente de trabajo y un ingreso fundamental para Gdansk, además de un destino turístico: todos quieren acercarse al lugar en donde Walesa, el villano favorito del gobierno en la actualidad, se convirtió en héroe.

La década del 70 le trajo a la República Popular de Polonia importantes dificultades económicas y la necesidad de abrirse hacia occidente para recibir divisas. En los años siguientes más del 30% de los barcos construidos en Gdansk fueron vendidos a países "capitalistas". No bastó con eso para terminar con la escasez de comida y la pobreza, y pronto los aumentos de precios llevaron a las primeras manifestaciones. La dura represión del régimen en 1970 significó que en la zona de Gdansk fueran asesinadas al menos 42 personas durante las protestas. Walesa trabajaba por entonces en los astilleros como electricista y participó de esas manifestaciones como también de muchas otras a lo largo de la década hasta que finalmente fue despedido en 1976. Pocos años más tarde una buena noticia llegó desde Roma cuando el polaco Karol Wojtyla se convertía en Papa Juan Pablo II. Los cambios se avecinaban.

La puerta número 2 del astillero de Gdansk no es más que una reja en la que a veces alguien coloca flores rojas y blancas, como la bandera polaca. También hay una foto del Papa local y una bandera del Vaticano, una imagen de la Virgen, muchas placas con nombres, fechas, frases poéticas que recuerdan lo que pasó allí, cuatro tablas de madera con 21 reclamos escritos a mano. Y un grupo de turistas que sacan fotos, fotos, fotos, fotos ¿Cuántos sabrán que estas rejas grises custodian recuerdos de los días que cambiaron al mundo? Al otro lado se levanta el moderno y amplio edificio del Centro Europeo de Solidaridad, con sus paredes exteriores que simulan el metal oxidado de los barcos y sus ventanales oscuros como el Báltico durante una tormenta. La marejada es caos y miedo, pero algunos marineros saben sortearla hasta alcanzar la calma, el fin de la lucha. Y algunos capitanes además saben guiar barcos y marineros a costa en medio del rugiente vendaval. Walesa era en los tempranos 80 un capitán de tormentas.

La situación económica era paupérrima, había hambre y los precios se disparaban. El clima de descontento era generalizado y sólo faltaba una chispa que hiciera estallar la frágil estabilidad. Esa chispa se llamó Anna Walentynowicz. Con sus 50 años a cuestas aún operaba grúas en el astillero y le faltaban pocos meses para jubilarse cuando fue despedida en agosto de 1980. La excusa fue que participaba ilegalmente de actividades sindicales clandestinas. En lugar de enfrentarse a las autoridades violentamente como en 1970, los trabajadores cambiaron la estrategia y decidieron encerrarse en el astillero que les pertenecía. Pronto las puertas fueron cerradas y comenzó la huelga.

Walesa debió saltar los muros para unirse a sus ex compañeros y, a fuerza de carisma y cierta prepotencia, liderarlos. El régimen intentó censurar información, nadie debía enterarse de lo que estaba sucediendo al otro lado de la puerta número 2, nadie podía saber que había trabajadores insatisfechos o que el sistema comunista, tan utópico y generoso, simplemente no estaba funcionando. Pero el gobierno no pudo detenerlo. El 17 de agosto, a tres días de iniciada la huelga, se colocaron tablas de madera a la vista de todo el planeta con 21 demandas, entre ellas aumento salarial, garantía de seguridad para los huelguistas, el derecho  a formar sindicatos independientes, bajar la edad jubilatoria, licencia de maternidad por tres meses y día de descanso los sábados. Como hoy lo hacen cientos de turistas, un periodista occidental pasó por allí y tomó una foto con el listado de reclamos. Ya nadie podría desvirtuar el mensaje. Pocos días más tarde toda Polonia estaba en huelga y occidente miraba atentamente a los astilleros de Gdansk.

En medio de un descampado en el que probablemente se levante un shopping en un futuro cercano hay un edificio bastante pequeño. Es conocido como BHP y alberga un museo con tan sólo tres salas, un café, una tienda de recuerdos, un monumento a Anna Walentynowicz. No más que eso. Hace unos cincuenta años comenzó a utilizarse como centro de salud y seguridad del astillero Lenin. Aún se conservan cascos y letreros relativos a aquel uso original. No importa nada de eso, lo único que importa es que en el extremo de una de las salas hay una mesa larga sobre un escenario con banderas polacas a cada lado y una enorme maqueta de un barco. En las paredes hay una cruz católica y un cartel que emula otras épocas: en él se lee "21 veces sí" como exigencia de respuestas afirmativas para cada uno de los reclamos escritos en las tablas de madera. Hoy hay allí una exposición sobre la historia de la huelga y los astilleros, pero el 31 de agosto de 1980 la sala albergó un acuerdo histórico firmado por Walesa y el gobierno que permitió la creación de organizaciones sindicales independientes por primera vez en el bloque oriental. Era el principio del fin. A poco más de dos semanas de terminada la huelga se fundó oficialmente el Sindicato Autónomo Independiente "Solidaridad", más conocido por su nombre polaco "Solidarnosc", la primera organización legal opositora a un régimen comunista en Europa, y con Walesa como su presidente. Ese mismo año se inauguró junto a la puerta 2 un monumento con tres anclas crucificadas en honor a los (al menos) 42 muertos por la represión de 1970. Anclas como símbolo de resistencia, de fuerza, de estabilidad en medio de la marejada.

Eventualmente, Walesa ganaría el Premio Nobel de la Paz por liderar una revolución pacífica, con el regreso de la democracia se convertiría en el primer presidente elegido mediante el voto popular, el aeropuerto de Gdansk sería nombrado en su honor y Solidarnosc llegaría a tener casi diez millones de miembros, cerca de un cuarto de la población polaca. Ni siquiera la ley marcial declarada en 1981 y el arresto de los líderes del primer sindicato independiente detendrían el avance de una transición ya inevitable. En el mismo astillero en donde se construyeron y lanzaron a las aguas más de un millar de barcos, el comunismo ya estaba hundido. En 1989 hubo elecciones en Polonia y pronto caerían una tras otro las dictaduras de Europa oriental. A los vecinos de Gdansk aún les gusta decir que el salto al muro de Walesa fue el prólogo de la caída del muro de Berlín.Un muro y otro muro que, por más que lo intenten, nunca duran.

 

Lech Walesa, en 1982 (Getty)

Los astilleros tuvieron una transición difícil, se perdieron muchos puestos de trabajo y hubo sucesivas quiebras, cambios de mano y hasta una mudanza a la orilla opuesta del río. Es cierto que ya no son lo que eran pero aún allí se construyen y arreglan barcos. Lech Walesa, como la industria en donde se hizo famoso, tuvo una década en el gobierno muy complicada. Probablemente un simple electricista sin mayor nivel educativo no estaba preparado para ser Jefe de Estado y tal vez aquel primer sindicato independiente no contaba con la organización necesaria para gobernar un país como partido político. El carismático bigotudo cuyo rostro apareció en todos los diarios del planeta, pronto perdió apoyo y la vorágine política de los años 90 y 2000 se deglutió al mito. Su caótica gestión, repleta de desaciertos fue rematada por una denuncia que el actual gobierno y sus seguidores repiten insistentemente: Walesa, el símbolo de la caída del comunismo, fue un colaborador de la policía secreta del régimen al menos hasta su despido en 1976. Hay numerosos libros e informes que afirman probar esta conexión y las explicaciones del ex presidente han sido hasta ahora ambiguas, esquivas, entre la negación, las acusaciones y las justificaciones vagas ¿Cómo saber cuánta verdad existe en aquellos documentos del régimen comunista? Eran tiempos de propaganda, de miedo, de paranoia, censura y prisioneros políticos. Y si Walesa efectivamente colaboró con el régimen, ¿quién sabe bajo qué condiciones o presiones lo hizo? Hoy al gobierno le sirve tenerlo de enemigo mientras él se recluye en presentaciones públicas por las que cobra importantes sumas.

 

Walesa estuvo cuatro días en el hospital hasta ser finalmente dado de alta. Su estado de salud no es el mejor y su corazón carga con el peso de la historia, de una historia que es la de su vida y la de su país, la de un hombre que supo ser mito y leyenda antes de debilitarse por su propio peso. Será que nadie es profeta en su tierra. O tal vez es que los mitos murieron con la civilización helénica y al final Walesa es tan sólo un hombre cuyas contradicciones y errores no empañan el valor simbólico de aquellos años de lucha. Es por eso que estuvo en el escenario junto a Donald Trump y a los miembros más importantes del gobierno, porque simplemente no puede faltar. Tal vez los abucheos no duren para siempre.

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