Columna El Mostrador, 29.01.2023 Juan Pablo Glasinovic V., abogado y exdiplomático
La política exterior en muchas dimensiones es de Estado y por lo tanto el interés superior del país se antepone a quien detenta momentáneamente el poder. En esa perspectiva, nuestros presidentes tienen como primera obligación compenetrarse de ese espíritu con la humildad necesaria para dejarse guiar por la experiencia de otros (personas e instituciones). Ganaría mucho el Presidente si convocara de verdad a un debate para consensuar una estrategia actualizada de política exterior y mientras tanto redobla en prudencia su condición de conductor de la misma.
Estando cerca del primer año en el poder del actual gobierno, ya es posible hacer un balance preliminar de su desempeño en materia de política exterior. Pero antes y para tener una mejor perspectiva, revisaremos diversos temas que inciden en esta materia.
En primer lugar, debe tenerse presente que, de acuerdo con nuestro ordenamiento constitucional, la conducción de las relaciones exteriores del país le corresponde al presidente de la República. Esta atribución, en un sistema y cultura tan presidencialistas como la nuestra hace que la impronta personal sea muy fuerte, tanto positiva como negativamente.
El Congreso Nacional, en las sucesivas reformas constitucionales, ha ido ganando atribuciones y restando por tanto discrecionalidad al jefe de Estado en política exterior, pero la estructura de competencias sigue siendo muy presidencialista.
Desde la recuperación de la democracia, todos los gobiernos le asignaron gran importancia a la política exterior, nombrando los presidentes a ministros de peso y que normalmente duraban todo el período presidencial o con pocos cambios. Una característica adicional, es que todos estos ministros fueron siempre de los mejores evaluados del gabinete (lo que cambió a partir del segundo gobierno de Sebastián Piñera), pero eso no se convirtió en una plataforma para escalar políticamente, siendo otros los ministerios con mejores réditos. Probablemente en ello influye el rol protagónico del presidente, quien cosecha los principales hitos como las visitas, la suscripción de tratados, y la participación en conferencias multilaterales, opacando a su canciller.
Por eso la política exterior suele ser tan atractiva para los presidentes, porque es fortalecimiento de su imagen en general, con un rol relativamente ajeno a la contingencia política.
Todos los presidentes previos a Boric, no solo valoraban las relaciones exteriores como una preocupación estratégica para Chile, también por sus perfiles y experiencias de vida tuvieron un importante roce internacional antes de asumir sus cargos.
Patricio Aylwin reposicionó a Chile en la arena internacional, tras el ostracismo a la dictadura, con su canciller Enrique Silva Cimma, y comenzó a negociar los primeros acuerdos comerciales bilaterales. Eduardo Frei Ruiz Tagle siguió con esa senda con Carlos Figueroa, después José Miguel Insulza y finalmente Juan Gabriel Valdés como cancilleres, insertando más profundamente a Chile en el Asia Pacífico con el ingreso la APEC y escalando a acuerdos de libre comercio. Ricardo Lagos Escobar potenció aún más la integración comercial de Chile y posicionó al país como un activo y confiable actor en los foros multilaterales. Lo acompañaron en su tarea como ministros de RREE Soledad Alvear e Ignacio Walker.
En mi opinión, estos tres presidentes tuvieron una nítida noción de la importancia de insertar a Chile en el mundo, así como un itinerario estratégico para hacerlo, profundizando cada uno lo realizado por el anterior en una notable continuidad y complementación.
Con el advenimiento de Michelle Bachelet y su alternancia con Sebastián Piñera, creo que esa dinámica se debilitó. Se siguió por ejemplo con la política comercial, pero más por inercia que por convicción y no asomó una estrategia comprehensiva para ajustar nuestra política exterior a los cambios de contexto y las nuevas necesidades del país. Más bien hubo una aproximación casuística según las sensibilidades e intereses de ambos, aunque siempre con buenos equipos y velando por mantener la buena reputación del país internacionalmente.
En su primer período, Bachelet contó con Alejandro Foxley y Mariano Fernández. En el segundo con Heraldo Muñoz como canciller. Por su lado, Piñera tuvo a Alfredo Moreno en su primer período y en el último tuvo 4 ministros: Roberto Ampuero, Teodoro Ribera, Andrés Allamand y Carolina Valdivia.
Es en este último período de Piñera en el cual se produce un cambio importante de circunstancias. En primer lugar, los cancilleres dejan de ser los mejores evaluados del gabinete y la política exterior entra a la contingencia política interna. Esto es un síntoma de la falta de una visión y estrategia compartidas.
Aunque la regla general fue que los cancilleres fueron personas de peso que concentraron la autoridad al interior de su ministerio, hubo siempre roces con los asesores del llamado “segundo piso” de La Moneda y ocasionalmente con algún subsecretario, pero cuando la rivalidad escaló, siempre se resolvió a favor del ministro. Esta dinámica se alteró durante el gobierno anterior de Sebastián Piñera, cuando el asesor Benjamín Salas se convirtió en ocasiones en un canciller en la sombra, con gran influencia sobre el presidente.
Pues bien, durante el segundo mandato de Piñera ya quedó en evidencia la erosión de la política exterior, con cada vez menos elementos compartidos transversalmente.
En la campaña que finalmente llevó al presidente Gabriel Boric al poder, la política exterior ocupó un espacio importante, muy ligado al radical cambio que se buscaba. Ahí, muy resumidamente, se proponía terminar con los acuerdos de libre comercio y concentrarse tanto política como comercialmente en América Latina. Las personas del equipo del candidato Boric se apoyaron en parte en un grupo juvenil que se conoce como “Nueva Política Exterior” que ha promovido discusiones y publicaciones para adaptar la política exterior al tiempo presente y futuro. Siendo valioso y necesario un ejercicio de esta naturaleza, especialmente frente a la falta de proyecto común, de lo que he podido leer es poco lo que podría rescatar como aporte sustantivo más allá de enunciados marqueteros como una política turquesa, de Derechos Humanos y feminista, que por lo demás no nacen ahora, sino que vienen desarrollándose hace décadas. Por lo tanto, más allá de la rimbombancia de los nombres, la verdad es que el gobierno del presidente Boric no asumió con un plan de peso en materia de política exterior. Ello ha quedado en evidencia en este casi año transcurrido, donde todo lo relevante es continuidad de los gobiernos anteriores.
Se suma a eso su propio perfil. A diferencia de sus antecesores, carece de experiencia en materia internacional sustantiva, más allá del discurso americanista de tinte ideológico.
Montó una estructura débil al mando de cancillería, con una ministra que no es de su círculo de confianza ni de la coalición preferente, que, si bien tenía más experiencia en ese mundo, venía del área de los Derechos Humanos. A Antonia Urrejola la flanqueó de dos personas del Frente Amplio: Ximena Fuentes y José Miguel Ahumada, siendo además este último un estrecho e influyente consejero del presidente.
A diferencia entonces de otras administraciones, la autoridad en el Ministerio de RREE no está claramente radicada en su ministra, la que, como se ha visto, ha debido luchar internamente por imponer sus criterios, para en muchos casos tener que ajustarse a la agenda y prioridades del subsecretario Ahumada, el “alter ego” presidencial.
A esto se suma que los asesores del “segundo piso” de La Moneda (especialmente Carlos Figueroa) comulgan generalmente con los subsecretarios y en particular con Ahumada.
Este mal diseño empeora con la participación del subsecretario José Miguel Ahumada, quien llegó a la cartera absolutamente sin experiencia en política exterior y además con un perfil muy ideológico, lo que se potencia y ha causado gran daño en nuestra política exterior, al volver contradictorias las dimensiones diplomática y económica (resaltan los casos del CPTPP y del acuerdo de profundización con la UE).
Si ya el esquema de mando en la cancillería es malo, se potencia con el propio perfil presidencial y su poca experiencia internacional. Como mencioné al inicio, es imposible disociar la personalidad presidencial de la política exterior. En ese ámbito, el presidente sigue actuando más como un diputado que como un jefe de Estado. Eso quedó de manifiesto, por ejemplo, en la CELAC con la crítica a Perú, que en mi opinión constituye una injerencia en asuntos internos en lo que un presidente no puede incurrir. También ocurrió con el bochornoso rechazo de recibir las cartas credenciales del embajador de Israel.
Como el sistema es tan presidencialista y la estructura montada por el gobierno es débil en el área, entonces no hay que extrañarse que toda la organización se contagie y bajen los controles y estándares. Por eso hemos visto una seguidilla de errores y malas decisiones que han erosionado fuertemente nuestra reputación y afectado los objetivos de nuestra política exterior.
¿Qué hacer? El presidente debe hacer cambios urgentes, que incluyen lo institucional, pero, igualmente importante, cambiar su actitud.
Por orden de prioridad, creo que el subsecretario Ahumada debiera ser el primero en salir. Como dije, no solo carece de experiencia, su obtusa actitud está desfondando la consistencia y credibilidad de nuestra política exterior. En su lugar debería asumir alguien realmente preocupado del desarrollo y de aprovechar mejor las oportunidades que tenemos en el mercado global.
Su salida eventualmente restablecería la precedencia de esta u otra ministra o ministro. Quien sea que esté a la cabeza de cancillería deberá también tener un peso propio para plantarse ante el presidente en ciertas ocasiones y hacer que siga una estricta pauta en los temas más importantes, mientras este desarrolla mayor experiencia y se compenetra con lo que significa la actuación del presidente en política exterior.
La política exterior en muchas dimensiones es de Estado y por lo tanto el interés superior del país se antepone a quien detenta momentáneamente el poder. En esa perspectiva, nuestros presidentes tienen como primera obligación compenetrarse de ese espíritu con la humildad necesaria para dejarse guiar por la experiencia de otros (personas e instituciones).
Ganaría mucho el presidente si convocara de verdad a un debate para consensuar una estrategia actualizada de política exterior y mientras tanto redobla en prudencia su condición de conductor de la misma.
Pero, aunque eso sería muy bueno, no es suficiente. Han sido tanto los tiros autoinfligidos a los pies, que corresponde la amputación en algunos puestos.