Columna El Líbero, 06.05.2025 Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático y académico (U. Autónoma)
La anunciada tragedia de Ucrania
Con el precedente de las dos guerras (y genocidio) de Chechenia (1994-1996, 1999-2009), la anexión de Crimea y la intervención para la secesión del Donbás (2014), la invasión militar rusa de Ucrania (2022) puso de manifiesto las limitaciones que, “en tiempo real”, el Derecho Internacional manifiesta en lo que va corrido del siglo.
Tales limitaciones se extienden a la diplomacia “tipo siglo XX” y al multilateralismo de cumbres y reuniones de alto nivel, concebidas para captar “contribuyentes” y financiar “intervenciones humanitarias” casi siempre encargadas a la “sociedad civil internacional” (ONGs).
Si desde la caída de la ex URSS (1991) el grueso de la comunidad internacional apostó por un sistema regulado que enseguida -particularmente en el ámbito del comercio- dio lugar a la “globalización”, con toda su brutalidad la “conquista rusa de Ucrania” terminó por demostrar que -en el siglo XXI- aunque la “amenaza del uso” y el “uso de la fuerza” siguen prohibidos por el Derecho (Carta ONU Arts. 1.1 & 2.4), en la práctica “ciertos actores” con la necesaria voluntad política (y capacidades nucleares) pueden, si lo quieren, imponer su lógica geopolítica, y saltarse la normativa internacional.
En parte por la condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad (derecho a veto) y, también, por el efecto “caballo de Troya” desempeñado al interior de la U.E. por la Hungría de Viktor Orbán, en los hechos Rusia vetó la unanimidad al interior de esa -se supone- unión política y económica, que luego “trasvasó” su falta de cohesión a la OTAN y a la OSCE.
Incluso antes del impacto de la nueva política norteamericana para Europa, los organismos multilaterales fueron incapaces de detener la progresión militar rusa. En la práctica, la calculada violación rusa del Derecho Internacional resultó correcta.
Por lo pronto, en la cuestión ucraniana, el rol (por no hablar de iniciativa) de Naciones Unidas y de su secretario general ha sido -salvo mantener al día el número de refugiados y desplazados- marginal.
Ninguno de los llamados a la paz, ni las decenas de tweeters del señor Gutiérrez, ni la permanente colecta de UNICEF para “reparar la calefacción de las escuelas ucranianas”, logró proteger a un solo niño de las bombas y los misiles rusos.
Asociadamente, durante los tres años y más de conflicto, “el multilateralismo” demostró falta de convicción e impotencia. A diferencia de casos como aquel de Haití, aquellos que abogan por soluciones multilaterales no se abalanzaron a ofrecer su voluntariado. Los hechos hablan por sí solos.
La nueva normalidad en el Pacífico Occidental
El conflicto de Ucrania no es, ni de lejos, el único conflicto de lógica estrictamente geopolítica que amenaza la paz mundial. La perenne crisis del Medio Oriente, el agravamiento de la tensión entre Pakistán y la India, la “geopolitización” del Ártico Circumpolar son, entre otras, amenazas latentes para el conjunto de la humanidad.
En el Pacífico Occidental, y con el trasfondo de la creciente amenaza nuclear norcoreana, en el curso de la última década la tensión militar en el estrecho de Formosa -que separa a la tierra firme china de Taiwán- ha impuesto en un “nuevo tipo de normalidad” en esa enrome extensión de la Tierra.
El reclamo irredento de Beijing sobre Taiwán no es solo relevante para la “reunificación del pueblo chino”, sino por la proyección de aquella isla hacia el Pacífico Central. Contados desde los límites de la Zona Económica Exclusiva taiwanesa, la enorme base militar norteamericana en Guam estaría 650 kilómetros más cerca de los misiles chinos.
Un conflicto chino-norteamericano gatillado por la invasión de Taiwán tendría efectos catastróficos para el comercio transpacífico y es, entre otras razones, el por qué Estados Unidos identifica a China como la principal amenaza para su seguridad.
También, porque la reunificación de China vía “recuperación de Taiwán” fortalecería el “reclamo chino” sobre al menos dos millones de kms2 de espacios marítimos del Mar del Sur de China, ricos en recursos pesqueros (seguridad alimentaria) y minerales (gas natural) reclamados también por diversos aliados de Estados Unidos.
Sobre esto hay que volver a recordar que en 2016 la Corte Permanente de Arbitraje rechazó -a petición de Filipinas- supuestos “derechos históricos” de China dichos territorios que -además de la propia Filipinas y Taiwán- también “reclaman” Vietnam, Malasia, Indonesia y Brunei. Entre muchos aspectos relevantes, en este asunto hay dos cuestiones que merecen atención.
La primera está relacionada con la hipótesis geopolítica china de la “línea de los nueve puntos”, una construcción geopolítica que, sostenida en los antes citados “derechos históricos”, instrumentalizando fórmulas del Derecho del Mar sobre plataforma continental “más allá de las 200 millas” (CONVEMAR Art. 76), engloba cerca de 2 millones de kms2 de fondo marino del Pacífico Occidental.
En la “interpretación china del Derecho Internacional”, bajo su soberanía se incluyen archipiélagos, islas e islotes sobre los cuales alega los citados “derechos históricos”, rechazados de plano por todos los demás países ribereños. A la fecha, en varios de esos territorios el enfrentamiento con cañones de agua y disparos al aire entre naves chinos versus barcos filipinos y de otras nacionalidades son parte una “nueva normalidad”.
Trascendente es que esos enfrentamientos ocurren -en términos marítimos- en áreas cercanas a los estrechos de Malaca, Singapur, Sunda y Bali. Especialmente a través de los dos primeros, navega cerca del 40% del comercio mundial (unos 100 mil buques al año), incluido el grueso de los hidrocarburos consumidos por la propia China, Japón, Corea del Sur y Taiwán.
Se trata de miles naves que anualmente utilizan las rutas del Océano Indico, esto es, navegan desde o hacia el Golfo Pérsico, el estrecho de Bab el Mandeb y el Mar Rojo (ahora amenazado por los rebeldes Huties de Yemen) o, en el caso de los barcos de mayor tonelaje, el cabo de Buena Esperanza.
La potencial interrupción de dicho tráfico marítimo en cualquiera de los nombrados “cuellos de botella” se convirtió en asunto geopolítico que amerita “nuevas instancias de cooperación militar” en el Indo-Pacífico (del cual el estrecho de Malaca es el epicentro).
La actual cooperación estratégica en el Indo-Pacífico incluye activos de países ribereños como India, Australia, Malasia y Japón, al igual que a flotas OTAN (Reino Unido, Países Bajos, Francia). Ocurre que parte sustantiva del comercio europeo con el Extremo Oriente transita, precisamente, a través de los estrechos de Malaca y Singapur.
La “reunificación de China” y la libre navegación
Con todo, el “área más caliente” del Indo-Pacífico está en el mencionado estrecho de Formosa, que en algunos sectores tiene menos de 70 millas de ancho.
Allí, con cierta regularidad, naves de guerra norteamericanas, europeas, australianas y japonesas “testean” la voluntad de Beijing de limitar la libertad de navegación del pasaje, esto es, el cumplimiento chino de un principio básico y consuetudinario del Derecho Internacional.
A la vez, con igual regularidad, la Aviación y la Armada chinas realizan ejercicios con fuego real, considerados simulacros y/o preparativos de la invasión de Taiwán. Desde el punto de vista chino, la “reunificación nacional” es un “asunto interno”, que implica la soberanía de ambas orillas del estrecho de Formosa. Si eso ocurre -se teme- China podría limitar el derecho a la libre navegación en ese “estrecho internacional”.
En la circunstancia, con apoyo norteamericano, Taiwán está abocado a la rápida renovación de su material bélico, a un ritmo similar al ahora pleno rearme japonés. Al igual que ya ocurrió en Europa con Alemania, el otro vencido de la Segunda Guerra Mundial está, en los hechos, “facultado” para potenciar sus capacidades militares a niveles antes inimaginables y, en perspectiva, inaceptables para los firmantes del Tratado de San Francisco de 1945 (Chile incluido).
Todo esto ocurre, además, en paralelo al avance del programa nuclear de Corea del Norte que, con o sin “complicidad rusa”, es una amenaza cierta y material para todo el Pacífico Occidental, con Estados Unidos y Canadá incluidos (OTAN).
Ningún “órgano multilateral”, ningún Tribunal Internacional, ningún “acuerdo” de un ¨grupo de contacto”, ninguna “Declaración” de una “cumbre de jefes de Estado o de Gobierno” redujo, en lo más mínimo, la amenaza existencial norcoreana.
Mientras que el aislamiento (incluso deportivo) al que se sometió a Rusia después de la invasión de Ucrania movilizó la “cooperación instrumental” de Moscú con Beijing, el disimulado alineamiento de Xi Jinping con los planes de Putin aceleró la cooperación económica y militar entre importantes potenciales adversarios, especialmente entre Australia, Japón y Corea del Sur. Esta cooperación también considera la defensa colectiva respecto de Corea del Norte (y, por extensión, respecto de Rusia).
En este mismo plano hay que incluir el problema no resuelto de la soberanía de las islas Kuriles, hoy rusas, pero a las que japón no está preparado para renunciar.
La cooperación anti-China, anti-Rusia y anti-Corea del Norte en el Pacífico Occidental ocurre entre Estados con muy importantes industrias militares, las cuales hoy se concentran en la articulación de nuevas formas de “defensa colectiva”. En dicha región y en Indo-Pacífico estamos en presencia de una carrera armamentista que incluye nuevos y viejos actores. La situación es crecientemente preocupante.
Las limitaciones de facto del Derecho Internacional
Lo anterior sucede luego que la invasión de Ucrania hiciera patente que ninguna norma de Derecho Internacional puede disuadir a un país que -calculando las consecuencias- intencionadamente decida violarla.
Tratándose de un Miembro Permanente del Consejo de Seguridad, esta circunstancia volvió a evidenciar que ni Naciones Unidas, ni ningún organismo multilateral pueden, en los hechos, “imponer” el respeto del Derecho Internacional, por lo menos no a países con arsenales nucleares. Si esto siempre fue así, ahora es incluso más evidente.
En el caso de Ucrania, intervenciones como la del “Grupo de Contacto” para el “Protocolo de Minsk” (articulado por la OSCE bajo los auspicios de la excanciller Merkel) demostró cómo los “buenos oficios” (el “buenismo interesado” en el gas ruso) sirvieron de cobertura a un actor de antemano dispuesto a imponer su agenda geopolítica por sobre el Derecho Internacional. Para este tipo de actores la “diplomacia a la antigua” (reuniones de contacto en Ginebra) es una mera herramienta para “envolver” decisiones ya adoptadas.
El 2025 (el año de la reestructuración del orden mundial al ritmo de las decisiones geopolíticas del nuevo gobierno de Estados Unidos) transcurre en un ambiente de esencial incertidumbre e inseguridad.
Hoy, ni el Derecho Internacional ni “el multilateralismo” son garantías de estabilidad. Todo depende de dónde ocurre el conflicto y -tan importante como ello- qué tipo de intereses de grandes actores están en juego. Si, como ocurre en diversas regiones del Sahel, se trata de conflictos costosos en vidas humanas y la destrucción de “ecosistemas protegidos”, pero insignificantes en términos materiales para las grandes potencias, entonces allí, probablemente, el Derecho Internacional y el “multilateralismo”, con su comparsa de ONGs podrán, in extremis, subsistir.
En cambio, si se trata de asuntos geopolíticos complejos tales como la soberanía sobre posesiones estratégicas (por ejemplo, Islas Spratly con su proyección de Zona Económica Exclusiva y plataforma continental en medio del Mar del Sur de China), el multilateralismo ya no tiene cabida. Tampoco “los tribunales internacionales”.
¿Por qué? Simplemente porque actores como Rusia, China y Estados Unidos no están dispuestos a “socializar sus intereses”, ni a comprometer soluciones que les sean materialmente inconvenientes.
Este es el escenario en el que veremos cómo se implementa la nueva política norteamericana hacia el Pacífico, cuyo epicentro está, como sabemos, en la confrontación con China. En contexto, la guerra arancelaria en desarrollo es solo el primer estadio de la anunciada confrontación entre los dos países más poderosos del orbe.
El escenario de fondo es per se complejo, por lo cual está asegurado que, a partir de “incidentes que nadie desea”, en el futuro cercano asistamos a nuevos conflictos que, dependiendo de su localización, involucrarán a más o menos países.
Por todo tipo de razones, Chile debe estar atento a estas circunstancias para, desde nuestra “por default” condición de país occidental, mantener una neutralidad estratégica que, asumiendo las limitaciones del multilateralismo y del Derecho Internacional, evite que nuestro interés nacional se vea comprometido en conflictos muy complicados, muy lejanos, y en los que tenemos mucho que perder.