El declive de las naciones

Columna
El Mercurio, 23.07.2023
Carlos Solar, investigador (Royal United Services Institute-Londres)

Desde hace un tiempo, se ha hecho común escuchar de parte de políticos y pensadores en las relaciones internacionales sobre las razones del declive internacional de las naciones, de paso, cuestionando el rol de Estados Unidos como superpoder global. Se han dado distintas razones por las que las naciones parecen decir adiós a sus épocas de oro y entrar en declive internacional, desde el colapso moral y de la confianza en sus propias instituciones, hasta el síncope financiero muchas veces causado por sus propias élites.

El mensaje de campaña de Donald Trump, “Make America Great Again”, apela a la melancolía popular acusando un supuesto declive internacional norteamericano tras los ataques del 11-S, las guerras en Irak y Afganistán, la recesión en 2008 y el extenuante reacomodo geopolítico y económico con las potencias emergentes. Trump copió el famoso “MAGA” a la campaña de Ronald Reagan quien, a su vez, culpó de otro declive del poderío estadounidense a su rival, el presidente Jimmy Carter, esta vez en plena Guerra Fría.

Hay otros quienes niegan el declive de Estados Unidos y defienden que el paso del tiempo no ha revertido la hegemonía mundial de Washington, cuya riqueza económica, militar y demográfica seguiría siendo inigualable. ¿Cómo pueden cohabitar entonces las narrativas “declinistas” sin que, al parecer, ocurra un declive en la práctica?

Un estudio reciente propone una nueva teoría del declive y el “declinismo”, este último definido como la agenda discursiva con que grupos buscan réditos en las próximas elecciones advirtiendo que en general sus países están peor a nivel internacional, algunas veces omitiendo hechos, estadísticas y otros indicadores que suelen demostrar lo contrario.

Robert Ralston, profesor de la Universidad de Birmingham y autor de la investigación, sugiere que un supuesto declive internacional se convierte en oratoria política cuando nuevas coaliciones logran culpar al gobierno y a la oposición de turno por el supuesto declive. Ayuda al “declinismo” la coexistencia de eventos negativos como revueltas domésticas, crisis económicas o momentos de éxito en países vecinos y competidores.

El argumento tiene aciertos, pero también limitaciones, en parte, porque la actual competencia geopolítica entre democracias y autocracias es injusta y Ralston se apoyó estudiando solo a sociedades libres.

Por ejemplo, en países como Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Japón y otras naciones en supuesto declive, los grupos de poder tanto dentro como fuera del establishment político pueden participar de procesos eleccionarios sin obstáculos, más que los que impone la propia democracia. Así, vemos que las campañas que abogan el “declinismo” ya son propias de la política actual y juegan un rol clave en la formación de nuevos grupos y personalidades que buscan el poder. Muchas veces quienes reclaman el declive de sus países ganan elecciones; sin embargo, también suelen caer presa de sus propios argumentos. Así fue el caso de Trump, quien perdió la reelección y, sin embargo, en su nueva precandidatura hace del declinismo su discurso predilecto.

En la vereda de enfrente están los actores envueltos en el reacomodo mundial como China y Rusia, a los que el Democracy Index del Economist Intelligence Unit califica como regímenes autoritarios. Aquí la teoría del declive de Ralston cobra menor sentido, ya que en Beijing y Moscú no hay espacio político ni social para que surjan voces discordantes que apuntalen una agenda “declinista”. Apernado en el poder, Putin recientemente se comparó con Pedro I, el emperador que expandió Rusia durante el siglo XVIII. Xi Jinping dijo que independiente de las convulsiones en el mundo, China era “invencible”.

En Latinoamérica, los regímenes autoritarios así descritos, según el mismo índice, en Cuba, Venezuela y Nicaragua funcionan de manera similar. Una vez derrotados los gobiernos previos, se instituyeron voces déspotas de éxito perpetuo y recompensas en lo internacional, incluidas alianzas con países extracontinentales donde según sus líderes no existiría tal declive.

El declive y el “declinismo” internacional parecen entonces ser propios de aquellas naciones donde está permitido pensar distinto en lo político y económico. Estados donde es legítimo cuestionar el devenir internacional. Sociedades donde ideas radicales conviven con otras más templadas. Premio de consuelo es que todas las anteriores son virtudes intransables para los que prefieren la democracia ante cualquier otro modo de gobierno.

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