La vida política de José Miguel Insulza

Entrevista [José Miguel Insulza]
La Segunda, 16.12.2015
  • Publicamos aquí un fragmento del libro biográfico del ex ministro y actual agente en La Haya, donde habla de su regreso del exilio y su gestión en la Cancillería por el diferendo de Laguna del Desierto

A las pocas semanas de llegar a Chile, después de 10 años en Washington, Álvaro Peralta y Enzo Pistacchio convencieron a José Miguel Insulza de hacer un libro sobre su vida política. Fueron casi cuatro meses de largas conversaciones, anécdotas, reflexión política y recuerdos familiares. Del resultado, Hombre de Estado, ofrecemos aquí un fragmento del Capítulo I, Transición y Política Exterior.

PLEBISCITO Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA

—¿Estuviste en el plebiscito?

—Claro que sí. Llegué a Chile en marzo de 1988, terminando así mi exilio. Venía con un sabático del CIDE, me correspondía un año, pero como era el director del Instituto, sólo me dieron seis meses. En ese periodo me vinculé intensamente a la actividad de la campaña del No y fui apoderado general en un recinto de La Reina, el 5 de octubre, hasta muy tarde esa noche. No tenía entonces un cargo dirigente, era uno más de los muchos que estuvimos en esa gesta democrática. Siempre pensé que ganaríamos, porque veía a la gente en la calle y el ambiente de optimismo y esperanza era mucho mayor que el temor a lo que la dictadura podía hacernos.

—¿Algo que recuerdes de ese día?

—Algo del día siguiente. El 6 de octubre, a pesar de haber celebrado hasta muy tarde, me tuve que levantar temprano para terminar y enviar a Nueva York por fax (sólo había uno conocido, en Telex-Chile), un artículo que habíamos escrito con Juan Somavía. Eran como las 7 de la mañana y pude ver el mejor rostro de nuestra victoria: las asesoras del hogar que barrían la puerta de las casas, los recogedores de basura, los repartidores de diarios, que se abrazaban todos unos con otros, diciendo "ganamos, ganamos". Ahí no había nadie del Sí. Todavía me emociona recordar esos instantes, los más hermosos de mi regreso a Chile.

—¿Después te fuiste de nuevo a México?

—Sí, partí corriendo, porque nació cuatro días después mi hijo Daniel. En los días siguientes iba a anunciar mi salida del Instituto, para volverme definitivamente a Chile.

—Y regresaste a Chile a trabajar con Juan Somavía, hasta hace poco director de la OIT.

—Juan es un muy buen amigo y apenas le conté que me volvía definitivamente a Chile, me invitó a trabajar en la Comisión Sudamericana de Paz, una ONG que él había formado hacía algunos años. Ya habíamos trabajado durante el periodo del plebiscito y después lo haríamos en el Programa de Relaciones Exteriores para un futuro gobierno de la Concertación. Luego, en una relación laboral más formal mantuvimos ese buen entendimiento.

—¿Era candidato a canciller?

—No era "candidato", pero yo esperaba que Juan fuera el primer ministro de Relaciones Exteriores de la democracia; él nos había reunido, organizado e inspirado para esa tarea y muchos éramos parte de su equipo. El Presidente Aylwin tuvo otra idea y nombró a Enrique Silva Cimma. Juan se fue a Naciones Unidas donde fue el primer embajador del Chile democrático en sentarse en el Consejo de Seguridad. Estuvo en la ONU casi diez años y luego postuló a la dirección de la OIT, el primer chileno que llegó a dirigir un organismo internacional de esa envergadura. Reelegido dos veces más, renunció voluntariamente el año 2014. Igual que en la Concertación, dejó ahí un legado permanente. Hoy, cuando el tema de la desigualdad adquiere cada vez más importancia, todos reconocen el derecho a un "trabajo decente" o la aspiración de contar con un "piso de protección social". ¿Sabrán que esos conceptos fueron creados por Juan Somavía en la OIT?

—¿Cuáles fueron tus nuevas responsabilidades?

—Me había vinculado a los temas de cooperación internacional, dada mi experiencia de gobierno en los 70. Sergio Molina e Iván Lavados sugirieron a la Cancillería que me designara como coordinador entre el ministerio y la nueva Agencia de Cooperación (que estaría en Mideplan). Me designaron embajador para la Cooperación Internacional y luego me instalé, por sugerencia de Augusto Aninat, en la Dirección Económica de la Cancillería, siendo más tarde director de Asuntos Económicos Multilaterales.

—¿Y la política?

—En paralelo me dediqué mucho al PS. Era militante activo en un periodo de mucha efervescencia, trabajando en la Comisión de Relaciones Exteriores y en el esfuerzo colectivo por refundar el Partido Socialista. No olvidemos que al retorno a la democracia el partido era aún ilegal; muchos militaban en el PPD y se discutía mucho si se fusionaban ambos esfuerzos. Finalmente, como sabemos, una parte de los socialistas optó por el PPD y la mayoría fue a refundar el partido.

—¿Tuviste doble militancia?

—No. Aunque, como todos, trabajé con el PPD al volver a Chile, nunca me inscribí legalmente en ese partido. Ello me permitió ser uno de los cien firmantes requeridos para inscribir el Partido Socialista de Chile. Claro que mi actividad política se redujo un poco en 1992, no tanto por mi trabajo, sino porque emprendí una tarea pendiente, común a muchos exilados: sacar mi título de abogado. Yo di mi licenciatura antes de ir a estudiar a Estados Unidos el año 1969. Tenía mi memoria y mi examen de grado, pero no había hecho la práctica que se requiere para obtener el título de abogado. Cumplí con mi práctica y saqué mi título a fines de 1992. Fui el más viejo en la ceremonia de juramento.

—¿Cómo siguió tu reinserción?

—A comienzos del 93 se elegía el Comité Central del PS. Tenía bastante asegurada mi elección en él. Opté, sin embargo, por una cosa distinta, que fue postular a la presidencia del Regional Metropolitano. Mi decisión fue vista con sorpresa, la campaña fue reñida y el escrutinio aún más complicado, pero fui elegido. En esa época los regionales estaban muy devaluados. No eran muy conocidos. Creo haber ayudado a empezar una época en que se les dio mayor importancia y en un momento en que comenzaba la campaña presidencial.

—En ese contexto de participación activa en el PS, llegas al gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle como subsecretario de Relaciones Exteriores.

—Había trabajado más de una década en un alto nivel académico; había estado antes en la Cancillería; había participado en el programa de Aylwin y luego dirigido, con Pilar Armanet y Eduardo Aninat, la elaboración del programa internacional de Frei. Y tenía la experiencia política de haber vivido fuera de Chile en mis años de exilio. Había también un componente político. Era propuesto por el PS para ocupar ese cargo, el segundo más importante en el área internacional. Hubo otros candidatos, pero el Presidente Frei me nombró a mí. Pero ese cargo no tenía funciones políticas de alto nivel en el conjunto del gobierno. Mi participación con un alto perfil político vino después. Como subsecretario solo estaba en mi función y no en el Comité Político.

COMIENZOS DIFÍCILES Y BUEN RESULTADO

—¿Conocías al Presidente Frei Ruiz-Tagle?

—Conocía al Presidente Frei desde la universidad, porque él había sido delegado de la Escuela de Ingeniería a la FECh; como yo era dirigente de la FECh, ahí nos conocimos. Pero no podría decir que éramos amigos, sino sólo conocidos; alguna vez en los sesenta jugamos baby fútbol; él con sus hermanos, tenía un equipo llamado los Queremos Sangre; yo jugaba con algunos amigos, Marco Antonio Rocca, José Manuel Salcedo y otros.

—En la Cancillería te encuentras con Carlos Figueroa, a quien Frei había designado ministro de RR.EE. ¿Cómo te relacionas con él?

—Fue una gran experiencia y una buena relación, que dura hasta hoy. No había estado mucho antes con Carlos, pero creo que formamos equipo de inmediato y nos entendimos siempre en todo. Recuerdo su primera lección, en realidad la primera pregunta que me hizo: "¿Tienes claro que aquí hay un solo ministro y un subsecretario?". Lo tenía muy claro: siempre he pensado que los gobiernos, para funcionar bien, deben tener una organización jerárquica clara. Creo que jugué mi papel de segundo con la mayor lealtad. En esos meses y en los años siguientes, tanto las muchas veces que nos encontramos en el Gobierno, como después, nuestra relación fue transformándose en una gran amistad que perdura hasta hoy.

—Ser subsecretario debe haber significado para ti un hito en esa vida nómade que habías llevado.

—Habían sido muchos años en diferentes frentes. No solo en lo político, sino también en lo profesional, en que salté de la Facultad de Derecho a los estudios en Flacso, a dar clases en la universidad, a mi programa de máster en la Universidad de Michigan, a director de Cooperación, a la Cancillería, al exilio, a Italia, al CIDE en México, de vuelta a la Cooperación, a los temas económicos internacionales. Tal vez por eso extrañaba mi trabajo en México: era el trabajo en que había durado más tiempo en mi vida. El CIDE me había dado la estabilidad que buscaba y ahora quería lo mismo.

—A poco andar, de subsecretario pasaste a ser ministro de Relaciones Exteriores.

—La vida, muchas veces, transcurre de manera distinta a lo que uno tiene pensado. A los seis meses se produjo la primera crisis de gabinete; sale Germán Correa de Interior y Carlos Figueroa (recién evaluado como el mejor ministro del nuevo Gobierno), pasa a ejercer como ministro del Interior y jefe de Gabinete. El Presidente Frei, con quien yo había desarrollado una buena relación en esos seis meses, me designó entonces titular en Relaciones Exteriores.

—¿Fue fuerte el cambio de roles?

—Al comienzo pareció perfecto. Imagínense: comenzaba la Asamblea General de la ONU y, menos de una semana después de asumir el cargo, ya estaba hablando ante ella. Al regresar a Chile tuve que partir casi de inmediato a Roma, acompañando al Presidente a la beatificación del Padre Hurtado. Pero mi integración fue fácil, porque ya venía de ocupar la Subsecretaría y nos preparábamos para el futuro, especialmente nuestro ingreso a la APEC.

—Parece cuento de hadas: discurso ante Naciones Unidas y bendición de Juan Pablo II.

—Sí, pero a los pocos días de volver a Chile, el clima cambió por completo. El Tribunal Arbitral designado por Chile y Argentina para decidir la controversia pendiente por Laguna del Desierto —uno de los únicos dos temas de límites que quedaban abiertos con Argentina— decidió adjudicar la totalidad de ese territorio a Argentina.

—Primera crisis...

—Desde luego presentamos un recurso de revisión, el único disponible, ya que el fallo era inapelable. Pero al mismo tiempo, después de consultar con el Presidente Frei, decidimos anunciar que acataríamos el fallo si el último recurso no nos favorecía.

—¿No era mejor esperar?

—No podíamos esperar. Había un tratado pendiente sobre Campos de Hielo Sur, que cubría un terreno mucho mayor y queríamos que se aprobara pronto. Además, el tribunal lo habíamos creado de común acuerdo y habría sido impresentable que un país apegado al derecho como el nuestro lo rechazara. Hasta los sectores de derecha entendían que un rechazo no tendría ningún sentido. Una de las impresiones que se llevó el tribunal cuando visitó la zona en litigio, fue que el acceso desde Chile era muy difícil, con trayectos a caballo y a pie; mientras que desde Argentina se llegaba en camioneta casi hasta el borde de la Laguna. No sé si eso habrá influido sobre la decisión; pero lo que estaba claro era que si nos resistíamos a acatar, Argentina podía ocupar fácilmente el territorio y tendría además el derecho internacional de su lado. Acatar el fallo era lo que correspondía y lo que convenía; y así lo hicimos.

—¿Qué reacciones hubo?

—El Consejo de Seguridad Nacional apoyó la decisión del Gobierno y el Congreso también, después de varias sesiones a las cuales tuve que concurrir para explicar una y otra vez nuestra postura. Con eso quedaba saldada la cuestión desde el punto de vista institucional, pero por cierto, grupos extremos nacionalistas siguieron protestando. Todavía guardo unos papelitos que lanzaron en los patios de la Cancillería (entonces era el ex Congreso) que decían: "¡La Patria no se vende! ¡Insulza debe renunciar!". Yo recién venía llegando y ya pedían mi renuncia.

—¿Qué hiciste?

—Viajé de inmediato a Argentina y acordamos con el gobierno del presidente Carlos Menem, y el canciller Guido di Tella, avanzar de inmediato en Campos de Hielo. El Tratado pendiente enfrentaba fuertes resistencias en ambos Congresos. Pasaríamos más de tres años discutiendo recursos por un lado y negociando la aprobación por otro. El Tratado sufrió algunas modificaciones, pero finalmente se ratificó en ambos países. El 85% de los 16.800 kilómetros cuadrados de los Campos de Hielo Sur quedó para Chile y el resto para Argentina, quedando una pequeña extensión, que nunca ha sido explorada y que eventualmente deberá ser decidida por las partes. Lo importante, sin embargo, es que afirmamos nuestra soberanía sobre gran parte de ese territorio y, además, concluimos las controversias territoriales con Argentina, que nos separaban hacía mucho más de un siglo.

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