Columna El Diario, 01.10.2016 Marcelo Birmajer, escritor judio-argentino
Mi primer problema con Pepe Mujica es que no le entiendo nada cuando habla. Habla con la boca cerrada, como un ventrílocuo, pero sin un muñeco que lo interprete. Arrastra las palabras, como si no quisiera soltarlas, como un jugador de ajedrez que se queda con la ficha en la mano porque teme dejarla en tal o cual casillero y eterniza el movimiento, enervando al contrincante. Me pasa con él como con las películas españolas en la tele, que sólo las entiendo con subtítulos. Pero a Mujica no lo subtitulan, sólo lo aplauden: aunque estoy seguro de que quienes lo aplauden tampoco entienden lo que dice. Lo aplauden porque tiene pinta de pobre, porque tiene un perro con tres patas, porque no tiene la menor relevancia en el mundo; pero en ningún caso por lo que efectivamente está diciendo.
El segundo problema es que Mujica nació a la política como guerrillero en uno de los países más estables y libres de América Latina. Hasta la violenta irrupción en la vida política uruguaya —en los años sesenta del siglo pasado— de los Tupamaros, de los cuales Mujica era un de los líderes, Uruguay era conocido como la Suiza de América Latina. Su democracia era sólida, su vida cotidiana, afable y liberal. La gran preocupación de su poeta revolucionario, Mario Benedetti, era que la gente de clase media se aburría demasiado en la oficina, lo que hoy sería considerado una bendición. Querían sangre, revolución, muerte, en contra de la democracia. Ese es el antecedente político de Pepe Mujica. Los Tupamaros asesinaron a civiles indefensos, secuestraron a diplomáticos de países que jamás perjudicaron al Uruguay, quemaron automóviles de personas inocentes, robaron bancos donde se guardaban los ahorros de honestos trabajadores. El propio Mujica asesinó por la espalda a un policía, en pleno periodo democrático, en 1971, sin que el oficial hubiera hecho otra cosa más que estar de uniforme defendiendo la seguridad de un gobierno libremente elegido por el pueblo. Un crimen de esa naturaleza, atroz e injustificable, no debería ser el lanzamiento de una carrera política sino penitenciaria.
Pero Mujica no sólo atravesó su periodo presidencial, sino que además ahora dicta conferencias, como los rugbiers de la película Viven, que desde entonces “viven” de dar conferencias. Quizá Mujica pudiera dar conferencias tituladas Mueren (los demás). Ese no es un problema particular del Uruguay sino de toda América Latina, comenzando por la Venezuela que encumbró al golpista y asesino Hugo Chávez como presidente vitalicio y un poco más también (ya que siguió gobernando algunos meses después de muerto). No casualmente, era compadre ideológico de Mujica. A Chávez sí se le entendía todo, lamentablemente, cuando hablaba; a Maduro no se le entiende ni aunque pronuncie a la perfección. Pero Mujica pertenece a esa larga tradición de líderes latinoamericanos que arruinaron democracias medianamente exitosas y las rebajaron al punto de ser ellos mismos elegidos como presidentes. Parafraseando aquella frase de Groucho Marx de que nunca se inscribiría en un club que lo aceptara como socio, podemos decir que Mujica, en su debut político de los sesenta, contribuyó a arruinar al Uruguay hasta el punto que lo eligieran a él como presidente. Bastaría con leer la estupenda memoria de Geoffrey Jackson, “Secuestrado por el pueblo”, del embajador británico encerrado en un sucucho, también en 1971, para comprender lo despreciables que eran los Tupamaros de Mujica.
No escarmentado con participar de una organización que secuestraba diplomáticos de países amigos y democráticos, Mujica, ya como presidente, intentó terciar en asuntos internacionales que le resultaban tan ajenos como las propias soluciones que nunca encontró para el Uruguay, como reducir la desigualdad social o elevar el nivel educativo.
Mujica ingresó al Uruguay dos grupos de refugiados: ex presidiarios de la cárcel de Guantánamo y refugiados sirios.
Un somero paneo por los sitios de noticias del Uruguay y del mundo revelan que la mayoría de los refugiados sirios se quieren marchar de ese país: ven su futuro negro, desprecian el lugar que los acogió y, en particular, a su confundido expresidente. Por ponerlo en palabras del prestigioso medio uruguayo El Observador:
“Las cinco familias de refugiados sirios que ingresaron a Uruguay en octubre de 2014, en el marco de un programa de reasentamiento de refugiados, continúan acampando en Plaza Independencia como forma de protesta. Se instalaron con valijas, colchones, mantas y una carpa en la mañana del lunes, para exigir que el gobierno les permita salir del país y ser acogidos como refugiados en otra nación. Sin embargo, el gobierno uruguayo no tiene incidencia en la actitud que otros países adopten frente a personas que piden la categoría de refugiados. Los sirios instalados en Uruguay tampoco tienen medios para pagar sus pasajes hacia otros países”.
De modo que no sólo no mejoró un ápice la suerte de los refugiados, sino que además generó caos y desarreglos entre sus compatriotas; inventó un conflicto de hostilidades identitarias donde hubiera alcanzado con no hacer nada para que el propio Uruguay recuperara por completo la armonía interrumpida décadas atrás por los propios Tupamaros de Mujica. Tanto los refugiados sirios como los expresidiarios de Guantánamo han sido denunciados por golpear a sus parejas.
Recientemente, uno de ellos, Omar Abdelhadi Faraj, fue detenido por agredir a su mujer. Algunos exreclusos de Guantánamo a los que Mujica asiló reclaman un triunfo de Al Qaeda en el Uruguay. Con un poco de suerte, quizá refloten a los Tupamaros.
Los refugiados sirios también se niegan a llevar al colegio a sus hijos: otros de los éxitos diplomáticos del campechano Pepe Mujica. Cuando uno piensa cuánto mejor hubiera hecho en simplemente no matar a un policía por la espalda, descubre que la gran responsabilidad de un hombre no es mejorar el mundo, sino tan sólo no empeorarlo.
Es cierto que Mujica anda como cualquier otro ciudadano por la calle, pero la mayoría de los presidentes uruguayos hicieron lo mismo, antes y después de que los Tupamaros arruinaran la estabilidad del primer mundo que campeaba en ese pequeño país. No podemos decir lo mismo del resto de los uruguayos: durante la presidencia de Mujica, la inseguridad en Montevideo ascendió a niveles alarmantes, desconocidos para esa ciudad tradicionalmente libre de sobresaltos.
También es cierto que el conflicto por las papeleras involucró en partes iguales, en cuanto a torpeza y chauvinismo, tanto a Mujica como a la señora de Kirchner, dos dechados de incapacidad intelectual y desequilibrio conductual. Pero Mujica llegó tan lejos como para mentar a la Kirchner en los siguientes términos: “Esta vieja es peor que el tuerto”. Afortunadamente, ambos países eran lo suficientemente irrelevantes como para no representar una amenaza el uno contra el otro ni respecto del mundo, pero Dios nos libre si a Mujica le hubiera tocado resolver la Crisis de los Misiles o el Conflicto del Beagle.
Mujica es como esos cuadros impresionistas que nadie entiende pero todos elogian. Su bonhomía y su avanzada edad lo convierten en el jubilado bueno; pero ese es un rol interesante para dar de comer a las palomas, no para presidir un país.