Columna La Tercera, 27.09.2024 Samuel Fernández Illanes, abogado (PUC), embajador (r) y académico (U. Central)
La actual 79ª Asamblea General se ha caracterizado por fuertes críticas a su funcionamiento por parte de los líderes mundiales. No es extraño que abunden posturas divergentes y hasta hostiles entre las delegaciones, pero que se manifieste de manera generalizada es indicativo de algo más serio. Se puede afirmar que esta percepción negativa es la única en que coinciden los Estados miembros. El secretario general, António Guterres, ante el plenario ha sostenido que “las Naciones Unidas no puede seguir igual”. Una declaración verdaderamente preocupante.
Los latinoamericanos tampoco han dejado de recriminarse entre sí, o responsabilizan a otros de su realidad, mostrando un subcontinente dividido políticamente. Llama la atención que muchas de las disputas se han transformado en pugnas personales, respondidas duramente y en términos ofensivos. Un espectáculo que en ocasiones resulta risible por su grandilocuencia y teatralidad. De esta manera, no se atiende a los verdaderos desafíos regionales, centrándose en temas secundarios, desatendiendo tantas falencias y retrasos que para el resto del mundo son evidentes.
No olvidemos que son los propios Estados los responsables de su funcionamiento. La Secretaría, uno de sus órganos principales, se compone de un secretario general que “será nombrado por la Asamblea General a recomendación del Consejo de Seguridad”. Es “el más alto funcionario administrativo de la Organización” (Artículo 97 Carta). Significa que debe cumplir lo que los países acuerden. Una responsabilidad al menos compartida, pues la Secretaría no actúa por su cuenta sino según los mandatos recibidos. Podrá proponer prioridades y lineamientos sometidos a la decisión de los países. Aquellos, como los miembros permanentes del Consejo o los mayores contribuyentes, tienen una clara incidencia.
Por sobre estas consideraciones estatutarias, las críticas han aumentado enfatizando los desacuerdos, sin mayor atención sobre aquellos temas en que el organismo funciona, o lo hacen los organismos especializados dentro de sus competencias cuya labor prosigue.
La virtual paralización del Consejo de Seguridad, encargado de la paz y seguridad internacional, se ha hecho sentir fuertemente. Los dos conflictos más visibles, como la agresión de Rusia a Ucrania, hace más de dos años y que continúa; así como la respuesta de Israel en Gaza contra Hamas, y extendida al sur del Líbano, evidencian que entre las grandes potencias no hay coincidencias y ejercen su derecho de “veto” si lo creen necesario. Permite que muchos crean que pueden actuar impunemente y sin consecuencias, es contagioso. Tampoco hay señales de algún arreglo.
Temas sumamente ambiciosos como la Agenda 20-30 con 17 Objetivos sobre el Desarrollo Sostenible, aparece de difícil materialización. Tampoco hay buenas noticias sobre el cambio climático, que ni la Cumbre del Futuro previa a la Asamblea pudo despejar, o el aumento de las aguas que pone en peligro países isleños tampoco logró compromisos significativos. Por tanto, el foco se ha puesto nuevamente en la reforma a la Carta y a la composición del Consejo. Las iniciativas han resurgido. Con las actuales y profundas divergencias aparece como un buen propósito todavía impracticable y sólo podría transformarse en una distracción.
El clima de desencuentros condiciona el normal funcionamiento de la ONU e impide avanzar en los proyectos previstos. No es el organismo el que podrá cambiarlo, sino la voluntad de sus miembros. A pesar de todo, sigue siendo el foro más idóneo para discutir y alcanzar soluciones.