Columna El Líbero, 09.11.2024 Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE
Hace veinte años, con motivo del aniversario del desembarco en Normandía, decía el futuro Papa Benedicto XVI:
“A la razón enferma le parecen fundamentalismos todas las afirmaciones sobre valores imperecederos y toda defensa de la capacidad de verdad de la razón. No le queda otra cosa que el perderse, la deconstrucción, según la clave de lectura de Jacques Derrida, el cual, en efecto, ha deconstruido la hospitalidad, la democracia, el Estado y, por tanto, el concepto de terrorismo…”.
No creo que haya triunfado la “razón enferma” en los Estados Unidos. Aún estimo que el norteamericano detenta altos índices racionales que se expresan más allá de una elección. No creo que el vicepresidente electo, la inmensa mayoría de los miembros del Partido Republicano y sus votantes se hayan decantado por la deconstrucción de Derrida al elegir a Donald Trump como 47° presidente de los Estados Unidos, pero me disgusta y recelo del hecho de que, esta vez, el futuro Mandatario sea producto de la emoción o del mero cálculo político.
Me produce desconfianza que el programa no haya sido bien pensado y que encaje sus propósitos a la fuerza dentro de la institucionalidad democrática ejemplar que ha hecho grande a los Estados Unidos. Me pesa que Trump sea producto de la farándula y del exceso, que posea una visión endogámica del mundo, que sea más intuitivo y teatral que realista, que carezca de valores éticos y morales cuando desafía abiertamente la verdad. En resumen, no me gusta el riesgo de un caballo de Troya que destruya los valores sobre los cuales se ha construido la cultura occidental y lo que entendemos por decencia en política. De lo dicho, también se puede desprender que la candidata de los demócratas, felizmente derrotada por las innumerables fallas en la gestión presidencial de la que participó y por su progresismo a contrapelo de la sensatez, también me producía similar desconfianza.
Me fastidia que la elección de Trump sea producto de un grito, un alarido, un berrido, el clamor de una sociedad harta de su propio mundo político, golpeada por la inflación y la estrechez de futuro, saturada por la inmigración que golpea los puestos de trabajo menos calificados, anhelante por reconstruir las señas de identidad norteamericanas, hastiada de las aberrantes culturas de la cancelación y woke; incrédula ante el cambio climático; escéptica ante la necesidad de la guerra en Ucrania; cansada del auge desafiante de China y de diversos puntos de la agenda multilateral. Es decir, me molesta que la rabia y no una idea haya sido la que moldeó la voluntad del votante.
Produce desazón que como resultado de todo lo anterior el liderazgo del mundo occidental al que pertenecemos, quede sin rumbo, sin orientación y, peor aún, enfrentados entre nosotros mismos en el peor momento de la historia reciente, en tanto desafiados por la creciente influencia militar y económica de China o por la abierta agresión rusa y de sus aliados a los principios que defendemos. Aterra que el concepto de hospitalidad al que alude el Papa Benedicto se transforme en el cierre de fronteras y deportaciones masivas; que la democracia, la sana convivencia entre mayorías y minorías, entre puntos de vista distintos, que admite la libertad como fundamento central del juego político, y que se proyecta como leitmotiv de la acción externa para asegurar un mundo en paz, se reduzca a una irracional alineación con lo que pueda pensar u olfatear Trump. Espanta la idea de que puedan ser admisibles la renuncia a los principios de derecho que construimos durante décadas, si no siglos; o que el Estado, controlado en sus entes principales por un mismo paradigma se convierta en un mero instrumento para hacer posible que los Estados Unidos sean grandes de nuevo.
La nación del norte ya es grande por su poderío político, económico, militar, científico, cultural. Es mucho más grande que varios de los países que le siguen, reunidos. Sin embargo, sobre todas las cosas es grande porque ha sido capaz de liderar entregando a la causa de la libertad a cientos de miles de sus propios hijos, restándoselos a sus familias y a su propio crecimiento como personas y como sociedad. Estados Unidos es grande porque ha sabido dirigir al mundo libre, coordinar acciones en todos lados para evitar un mundo sin reglas o para sacar a muchos países del coloniaje o del subdesarrollo. Es el espíritu imperecedero de confianza en la libertad del ser humano como motor de su propio desarrollo, unido a una ética y moral que controle los excesos del primero, lo que ha hecho grande a los Estados Unidos.
El aislamiento norteamericano que amenaza con regresar desde el baúl de los recuerdos nos deja a todos sin aliento, aunque no lo llamen así. No puede ser que para hacer grande a los Estados Unidos nuestros productores en Chile deban ser castigados con más aranceles en una reducción dramática de la libertad de comercio, o que eventualmente se les pueda aplicar sobretasas arancelarias en virtud de las disputas geopolíticas con China.
No podemos admitir que la diplomacia multilateral, es decir, el conjunto de principios y reglas que aseguran la justicia hacia los más frágiles en este mundo, entre ellos nosotros, sea puesta en entredicho en su totalidad. Tampoco podemos consentir que la defensa de la libertad o el pleno ejercicio de su soberanía en fronteras seguras, amparadas ambas por el derecho internacional, sea meramente instrumental a las ambiciones de una administración norteamericana.
Nuestra América Latina se encuentra totalmente dividida ante el fenómeno. Cada uno de nosotros reaccionó ante el triunfo de Trump por su cuenta. Los brasileños, emitiendo un temprano comunicado de felicitación; los mexicanos, con mensajes contradictorios, primero señalando que no se pronunciarían hasta que concluya todo el proceso electoral y reaccionando en sentido contrario en menos de 24 horas; nosotros, arrastrando nuestro protocolar comunicado hasta la tarde del día 6; los argentinos, abrazándose a Trump sin conocer los resultados totales. Nos falta una voz común (o al menos mayoritaria entre los demócratas) frente a los tiempos que se avecinan. Si seguimos por la senda de los incongruentes mensajes de felicitación no seremos aporte alguno.
Confío en que la poco edificante vida personal y profesional del futuro 47° Presidente no sean más que episodios y que, una vez que Trump ponga freno a la inflación y enfile las esperanzas de la gente joven y de sus empresarios; que se alcancen algunas legítimas aspiraciones de orden en el campo migratorio; que los países aliados contribuyan más de lo que hacen actualmente para asumir su propia defensa en la OTAN; una vez que se ponga en marcha un plan para que Naciones Unidas vuelva a su objetivo principal y evite el bullying de progresistas sobre conservadores o naciones y culturas de otras sensibilidades respecto de materias que no pertenecen a la función central del organismo, pueda el señor Trump desarrollar la tarea coordinadora entre las naciones libres a la que está llamado. Vidas “desordenadas” ha habido muchas entre los mandatarios norteamericanos (Roosevelt, Kennedy) lo que no les ha impedido dejar un legado en la historia.
Confío también en el alto sentido de responsabilidad de los miembros más influyentes del Partido Republicano, entre cuyos miembros se cuentan renombrados senadores de origen latino. Aspiro a que asuman su papel y compromiso con los valores que siempre defendieron, entre ellos el de haberse jugado en su día por la abolición de la esclavitud. En los tiempos que corren, el aislacionismo en un mundo interconectado tiene que ceder a la coordinación, a la organización de un diálogo entre Washington y los países del hemisferio occidental. Los países latinoamericanos somos, en conjunto, la primera línea del encuentro entre los valores imperecederos de occidente y culturas ancestrales. Luchamos por la capacidad de verdad de la razón, en las palabras del Pontífice. Además, somos el primer destino para las inversiones del nearshoring, mercado y materias primas, sociedades que enriquecen a los Estados Unidos de hoy. Somos oportunidad y no sólo desafíos.