El fin del multilateralismo

Columna
El Confidencial, 02.10.2019
Jorge Dezcállar de Mazarredo, Embajador de España
  • Quizá la consecuencia más importante del 11-S sea que EEUU, que sacó pecho inicialmente, se ha cerrado sobre sí mismo como diciendo que allá se las arregle ese mundo ingrato

Me refiero al 11 de septiembre de 2001 porque fue ese día, hace ya 18 años, cuando cambió el mundo. Y es triste tanto por lo que entonces ocurrió como por lo que ha pasado desde entonces. En 2001, los Estados Unidos estaban en la cumbre de su poder, un poder que entonces nadie discutía, China todavía buscaba la 'armonía' de Deng Xiaoping, procuraba no llamar la atención y aún no se afirmaba como actor importante en la geopolítica mundial, y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el enemigo de los últimos 50 años, se había desintegrado de la mano de Gorbachov en lo que todavía hoy Putin considera como la mayor tragedia del siglo XX.

Los EEUU vivían años de una hegemonía que nadie ponía en duda y que llevó a Francis Fukuyama a proclamar “el fin de la Historia” con el indisputado triunfo del liberalismo que había sido capaz de acabar con los feroces enemigos que le habían combatido durante casi un siglo: el fascismo y el comunismo. Tras su desaparición, nada se oponía ya a que el liberalismo y la economía de mercado se extendieran por el mundo sin rivales. Fue un espejismo porque la Historia nunca acaba, es obstinada y sigue con otros ropajes.

El 11 de septiembre, los EEUU despertaron bruscamente de sus sueños de hegemonía cuando un comando de 19 terroristas bien entrenados (casi todos saudíes) y dirigido por Mohamed Atta, cuyo juicio empezará pronto, atacó los mayores símbolos de su poder militar (el Pentágono), de su poder económico (las torres del World Trade Center) y probablemente intentaron también atacar un símbolo del poder político como el Capitolio o la Casa Blanca, que es adonde presumiblemente se dirigía el tercer avión que afortunadamente no pudo alcanzar su destino porque lo impidió la bravura de sus pasajeros.

Tres mil personas inocentes murieron aquella trágica mañana y Washington, que no se lo podía creer, reaccionó iniciando una guerra contra Afganistán, un Estado fallido que servía como guarida y campo de entrenamiento de terroristas, y otra guerra posterior contra Irak por motivos nunca bien explicados y basados en presunciones que resultaron ser falsas. No hacía falta ser un experto islamista para saber que Al Qaeda y Sadam Husein eran como agua y aceite. Sea como fuere, la guerra de Afganistán se ha convertido en la más larga de la joven Historia norteamericana y estos mismos días acaban de fracasar unas conversaciones con los talibanes que desarrollaban en Doha, mientras que Irak sigue destrozado por un conflicto que ha tenido la virtud paradójica de impulsar la República Islámica de Irán como la gran potencia regional.

Tras estos fracasos, Estados Unidos se ha dado cuenta de que se había metido en guerras que no podía ganar, que tienen un alto coste en vidas humanas y en dinero, que ni su propia población entiende y que hacen el mundo más seguro. Además, el petróleo de la región es menos importante para Washington desde que explotan sus reservas de esquistos y siempre que los saudíes sean capaces de defender sus infraestructuras estratégicas, lo que no se puede dar por descontado a la vista de lo ocurrido con la refinería de Abqaiq. Obama lo entendió y Trump ha seguido en su estela. La consecuencia es que la influencia norteamericana en Oriente Medio ha disminuido y que Rusia, Turquía e Irán (tres viejos imperios bien conocidos en la zona) tratan de ocupar ese vacío, como se muestra en Siria.

Otro resultado del 11/9, esta vez positivo, ha sido la derrota de los terroristas en el campo de batalla. Osama bin Laden murió en Pakistán en una operación norteamericana (parece que su hijo Hamza acaba de morir también), el Estado Islámico ha sido aniquilado como entidad territorial y sus restos junto a los de Al Qaeda se han camuflado en las arenas del desierto y resurgen en lugares tan distantes como Filipinas, Yemen, el Sahel o Nigeria, porque las ideas no se destruyen a cañonazos. Los terroristas siguen existiendo y harán daño siempre que puedan, como han demostrado en Madrid, Londres, Barcelona, París, Niza, Berlín y muchos otros lugares, aunque por fortuna cada vez lo tienen más difícil.

Pero quizá la consecuencia más importante del 11 de septiembre sea que Estados Unidos, que sacó pecho inicialmente, se ha cerrado sobre sí mismo como diciendo que allá se las arregle ese mundo ingrato que no agradece nuestros esfuerzos por darle prosperidad y seguridad, vamos a centrarnos en nuestro propio país, que bien lo necesita. Esa tendencia hacia la introspección, que inició Obama, se ha acentuado con Donald Trump, aunque con rasgos diferentes.

Trump piensa que demasiada gente vive a costa de los EEUU y que el sistema internacional no les favorece como consecuencia de pactos de defensa que paga Washington, o de tratados comerciales que le producen enormes déficits. Es lo que ha reiterado sin ambages en el discurso que ha pronunciado la semana pasada ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. La solución es ponerlo todo patas arriba, denunciar acuerdos comerciales (Nafta, Transpacífico, Trasatlántico), presionar a los aliados para que asuman más gastos en los acuerdos militares (OTAN), no participar en la necesaria lucha contra el cambio climático (Acuerdo de París o la reciente cumbre de Nueva York, hace unos días), no respetar compromisos ya firmados (Acuerdo Nuclear con Irán), o embarcarse en costosas guerras de aranceles con amigos (México, Europa, Canadá, Corea del Sur, India, Turquía, Japón) y enemigos (China) a un mismo tiempo.

Lo peor es que Trump ha renunciado a liderar el mundo, como han hecho sus predecesores desde 1945, y a darle una garantía de seguridad como EEUU hizo con Europa en las dos guerras mundiales. Al debilitar el sistema de pactos y alianzas que conformaban el mundo multilateral, Trump ha acelerado el paso hacia otro mundo multipolar donde las reglas se aflojan, se debilitan los foros de resolución de conflictos, crecen el proteccionismo y las tensiones entre países y bloques de países, y el pez grande se come al chico. El salvaje Oeste.

La guinda del pastel es que, frente a ese liberalismo que parecía invencible en 2001, surgen hoy con fuerza regímenes autoritarios que toman lo que les conviene de la economía de mercado sin renunciar al aplastamiento de las libertades que Fukuyama creía invencibles. Hoy, China piensa que los valores occidentales están caducos y son menos eficaces para garantizar el crecimiento económico o la lucha contra las desigualdades, y su modelo autoritario está teniendo amplio seguimiento en muchos lugares.

Claudio Magris decía que el viejo régimen se moría y el nuevo aún no se ha afianzado. Es el tiempo de los monstruos. Y ese es el mundo alumbrado tras el 11 de septiembre y el que nos toca vivir. Son tiempos de incertidumbre y nada fáciles, y por eso crecen los populismos y los nacionalismos. 'Winter is coming'.

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