El Papa sigue siendo Bergoglio

Opinión
Revista Qué Pasa, 04.03.2016
Facundo Fernández Barrio
  • Ciertos gestos de Francisco generaron la idea de que está enojado con Macri.
  • En la relación con su tierra natal, Bergoglio trasluce más habilidad para las cuentas políticas internas que liderazgo ético.

Domingo en la mañana. Mientras leen los diarios y toman café, un mozo y un cliente conversan acodados en la barra del viejo bar El Faro, en el barrio porteño de Parque Chas. Pasó un día desde la esperada reunión entre el Papa Francisco y el presidente Mauricio Macri en el Vaticano. No se habla de otra cosa en esta ciudad.
—No le sonrió ni una vez.
—Y lo despachó en 22 minutos. A ningún presidente le había dedicado tan poco.
—Le aplicó el protocolo al máximo.
—¡Le dijo que no tiene lugar en la agenda para venir acá!
—¿Sabés lo que pasa? Que este Papa siempre fue peronista. No kirchnerista, ¿eh? Peronista. De la vieja guardia.
—Dicen que le molesta que Macri practique budismo y que va poco a la iglesia.
—Lo tiene atragantado desde hace años, desde que apoyó el matrimonio gay, cuando era jefe de gobierno.
—Es una pena que no lo quiera. Al final, somos todos argentinos, ¿no?

En la Argentina importa poco si Francisco auspicia el deshielo entre Estados Unidos y Cuba, si promueve las negociaciones de paz por Siria o si critica la exclusión de los inmigrantes en Europa. Lo que desvela aquí es si el Pontífice está enojado o no con Macri, si se lleva bien o mal con el kirchnerismo, si le preocupa la “unidad” de sus compatriotas, si apoya a tal o cual dirigente social o sindical, si interviene en la interna episcopal o si habla mucho o poco con ciertos interlocutores de cabotaje. Es natural que hasta los más mínimos movimientos papales ondulen la política de su país natal: lo mismo ocurría en la Polonia de Juan Pablo II. Pero también es cierto que Francisco no hace nada para evitarlo. Más bien lo contrario. En la Argentina, los gestos del Papa se sobreinterpretan; pero que los hay, los hay.

“Fue el contacto entre dos viejos conocidos”, dijo Macri al término de la breve audiencia en el Vaticano, el sábado pasado. El comentario tal vez fuera un tiro por elevación a Cristina Kirchner. A diferencia de la ex presidenta, quien se acercó al Pontífice luego de años de haberlo enfrentado, Macri conoce a Jorge Mario Bergoglio desde la época en que ambos eran el alcalde y el arzobispo de Buenos Aires. En aquellos años, Néstor Kirchner solía decir que Bergoglio era el “jefe espiritual” de la oposición al kirchnerismo.
No obstante, la frase del presidente argentino admite una segunda lectura: él fue al Vaticano a reunirse con Francisco, y se encontró con el padre Bergoglio. Cuando de la Argentina se trata, el Papa trasluce más su antigua habilidad para la “rosca” política que el liderazgo ético por el que hoy se lo reconoce en el resto del mundo.

Las versiones sobre un supuesto disgusto de Francisco hacia Macri comenzaron hace meses. El vínculo estaba frío desde 2009, cuando el ex arzobispo le recriminó al ex alcalde no haber apelado un fallo judicial a favor de un matrimonio homosexual en Buenos Aires. La tensión escaló en 2012, cuando el gobierno porteño reglamentó un protocolo para abortos no punibles. Y empeoró en la última campaña presidencial, cuando el asesor estrella del macrismo, el gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba, se atrevió a declarar que “lo que diga un Papa no cambia el voto ni de diez personas, aunque sea argentino o sueco”. Macri debió salir a desautorizar a su consejero. Cuando asumió en la Casa Rosada, Francisco no lo llamó para felicitarlo. Los voceros vaticanos se apuraron a aclarar que ningún flamante jefe de Estado recibe saludos papales, pero en la Argentina resultó poco convincente tanto apego a la formalidad en un hombre al que el mundo reconoce por su espontaneidad.

Luego Macri llamó a Francisco por su cumpleaños. El Papa le devolvió el gesto con una carta personal. Acordaron una fecha para reunirse en el Vaticano. Y cuando la relación parecía volver a encaminarse, el Pontífice salió con otra jugada bergogliana. Le envió un rosario bendecido como regalo a la dirigente social kirchnerista Milagro Sala, líder de la organización Tupac Amaru, en la cárcel por presuntos actos de corrupción. La militancia K —que considera a Sala una “presa política” del gobierno— celebró eufórica el gesto papal, alentada por algunos colaboradores de Francisco que le sirven como nexo con los movimientos sociales argentinos. En simultáneo, otros voceros oficiosos de Bergoglio que pertenecen a la elite eclesiástica advirtieron que el obsequio no fue una señal de aliento a Sala ni de desafío a Macri, sino de simple “misericordia”.

La polémica por Sala exhibió como pocas veces el modus operandi del Papa para la escena política argentina: primero un gesto ambiguo pero existente, luego silencio oficial y, finalmente, interpretaciones varias a cargo de sus múltiples interlocutores locales. Acaso para huir de esa lógica, el gobierno de Macri impulsa un cambio de paradigma en la relación bilateral con el Vaticano: quiere reemplazar el trato informal propio del kirchnerismo por un vínculo institucional y guiado por la diplomacia profesional. Lo cual implica imponer cierta distancia entre Francisco y el núcleo del poder político de su tierra natal.
La respuesta del Papa se lee en el trato que le dispensó a Macri en la audiencia del sábado pasado: si quieren protocolo, lo van a tener. Lo recibió 22 minutos, menos que a cualquier otro jefe de Estado con excepción de la reina de Inglaterra. Por cierto, mucho menos que a CFK. Lo atendió en el Palacio Apostólico y no en la cálida casa de Santa Marta, como solía hacer con la ex presidenta. Intercambió regalos y palabras formales. No sonrió ni media vez para las fotos.

En el gobierno se dieron por satisfechos con el encuentro y festejaron la seriedad y ceremonialidad del trato recibido. La oposición a Macri, por su parte, hizo de la adusta mueca papal una bandera contra el presidente. Alguien solía decir que existe un Perón distinto para cada argentino. En Francisco también hay algo de esa genética peronista: su figura es omnipresente y se la invoca en nombre de necesidades políticas de todo tipo. A él no parece molestarle.

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