Chile y la crisis de los paradigmas occidentales

Columna
El Líbero, 19.12.2021
Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático e investigador (U. Autónoma-AthenaLab)

Recurrentemente los chilenos hemos intentado definirnos en función de algún modelo externo. Ninguno de ellos encuentra arraigo en nuestra idiosincrasia diversa, propia de una sociedad que es resultado de siglos de un mestizaje específico y especial.

Prácticamente sin pena ni gloria ha transcurrido la Cumbre por la Democracia organizada por el gobierno de Joe Biden, en la cual, se entiende, también participó el gobierno chileno. Todo indica que, al igual que en nuestro país, en el mejor de los casos en Iberoamérica el impacto de este evento global ha sido moderado.

Lo anterior no solo tiene que ver con la división casi ideológica que hoy impera en nuestra región, sino que con el desgaste de la relativa autoridad moral que la democracia norteamericana ejercía hasta la asunción de Donald Trump. Más allá de sus reformas económicas y su intento de realineamiento global, el comportamiento estrambótico del propio presidente y muchos de sus cercanos (investigados y documentados en detalle por la propia prensa norteamericana), así como la guerra sucia entre conservadores y demócratas (escenificada para la televisión en el Congreso) terminaron por causar un daño estructural al prestigio de Estados Unidos. El corolario lo constituyó el hollywoodense asalto al Capitolio a cargo de una turba de seguidores del señor Trump cuando se realizaba la ceremonia de verificación del triunfo electoral del señor Biden. Un episodio con personajes del canal Comedy Central.

Para el observador externo, todo indica que esta es la nueva democracia norteamericana, resultado de un país profundamente dividido entre conservadores y liberales demócratas, entre gentes del norte y del sur, entre los modos de vida de la costa Este versus la costa Oeste, entre caucásicos y minorías (los afroamericanos, latinos, asiáticos, etc.), entre ricos (aquellos que hicieron realidad el sueño americano) y pobres (aquellos abandonados por la Gracia de Dios), entre personas con educación universitaria y los sin educación completa (algunos programas de televisión tienen entre sus segmentos espacios para ilustrar cuán ignorantes son sus ciudadanos).

En Europa la Cumbre por la Democracia tampoco logró generar entusiasmo. Para los europeos -que no cuentan ni con una política exterior ni con una política de defensa común-, los titubeos norteamericanos en relación geopolítica con Rusia y la intervención de este país en Siria y Ucrania, parecen ser interpretados como síntomas de una crisis de identidad del liderazgo de Estados Unidos. La incumplida “línea roja” de Barack Obama en Siria (y el posterior tsunami de refugiados sobre Grecia y otros países europeos), y el aislacionismo practicado durante la administración Trump (escenificado a fines de 2019 durante una tragicómica reunión de la OTAN), son, entre otros, signos inescapables de confusión política.

La administración Biden no ha logrado curar las heridas de la relación transatlántica dejadas por su antecesora, que, en el concepto de sus aliados europeos, constituyó un “olvido imperdonable” de los sacrificios hechos por muchos de ellos en las ampliamente impopulares guerras en Irak y Afganistán que siguieron a los ataques sobre Nueva York en 2001. El solapado apoyo republicano al proceso del Brexit y el reciente impasse causado por la renuncia australiana a un contrato firmado con Francia para construir una flota de submarinos (reemplazada por submarinos norteamericano-británicos) solo ha reforzado la impresión de que los Estados Unidos ya no son el aliado de antes. A ello debe sumarse cierto desprecio cultural subyacente en los ciudadanos de Europa Occidental, respecto que la democracia norteamericana es esencialmente corrupta. La prensa y la academia norteamericanas ha contribuido a consolidar esta percepción.

Todo esto ocurre mientras el conflicto en la frontera entre Ucrania y Rusia sigue agravándose, la guerra en Siria ha entrado en fase de baja intensidad, y China -como lo ilustran sus enormes flotas de pesca que siguen cruzando nuestro Estrecho de Magallanes- sigue empoderándose de la geografía mundial.

Si bien China es ahora reconocida como el principal adversario de Estados Unidos y justifica el anuncio de que Washington no asistirá a la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Invierno en Beijing, la invitación a boicotear ese evento ha encontrado comentarios tales como las del presidente de Francia, que la ha calificado de “insignificante”. Por su parte (y desde hace tiempo), Europa está sumergida en su propia crisis de identidad (en parte generada por su ampliación hacia Europa del Este).

Como para muchos otros países -y sobre todo durante la segunda mitad del siglo XX-, para Chile el paradigma político-económico norteamericano representó el querer ser, el modelo a seguir que, incluso, fue prioridad de política exterior y de comercio para los gobiernos “progresistas” de la ex Concertación. No solo la irrupción de China como nuestro principal socio comercial (después de que Estados Unidos avalara su ingreso a la OMC), sino que el derretimiento del prestigio político norteamericano ha morigerado esa percepción.

Si bien lo anterior tiene por supuesto consecuencias ideológicas y políticas mundiales (uno puede seguir preguntándose si estamos ante el ocaso del anunciado fin siglo norteamericano), también representa una oportunidad para dejar de mirar más allá de nuestras fronteras para encontrar, en lo más evidente, nuestro propio “querer ser”, nuestro propio paradigma. A estas alturas, Chile es una democracia madura que, con sus defectos, virtudes, contradicciones y complejidades, es autovalente y capaz de convertirse en un modelo en sí misma.

En muchos aspectos, recurrentemente los chilenos hemos intentado definirnos en función de algún modelo externo: el francés, el británico, el alemán, el norteamericano e, incluso, el nórdico. Ninguno de ellos encuentra arraigo en nuestra idiosincrasia diversa y propia de una sociedad que es resultado de siglos de un mestizaje específico y especial. El modelo cubano y/o el bolivariano (con sus, literalmente, miles de perseguidos políticos y millones de migrantes económicos) tampoco son alternativas. Los que insisten en estos modelos lo hace más bien por profesión de fe que por análisis de la cruda realidad.

La persistente búsqueda de un paradigma importado ha facilitado tanto nuestra persistente crisis de identidad y/o crisis de crecimiento, como la irrupción de modelos impracticables que, al ser imitados (normalmente con gran voluntarismo) resultan en conductas que, como el espectáculo de nuestros niños disfrazados de fantasmas pidiendo dulces en Halloween, provocan la sorna de cualquier visitante del hemisferio norte.

Los medios y las redes sociales han hecho evidente la crisis de los liderazgos y paradigmas globales. Por esta razón, entre el modelo autocrático y oligárquico ruso, o aquel de partido único chino, o entre el ejemplo de un país en el cual el propio Congreso es asaltado (luego que el presidente saliente se niega a reconocer el resultado de las urnas), o el caso de un eximperio mundial cuyo primer ministro ha normalizado el error y el exceso (y se especializa en pedir disculpas), quizás la mejor opción sea la más evidente: el modelo chileno que, entre todos, deberíamos terminar de definir.

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