Brasil: ¿Y ahora qué?

Columna
Realidad y Perspectivas, N*110 (octubre 2022)
Fernando Schmidt Ariztía, exsubsecretario de RR.EE. y exembajador en Brasil

Mientras el mundo observaba con voluntarismo el posible triunfo de Lula en las elecciones en Brasil, sus resultados dejaron una sensación de victoria para nadie, aunque Lula –y no el Partido de los Trabajadores (PT)– se haya hecho con el Poder Ejecutivo.

En la elección más polarizada desde 1945, sólo cuatro estados federales de 27 eligieron un gobernador claramente “lulista” y, otros cuatro, a políticos que pertenecen a partidos que le apoyaron. La combinación de fuerzas oficialistas y de centro se hicieron con los restantes 19 gobiernos federales. En el Legislativo también se fortalecieron los partidos “bolsonaristas” y los críticos de Lula: de los 513 miembros de la Cámara, estos últimos suman 371 escaños. En el Senado las fuerzas que recelan del presidente electo rozan los 60 escaños de un total de 81.

Peor aún, el resultado del segundo turno dejó al electorado partido por la mitad después de una campaña llena de descalificaciones y pocas proposiciones serias de gobierno. En la segunda vuelta, mientras el apoyo a Lula subió en 4,7 millones de votos, el respaldo a Bolsonaro se incrementó en casi 8 millones que lo dejaron a apenas 2,1 millones de votos para ganar la Presidencia. Es decir, nada para un país de 156,5 millones de electores. Esta es la diferencia más estrecha desde el advenimiento de la democracia. A ello se agrega la segmentación regional entre un “lulismo” afincado fuertemente en el Nordeste y determinados segmentos urbanos e intelectuales, y un “antilulismo” que se hizo fuerte en el sur, sureste y centro oeste.

Ante este complejo panorama, el primer desafío del Ejecutivo que asumirá el 1 de enero del 2023 será asegurar la gobernabilidad brasileña. El presidente electo ya dio un primer paso al afirmar que este no es un triunfo suyo, ni del PT o de los partidos que le apoyaron; que va a gobernar para 215 millones de brasileños y no sólo para los que votaron por él; que retomará el diálogo con el Legislativo y el Judicial para reconstruir la convivencia republicana. También los presidentes de la Cámara de Diputados y el Senado, firmes partidarios de Bolsonaro, abrieron las puertas al diálogo en su mensaje de felicitación al presidente electo.

Esta es una primera señal. Falta ahora que Lula asuma como propio un programa de gobierno que en muchos aspectos es de continuidad (reforma administrativa, consolidación de las privatizaciones, pacto de la Unión, etc.) y que le garantizará los respaldos que necesita en el Congreso. Falta que se deje definitivamente atrás el lenguaje de guerra civil que no comenzó con Bolsonaro, sino con el propio Lula y el PT hace años atrás, cuando calificaban a sus opositores de “enemigos del pueblo”, o llamaron a la “guerrilla en las redes”, o propusieron la “censura progresiva” para el “control social de los medios”. Es decir, la misma retórica que con Bolsonaro se transformó en “enemigos de la patria”, o la organización del llamado “gabinete del odio” y un ataque pertinaz a los medios y periodistas que no encajaban con sus ideas.

Falta que haga de su gobierno el más transparente de la historia de Brasil, ajustando las leyes que haya que abordar y dejando en el camino intereses de connotados caciques políticos. Sólo así se sacará de encima la pesada mochila de la amplia corrupción durante las pasadas administraciones del PT, que fueron instrumentales para un proyecto político de alcance continental. En el fragor de la batalla jurídica por su liberación, Lula no fue declarado inocente, sino apenas “inocentado”.

Falta que asuma sin banderas la integración regional, y que las coyunturas ideológicas pasajeras no obnubilen el real papel de Brasil en América Latina.

Falta que el propio Bolsonaro comprenda que su tremendo capital político puede preservarse en tanto asuma posiciones republicanas; que lo importante es emprender y ayudar a que prosperen las varias reformas que dejó encaminadas; que las fuerzas políticas que le apoyaron son volubles y se mueven por su propio olfato e interés y no por lealtades, y que tiene –al igual que Lula– un tiempo limitado en política. En el fondo, que no saca nada con movilizarse e inducir a otros al modo de Trump.

Pienso que todo esto es posible. Creo profundamente en Brasil y en la solidez de sus instituciones. Lo demostraron unas elecciones impecables para el tamaño del desafío y las circunstancias que lo rodeaban. Creo que el mismo poder fragmentado que resultó de las elecciones no deja demasiado espacio a aventuras ideológicas. Creo que sus Fuerzas Armadas, aunque han sido coqueteadas en aras de salidas de fuerza no van a caer en esa tentación. Creo en su mundo empresarial lleno de energías y en los técnicos que han llegado de otras tiendas políticas para sacar adelante a Brasil. Pero fundamentalmente creo en la moderación de su opinión pública y en que el ancestral espíritu pragmático del mundo lusitano se va a imponer por sobre el tan ibérico espíritu numantino.

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