Descastados

Columna
El País, 20.01.2019
Enric González
  • John Major fue el último inquilino de Downing Street ajeno a la casta: no tenía estudios, ni dinero, ni conexiones familiares

John Major en Downing Street el 10 de abril de 1992, tras ser elegido primer ministro británico. Jim James/PA Images/ Getty Images

Nos reíamos mucho de John Major. El currículo de ese hombre parecía fabricado por un humorista. Era hijo de un equilibrista circense y al dejar la escuela, con 16 años, intentó conseguir un empleo como conductor de autobús: le rechazaron porque no superó las pruebas de aritmética. Luego fue oficinista. Más tarde se lanzó al mundo empresarial y creó, con su hermano, un taller de fabricación de enanos de jardín. Cuando se hundió el proyecto, debido a una grave crisis del sector (incluso los ingleses llegaron a darse cuenta de que poner enanos de piedra en el jardín no resultaba necesariamente elegante), pasó una larga temporada en paro. Finalmente se sacó por correspondencia el título de contable.

Major, cuyas dificultades con los números le cerraron las puertas del gremio de los autobuseros, llegó a ser ejecutivo bancario, canciller del Exchequer (ministro de Finanzas) bajo Margaret Thatcher y, tras la caída de Thatcher, primer ministro. Ocupó el mejor lugar en el peor momento: su antecesora había devastado la industria, el país sufría una recesión, la monarquía se tambaleaba (el “annus horribilis” de Isabel II), la libra se devaluaba semana a semana frente al marco alemán y los entonces llamados euroescépticos se le sublevaban continuamente en la Cámara de los Comunes. A este corresponsal le costaba mucho no caer en la tentación de utilizar en cada crónica la frase “le crecen los enanos”.

Visto en perspectiva, su mandato fue casi un prodigio de sensatez y pragmatismo. Quienes le sucedieron (Tony Blair, listo pero deshonesto; Gordon Brown, honesto pero torpe; James Cameron, torpe y deshonesto; y Theresa May, simple resto de un naufragio) tienen mucho que ver con la crisis británica de hoy. Major fue el último inquilino de Downing Street ajeno a la casta: no tenía estudios, ni dinero, ni conexiones familiares. Con un estilo muy distinto, se parecía a Ramsay MacDonald, el primer ministro laborista, hijo ilegítimo de un campesino, que mantuvo en pie el sistema político británico durante las turbulencias que llevaron de la primera guerra mundial a la segunda. Ambos habían conocido la vida real, la vida que vive la mayoría de la gente.

El origen humilde y la carencia de estudios no garantizan nada. Ahí están dos psicópatas asesinos como Adolf Hitler o Iósif Stalin para demostrarlo. O un petardo como Nicolás Maduro, que, a diferencia de Major, sí consiguió el empleo de autobusero. Pero hay algo especial en los políticos que rompen un molde cada día más endogámico: altos funcionarios para la derecha, profesores universitarios para la izquierda, y trepas de partido para unos y otros, con el denominador común del salario público. La variante empresarial (Silvio Berlusconi, Donald Trump, Mauricio Macri) no rompe el molde, más bien rompe otra cosa.

Países como Uruguay, con José Mujica (ciclista y guerrillero) o Brasil, con Luis Inázio Lula da Silva (sindicalista), han experimentado de forma reciente, con sus luces y sus sombras, algo que en Europa es ya casi impensable. ¿Podría repetirse un caso como el del canciller alemán Willy Brandt, periodista, resistente y apátrida? ¿O incluso, a nivel más pedestre, como el del presidente catalán Josep Tarradellas, dependiente de comercio? No parece probable. La política va por un lado. La vida va por otro.

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