Apuntes sobre el terrorismo ecuánime

Columna
El Líbero, 13.06.2022
José Rodríguez Elizondo, periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021
Lo que define la categoría de los líderes es su capacidad para superar los traumas del pasado, con vista hacia un mejor futuro para el país

Como presunto analista transversal, suelo recordar una paradójica observación de Santiago Carrillo, ese jefe comunista español que transitara desde el stalinismo al eurocomunismo. No tengo claro si se la escuché en una conocida tertulia política madrileña o en alguna socialización diplomática. En todo caso, fue a inicios del gobierno de Felipe González y me quedó grabada por su realista complejidad:

“En política uno a veces se equivoca por tener la razón demasiado temprano”.

La última vez que me autoapliqué esa perla de sabiduría, fue para el “estallido social”, que después pasó a reconocerse como “estallido de la revuelta”. A mi juicio, la destrucción simultánea de treinta estaciones del Metro -joya de la República- desbordaba ampliamente las calificaciones mediáticas y políticas circunscritas a la violencia. Me pareció que, en cualquier parte, eso era terrorismo puro y duro y que se orientó a liquidar el debilitado gobierno de Sebastián Piñera.

Por diversos motivos, ese espectacular evento tendió a difuminarse como parte de la violencia vandálica y el gobierno no lo definió como debía. Inevitablemente me asaltó, entonces, un segundo recuerdo. Una reunión de pauta en la revista peruana Caretas, a inicios de los años 80, con el director Enrique Zileri emitiendo un precoz dictamen sobre las acciones de un emergente Sendero Luminoso en Ayacucho. En Lima no lo captaban, dijo, pero aquello era terrorismo y lo puso al tope de nuestra agenda. Contrariaba, así, la reticencia del gobierno de Fernando Belaúnde, para quien se trataba de actos cometidos por delincuentes serranos o “abigeos”.

Cuarenta años después, me conmueve escuchar que, para nuestro gobierno, lo que hoy está sucediendo en la Macrozona Sur -acciones incendiarias, tomas de terreno, bloqueo de carreteras, secuestros, asesinatos y sabotajes de grupos armados- son actos de “violencia rural”.

 

Historia transversal

Cualquier prójimo sensato, con edad para tener memoria, sabe que las versiones actuales del terrorismo regional son secuela del fracasado “foco guerrillero”, promovido por Fidel Castro y de su correlato sesentista: la dura -a veces cruel- represión contrainsurgente de los regímenes dictatoriales amagados. A continuación, algunos casos y tópicos sobre esa interacción perversa.

En Bolivia, Ernesto «Che» Guevara, en el diario de su última aventura, consignó la necesidad de aterrorizar a los campesinos que no lo apoyaban en su lucha contra la dictadura del general René Barrientos. En Brasil, el fenómeno explosionó con fuerza en la dictadura militar del general Arthur da Costa e Silva. Su teórico era el excapitán y excomunista Carlos Marighella, autor del Minimanual del guerrillero urbano. Allí enseñaba, entre otras cosas, que “el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar”, para lo cual “es esencial la importancia de los fuegos y la construcción de bombas incendiarias”. En la Argentina del dictador Juan Carlos Onganía, el terrorismo surgió desde una profunda agitación social, con epicentro en Córdoba. Hubo atentados de proto-organizaciones de derechas e izquierdas, que se fogueaban para el gran terror estatal de los años 70, que presidiría el general Carlos Rafael Videla.

Pero, ese terrorismo no emergió sólo contra las dictaduras. En el Perú, se incubó bajo la “dictablanda” del general Francisco Morales Bermúdez, para debutar, emblemáticamente, con la destrucción de las ánforas en las elecciones de 1980. En Venezuela, grupos castristas aliados con comunistas disidentes liderados por Teodoro Petkoff, se alzaron contra los gobiernos del patriarca socialdemócrata Rómulo Betancourt y de sus sucesores. Su suerte sería dispar: mientras Petkoff se socialdemocratizaba y lideraba un partido sistémico, otros sobrevivientes se convirtieron, según satírico apunte de Régis Debray, en una banda de «samurais cesantes». En Colombia, la histórica violencia política de liberales y conservadores mutó en acciones terroristas, de grupos guerrilleros y represores paramilitares, que catalizaron la omnipresencia de los narcotraficantes. En Chile, mientras el MIR ejecutaba «acciones directas» y “expropiaciones” durante el gobierno democratacristiano de Eduardo Freí Montalva, terroristas variopintos se activaban por reflejo. Unos, de extrema izquierda, asesinaron a Edmundo Pérez Zujovic, ministro del Interior. Otros, de extrema derecha, asesinaron al general René Schneider, comandante en jefe del Ejército. Fueron los heraldos del golpe militar de 1973 y de la DINA, su apéndice terrorífico.

 

Alerta para príncipes

Esa sinopsis muestra un terrorismo regional transversalísimo. De derechas, izquierdas, rural, citadino, civil, militar, del sector público, del sector privado, de admiradores de Hitler y nostálgicos de Stalin.

Por lo mismo, se ha aplicado, de manera ecuánime, contra dictaduras y democracias y solo se homologa en su metodología: “la inducción del pánico social, mediante altas dosis de violencia, para conseguir un objetivo político”. Así la definimos en edición especial de Caretas tras aquella reunión de pauta.  Pese a su amplitud, tal definición dejaba en claro que el terrorismo nunca conduciría a una transición democrática.

Riesgosas son, por tanto, las razones de los demócratas para soslayar su existencia. En el caso peruano, se debió a que el presidente Belaúnde vaciló en emplear la fuerza legítima del Estado, en cuanto víctima del golpe militar de 1968. En Chile, porque muchos de quienes apoyaron al presidente Boric arrastran una fuerte carga ideológica, con resabios del castrismo y del anarquismo, que los hace antagónicos con policías y militares. Son quienes siguen remitiendo su victoria al “estallido” de 2019, califican como “presos políticos” a procesados por la justicia e identifican el empleo de la fuerza del Estado como “criminalización” de las protestas.

En el caso peruano, fue trágico el retardo en el sinceramiento con la realidad. Cuando la fuerza legítima del Estado entró a actuar contra Sendero Luminoso, lo que se produjo fue una pavorosa guerra interna, con más víctimas que las guerras internacionales del país. Un intelectual militar de la época me advirtió que, técnicamente, Sendero y el Estado habían llegado a un “empate estratégico”.

Todo lo cual confirma dos advertencias de Nicolás Maquiavelo a su Príncipe, escritas hace más de 500 años: “las guerras no se evitan aplazándolas” y “es defecto de los humanos no preocuparse de la tempestad cuando reina la calma”.

Es que, en rigor, la política democrática de Estado no se reduce a prevalecer ni a administrar. Lo que define la categoría de sus líderes es su capacidad para superar los traumas del pasado, con vista hacia un mejor futuro para el país.

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