El siglo de Henry Kissinger

Columna
El Líbero, 24.05.2023
José Miguel Insulza, exministro de RREE y senador socialista

El próximo sábado, 27 de mayo, Henry Kissinger cumple cien años. Lejos del retiro, está completamente activo, con frecuentes apariciones en la prensa (incluyendo una entrevista en el último The Economist) y trabajando en dos libros, sobre alianzas internacionales y sobre la inteligencia artificial, tema en el cual ha asumido una posición muy crítica.

La reciente entrevista dará que hablar, porque en ella Kissinger cambia de postura sobre el posible ingreso de Ucrania en la OTAN, apoyando lo que antes criticó. Pero para el exsecretario de Estado, ese no es un cambio de postura, sino sólo el reconocimiento de un cambio de las circunstancias. Lo que según él convenía inicialmente a los intereses de Occidente (de Estados Unidos) era evitar confrontarse con Rusia, alargando más la OTAN a lo que fue territorio de la URSS. En lugar de seguir ese consejo, se ha apoyado militarmente a Ucrania, convirtiéndola en el país mejor armado del centro de Europa; por ello, es necesario ahora, según Kissinger, evitar que Ucrania use a su antojo ese nuevo poder, obligándola en cambio a contar con el acuerdo de la OTAN.

Así ha ocurrido muchas veces en la vida académica y política de Kissinger: de buscar la paz en Vietnam a bombardear Hanoi, de justificar la Guerra Fría a forjar la detente, de ser el hombre imprescindible en el gobierno de Richard Nixon a acomodarse fácilmente al de Gerald Ford, de saludar a Pinochet como un gobernante legítimo a negar cualquier relación con él y reconocer los éxitos del retorno a la democracia en Chile, de cuestionar la política de la OTAN en el centro de Europa a aceptar la ampliación de la Alianza para incluir a Ucrania.

Detrás de estos vuelcos no hay un mero oportunismo (aunque ciertamente Kissinger ha disfrutado su vida en el centro del poder) sino un auténtico y casi siempre fundado realismo. El examen de las circunstancias es fundamental en cualquier definición de realismo. Y entre los realistas del último siglo, que han desarrollado la mayor parte de la teoría, sólo para verse luego desplazados por idealistas que fijan sus políticas a partir de percepciones simples del bien y el mal, Kissinger ha sido el más prominente.

Henry Kissinger llegó a Washington desde la Universidad de Harvard hace medio siglo, tras un tránsito académico-burocrático que incluyó al Partido Republicano, consejerías en temas estratégicos, un seminario permanente de Política Exterior en Harvard, y numerosas tareas e informes de confianza, a convertirse en consejero de Seguridad Nacional del presidente Richard Nixon, cargo que ocupó por los primeros cuatro años de esa Presidencia. Reelegido Nixon para un segundo período fue nombrado secretario de Estado, reteniendo el título de consejero de Seguridad Nacional; y a la caída permaneció como secretario de Estado con Gerald Ford. En esta meteórica carrera de apenas ocho años Kissinger llegó a ser el personaje más saliente de la Política Exterior de Estados Unidos en el siglo y ha conservado esa posición hasta hoy.

Además de sus numerosos libros y artículos propios, hay tres volúmenes de Memorias y otros autores han dedicado más de cien libros a analizar su vida y pensamiento. El “Curso del Doctor Kissinger” (como lo llamó en 1980 su crítico y colega de Harvard, Stanley Hoffman) se prolongó por más de cuatro décadas de vida pública, después de su paso por el gobierno; y se sigue impartiendo día a día, en conferencias y publicaciones de gran éxito.

Para cualquier estudioso de la realidad mundial, seguir las definiciones de Kissinger sobre la política internacional puede ser fascinante; a un poderoso intelecto se une una prodigiosa erudición histórica. Y a pesar de muchos vaivenes, es posible encontrar en él una línea de pensamiento muy definido, en torno a ideas identificables de manera continua, al menos desde el inicio de su carrera pública.

Desde su juventud en la academia, Henry Kissinger formó parte de una escuela realista, surgida durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Confrontados al voluntarismo idealista, los realistas valoran la historia como una secuencia de causas y efectos, que pueden ser entendidos racionalmente; la teoría científica no es una ética, se funda en hechos, no en ideales. Los realistas no desprecian los valores; pero si los propósitos de la política han de cumplirse, se requiere una autoridad que los haga cumplir. En otros términos, toda nación que quiere tener una primacía en el mundo requiere una “visión”, una definición clara de intereses y medios para obtenerlos, en un mundo que está muy lejos de ser perfecto.

En un periodo en que la hegemonía global de Estados Unidos era incontrarrestable, el debate realista-idealista no parecía relevante. No había dos posiciones respecto de necesidad de “contener” a la Unión Soviética. Lejos de oponerse a esta tesis, los neorrealistas (Nicholas Spykman, Hans Morgenthau, George Kennan) le proporcionaron cobertura teórica, para lo cual recogieron la geopolítica clásica de Halford Makinder, el geógrafo inglés que había identificado al centro de Europa como el “pivote geográfico de la historia” (“quien domina el centro de Europa dominará el gran continente euroasiático y quien domina Eurasia, dominará el mundo”). Gran parte del centro de Europa estaba en manos de la URSS y eso daba legitimidad al cerco que impedía la expansión del comunismo en Europa y encerraba a la URSS en un cerco militar de alianzas y vuelos que iban y venían hacia sus fronteras.

Pero la situación no tardaría en complicarse: acontecimientos como el desarrollo nuclear soviético, la crisis política en el sur de Europa, el bloqueo de Berlín, la Revolución China, la formación del campo socialista, las rebeliones anticolonialistas e independentistas en el Tercer Mundo, Cuba, Vietnam, el Congo eran crisis que en la visión idealista del Destino Manifiesto no tenían explicación. Pasado el período violento y grotesco con Macartismo, el pensamiento conservador debía enfrentar esta nueva realidad.

La propuesta realista de algunos conservadores como Henry Kissinger podía ser una respuesta para ello. El título de su tesis doctoral en Harvard parece contener esa respuesta: Un Mundo Restaurado; Metternich, Castlereagh y la Política Conservadora en un Mundo Revolucionario. El personaje central del primer libro de los 47 publicados por Henry Kissinger es Klemens von Metternich, el estadista y diplomático austriaco que dirigió la política exterior de su país por 27 años y fue figura central del Congreso de Viena, a la caída de Napoleón y forjador de la Santa Alianza entre las monarquías europeas, para combatir los movimientos revolucionarios de su tiempo.

Lo que intrigaba a Kissinger era precisamente la capacidad negociadora de Metternich, quien, representando a un país derrotado en dos guerras y sin mucha capacidad militar, había conseguido ponerse como figura central entre los vencedores contra Napoleón, recuperar territorios perdidos y conducir la Santa Alianza por varias décadas. Eso lo convencía de que la empresa restauradora del poder norteamericano era posible desde un punto de vista realista, más aún cuando Estados Unidos seguía siendo la nación más poderosa de la tierra.

A comienzos de los años sesenta, Henry Kissinger se vinculó estrechamente con Nelson Rockefeller, el gobernador de Nueva York que parecía tener la primera posibilidad como candidato presidencial y lo intentó tres veces, en 1960, 1964 y 1968. Rockefeller era un conservador que entendía la necesidad de cambios profundos en la política exterior, que parecía más cercano a la visión de Kissinger que Richard Nixon, el vencedor absolutamente improbable de 1968. Y, sin embargo, Nixon dio una sorpresa al asumir su cargo en enero de 1969, designando a Henry Kissinger como su consejero de Seguridad Nacional.

El cargo de National Security Advisor no había tenido hasta entonces mucha visibilidad. Pero Kissinger consiguió en poco tiempo pasar a segundo plano al secretario de Estado, al asumir directamente el tema de la paz en Vietnam y luego conducir directamente las conversaciones sobre desarme con la URSS y la apertura a China. Los más interesante de este proceso es que los temas parecían incompatibles de conciliar en el tiempo. Vietnam era indispensable porque era la profunda insatisfacción con la guerra lo que había sepultado la sucesión demócrata, pero además era difícil el acercamiento a la Unión Soviética y a China, mientras se mantuviera esa guerra. China y la URSS estaban enfrentadas y no parecía una opción posible enfrentar el proceso de desarme y distensión con la URSS al mismo tiempo que abrirse a la China de Mao.

Y, no obstante, los tres procesos de manera paralela en el curso de los ocho años en que Henry Kissinger estuvo en la Casa Blanca y el Departamento de Estado le dieron renombre al protagonista. En esos años tuvieron lugar eventos sucesivos que antes habrían parecido imposibles. Nixon y Leonid Brezhnev suscribieron acuerdos fundamentales, como el de Limitación de Armas Nucleares Estratégicas (SALT) y el de Eliminación de Misiles Antibalísticos (ABM). Por primera vez el presidente de Estados Unidos viajó a China en febrero de 1972, a lo cual seguiría el cambio en el asiento chino en Naciones Unidas y el reconocimiento de la República Popular China en el mundo entero, incluida la concesión norteamericana de la existencia de “una sola China”.

Durante este mismo período, interrumpidas las negociaciones entre Vietnam y Estados Unidos en Paris, se desataron tremendos bombardeos sobre Hanoi y sólo para Navidad se consiguió sentar nuevamente a las partes en la Conferencia de Paris. Los acuerdos de paz en Vietnam fueron suscritos en enero de 1973. La distensión parecía en plena marcha y su artífice principal, Henry Kissinger se convertía en un personaje mundial. Mucho de esto se tornaría efímero pocos años después, pero el mundo parecía apuntar efectivamente hacia una nueva era.

El poder de Kissinger en esos años no se debió sólo a su relación con Nixon o a la relevancia de la política exterior. En realidad, Kissinger se convirtió en personaje central del gobierno, del cual se decía que nadie podía prescindir de él porque estaba en todos los temas y conocía todos los secretos. Cuando en enero de 1974 Richard Nixon designó como secretario de Estado a Henry Kissinger, manteniéndolo además como consejero de Seguridad Nacional, un periodista le preguntó cómo debían llamarlo con sus dos cargos, Kissinger respondió bromeando: “No me interesa el protocolo, solo dígame Excelencia”.

La caída de Nixon no significó que Kissinger perdiera el poder que había alcanzado en los seis años anteriores. El nuevo presidente, Gerald Ford, lo mantuvo como secretario de Estado, aunque designó un nuevo Asesor de Seguridad Nacional. Pero la política de distensión y desarme y la apertura a China continuaron sin cambios, a pesar del estruendo de la peor derrota de Estados Unidos con la caída de Vietnam. No obstante, el desastre no le fue achacado a la política de Kissinger. Él había dicho muchas veces que Vietnam del Norte se quebraría, que la paz estaba al alcance de la mano y muchas otras frases que eran difíciles de defender. Pero casi nadie hizo las preguntas, porque los norteamericanos querían salir de Vietnam y, aunque lo vieron como una derrota, también lo vivieron como un alivio.

La política de distensión de Kissinger resistió también el cambio de gobierno en 1976, cuando se eligió a Jimmy Carter. Pero ya se hicieron más evidentes algunas de sus fallas. La más prominente, por cierto, era la completa ausencia de política hacia el mundo en desarrollo, cuya importancia Kissinger siempre menospreció, como se lo dijo directamente al Canciller Gabriel Valdés en Washington en 1969, al ser cuestionado por su falta de interés en América Latina.

“Los ejes de la política mundial, diría (no es cita textual), parten de Japón, hacia Moscú y Beijing, de ahí hacia Bonn, Paris y Londres y luego llegan hasta Washington. El resto, hacia el Sur, no tiene mayor importancia”.

Lo que Kissinger buscaba en realidad eran los acuerdos de balance de poder entre las grandes potencias, retomando con fuerza un concepto que es propio de la política europea del siglo XIX liderada por Metternich. El Balance de Poder entre potencias y el respeto de las zonas de influencia de cada una de ellas, explica muy bien ese desdén y las conductas de Kissinger hacia América Latina -específicamente hacia Chile-, que examinaremos en una próxima columna.

Más allá de sus limitaciones, sin embargo, el legado de Henry Kissinger es indudable. La mejor demostración de esto es la vigencia duradera de sus ideas y propuestas, después de varias décadas fuera del poder. En efecto, a pesar de su adhesión temprana al Partido Republicano, ninguno de cuatro presidentes Republicanos de Estados Unidos, que gobernaron por un total de 24 años después de Gerald Ford, lo han designado para volver a dirigir los destinos de la política exterior.

Ello puede deberse seguramente a que Ronald Reagan, los dos George Bush y Donald Trump lo veían como un crítico, cuando no como un adversario. Y seguramente para Kissinger, esos presidentes (con la probable excepción de George Bush Sr.) forman parte del elenco idealista que ha dominado la formulación de políticas exteriores, centradas en definiciones voluntarista ajenas a la realidad (destino manifiesto, nación indispensable, único liderazgo mundial) que él ha criticado muchas veces como irreales o al menos obsoletas.

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