Principios y fines de la política exterior (Argentina)

Columna
Infobae, 18.08.2015
Osvaldo R. Agatiello, profesor de economía y gobernanza Internacionales (Escuela de Diplomacia y RRII de Ginebra)

Cuando Ulises y sus hombres cruzan el estrecho de Mesina, encuentran un acantilado cuya cumbre está cubierta de nubes negras y perennes. Más abajo hay una cueva, de donde irrumpe Escila, una criatura con seis cabezas de serpiente que devora a seis de ellos. Tras otro acantilado espera Caribdis, un remolino que tres veces al día sume el agua del estrecho y luego la expulsa furiosamente, destruyendo las naves y las criaturas a su alcance. Ulises sabe de Escila y Caribdis, porque lo previene la hechicera Circe, pero no se lo cuenta a sus compañeros para que la misión siga adelante. Tanto en La Ilíada como en La Odisea, Ulises resulta ser un personaje calculador, engañoso, contradictorio, pero de carne y hueso. Es que debe navegar aguas procelosas e imprevenibles, con cartografía insuficiente, calibrando el riesgo de hablar y hacer de más, demasiado poco y de ser atacado con artería. Así es la tarea del líder político.

Juan Hipólito Yrigoyen, presidente argentino de 1916 a 1922 y de 1928 a 1930, promovía una cosmovisión ética de las relaciones entre las naciones y debió haber coincidido con su par contemporáneo, el erudito Thomas Woodrow Wilson, presidente estadounidense de 1913 a 1921, quien proponía un enfoque similar, mientras mantenía, hasta abril de 1917, a su país neutral durante la Gran Guerra de 1914 a 1918. En 1921 Wilson lo invitó oficialmente a Yrigoyen a visitar Estados Unidos, expresándole: "Aun cuando las circunstancias [determinaron] que Estados Unidos tomara una posición distinta de la República Argentina [respecto de la Primera Guerra Mundial], no puedo ocultarle que los principios éticos que han servido de fundamento a [su] actitud [...] son también profesados ampliamente por mí". Tanto Yrigoyen como Wilson pasaron a la historia como idealistas inquebrantables, aunque los separaban concepciones filosóficas, jurídicas y culturales muy diferentes. Ambos procuraron orientar a sus pueblos hacia un destino ético y les ganó la incomprensión, la desesperanza y el aislamiento. Pero quedaron como símbolos del camino que queda por recorrer para que las relaciones internacionales se ocupen más de las razones de las personas que de las razones de Estado.

La historia de las relaciones exteriores de la Argentina de los últimos cien años reconoce dos visiones muy marcadas, especialmente a partir de los dilemas que introdujo la guerra en Europa. Una de ellas es la realista, tradicionalmente identificada por el neutralismo pasivo y convenenciero del presidente Victorino de la Plaza (1914-1916), la otra es la moralista, inspirada en el neutralismo principista del presidente Hipólito Yrigoyen. Hay largas y antiguas líneas de argumentación para sostener una y otra. Lo cierto es que, entre 1914 y 1916, el Gobierno del presidente De la Plaza decretó ocho declaraciones de neutralidad. Por su parte, el Senado y la Cámara de Diputados sancionaron la ruptura de relaciones diplomáticas con Alemania el 25 de setiembre de 1917, pero Yrigoyen, orgulloso de su política exterior "activa y altiva", hizo caso omiso de esa declaración, considerándola una prerrogativa de la autoridad ejecutiva. Era la misma época en que la realidad económica superaba el aislacionismo tradicional de Estados Unidos y desataba la polémica entre el intervencionismo estridente de Theodore Roosevelt (1901-1909) y la justificación mesiánica de la unión en el mundo de Woodrow Wilson.

Al segundo canciller de Yrigoyen, Honorio Pueyrredón, le tocó defender la neutralidad argentina durante la Primera Guerra Mundial, enfrentándose muy fuertemente con el (primer) embajador estadounidense en Buenos Aires, Frederic Stimson. Pueyrredón también presidió la delegación argentina a las reuniones constitutivas de la Sociedad de las Naciones en 1919 y fue uno de los vicepresidentes de la primera asamblea de 1920 en París. Las instrucciones del presidente eran estrictas: deslindar el acuerdo de la Sociedad de las Naciones del Tratado de Versalles. Por esa razón de principios, el 7 de diciembre de 1920 la delegación argentina se retiró formalmente de las sesiones en Ginebra y así la Argentina se abstuvo de toda participación en la Sociedad de las Naciones de 1920 a 1933, hasta la llegada a la Cancillería de Carlos Saavedra Lamas (1932-1938), lo que marcó un vuelco manifiesto hacia la política realista, pero enmarcada en el derecho internacional.

Las visiones pragmática y moralista se continúan hasta nuestros días y ambas se sienten plenamente justificadas por sus respectivas concepciones de la acción pública tanto en el registro y la interpretación de los hechos como en sus visiones del mundo y en las lealtades que promueven. Tanto a los moralistas como a los pragmáticos les interesa también el análisis de los hechos que nos afectaron y las lealtades que nos incumbieron para demostrar que los que están equivocados hoy también lo estuvieron ayer y por las mismas sinrazones. Sin embargo, es muy difícil analizar las decisiones políticas si no es a la luz de sus resultados y, dado el tortuoso derrotero de la comunicación pública de las decisiones de política exterior, es todavía más difícil percibir las motivaciones y las intenciones auténticas de los protagonistas.

Se trata del dilema clásico entre la moral de los fines y la de los deberes. O, en el campo de estudio de las relaciones internacionales, entre los realistas y los idealistas. Los realistas entienden que tomar decisiones en este ámbito no depende de la verdad o la falsedad de teoría normativa alguna, sino que son las variables de poder en juego las que determinan qué hacer en cada caso. Los idealistas, por el contrario, no creen que la amoralidad pueda otorgar argumentos coherentes ni a los individuos ni a los Estados, porque ser persona implica, necesariamente, ejercer criterio moral propio a través del tiempo. Además, que la moral pública se diferencie de la moral privada no quiere decir que la integridad moral de los Estados sea una fantasía.

La discusión es compleja y avanza rápidamente en la actualidad, a medida que el juzgamiento y el castigo de los delitos contra la humanidad y la protección de algunos bienes públicos alcanzan reconocimiento universal a través de instituciones intergubernamentales, como la Corte Penal Internacional, los tribunales ad hoc para el juzgamiento de graves violaciones de derechos humanos y de vigorosas organizaciones no gubernamentales que multiplican el número de partes legitimadas a intervenir en cuestiones antes exclusivamente reservadas a los Gobiernos nacionales.

Es que la discusión ética, hoy como ayer, en la Argentina y en el mundo, resulta imprescindible para enfrentar los desafíos del siglo XXI concienzudamente y así elevar el nivel de análisis, en vez de reducir problemas y soluciones a cálculos fragmentarios de costo, beneficio y oportunidad, como sugieren los realistas. La lista incluye las crisis financieras, sistémicas y recurrentes, con sus secuelas de ajustes económicos asimétricos, el crimen organizado y transnacional, que infecta el entramado político y social interno de las naciones, las migraciones transcontinentales de millones de familias en peores condiciones que durante la segunda mitad del siglo XIX, los enfrentamientos étnicos y religiosos de los que la Argentina siempre ha sido tierra de refugio, la protección de bienes públicos universales, la lucha contra el narcotráfico y el trabajo esclavo, de los que no somos extraños. Hablamos de problemas graves, reales y actuales, no de abstracciones, que nos reclaman una conciencia expandida y alerta, para no apagar la "sabiduría en medio del ruido dispersivo de la información" (Laudato si').

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