Hacia un nuevo reparto del poder

Columna
El Líbero, 22.02.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

Estupefacción es la palabra que define en estos días el ánimo de Occidente ante los esfuerzos norteamericanos para poner fin a la guerra de Ucrania. El giro de Estados Unidos para alcanzar la paz era previsible, pero no podíamos imaginar que sería a costa de la arquitectura de principios levantados en la II Guerra Mundial. Vamos hacia la demolición del edificio institucional que nos dio un equilibrio imperfecto desde 1945, pero debemos defenderlo en sus puntos principales. Estamos siendo testigos de un reparto del poder mundial entre China, Rusia y los Estados Unidos.

Asistimos hace décadas a la actitud afirmativa de China en los asuntos mundiales, que al amparo de un crecimiento económico extraordinario, la potenciación de sus capacidades militares y una diplomacia inteligente y con claros objetivos, pretende reemplazar el llamado orden occidental y redimir la profunda herida que le dejaron las guerras del opio y la insolente actitud de los países dominantes en los siglos XIX y XX. La historia china no olvidó la afrenta, aunque no la refriegue.

Su inmenso mercado y la estabilidad de un partido único le sirvió para generar de forma creativa una gran red de acuerdos económicos, que redundaron en enormes beneficios políticos, de inversión, comerciales y tecnológicos. En Occidente, la imagen rígida y poco amable del Partido Comunista (PCCH) fue cediendo su lugar a la ganancia. Salvo especialistas, nadie se interesó mayormente por la dinámica de los Congresos Nacionales del PCCH y sus vaivenes. Lo que importaba era hacer negocios con esa mina de oro.

De este modo, China, hoy aliada de Rusia, se consolidó internamente e incrementó su poderío económico, tecnológico y militar. Además, fortaleció su influencia en amplias zonas del mundo recelosas de occidente. Con una actitud prudente pero determinada avanza paulatinamente hacia sus objetivos como país del centro o “zhongguo”. Mientras los occidentales cambiamos según el ritmo de las elecciones, China persigue metas que pueden tardar siglos en llegar. Así, las amenazas arancelarias son pasajeras.

Por otro lado, un Moscú humillado tras el colapso de la URSS quiso reivindicarse bajo la guía del nuevo zar de todas las Rusias, Vladimir Vladímirovich Putin. Desde el derrumbe, fueron instrumentales los exitosos empresarios leales al autócrata, que se integraron en las redes económicas mundiales donde tomaron contacto con el círculo de Trump. Occidente creyó haber dominado el peligro soviético y se hizo dependiente de sus hidrocarburos. Poco después, integró a Rusia al G-7 que devino en G-8. Sin embargo, Putin sacó a relucir sus ambiciones territoriales el 2014 al anexarse la península ucraniana de Crimea, a raíz de lo cual los expulsaron con reservas y, en su avidez por los negocios, Occidente no quiso leer bien al nuevo César.

Inspirado en su historia, con la bendición del Patriarca de Moscú y premunido del pensamiento de intelectuales como Iván Ilyin, Alexander Dugin, Timodey Sergetsev y otros, Putin aplicó un discurso que enfatizó el triunfo de Rusia en la segunda guerra mundial (identificó el nacionalismo ucraniano con el derrotado nazismo); su calidad de superpotencia militar y nuclear; la licitud de apoyar a aliados sin cuestionar su legitimidad; que occidente es enemigo de los intereses rusos, y que la disidencia interna, antinacionalista, debe ser eliminada. Es decir, hace tiempo Rusia abjuró de los principios de la convivencia internacional, pero hasta la invasión de Ucrania aplicamos la política del avestruz. La aproximación de Trump a Moscú refuerza ahora al nuevo zar, pero dejan a la intemperie a Ucrania y a todos los que salimos en su defensa.

El tercer actor en este nuevo reparto del poder es Estados Unidos, dirigido por el cuestionado Trump, que puede poner en peligro sus propias instituciones. El predominio de Norteamérica en el campo económico, militar, diplomático, de innovación científica etc., hace particularmente difícil nuestra convivencia con el país que encabezó hasta ayer la defensa de nuestros valores, que ha sido nuestro aliado, al que hemos admirado por haber construido un orden y sacrificado a cientos de miles de sus hijos para defender conceptos como la libertad, la dignidad de la persona, la igualdad soberana de los estados, el libre comercio, un mundo regido por normas de alcance universal.

Se abre ante nuestros ojos un vacío de poder en esta etapa intermedia, mientras surge un nuevo orden y se reforman las instituciones internacionales. Se trata de una vacancia que, por ahora, parece estar más orientada a un equilibrio de poder, a la definición de áreas de influencia en el mundo que nos obliga a adaptarnos por necesidad y no por convicción.

La UE libra una dramática lucha interna y externa para intentar tener una voz en los tiempos que corren. La seguimos desde acá con ansiedad. Interiormente, están divididos entre las corrientes ideológicas que han dominado desde la II guerra mundial y los viejos fantasmas nacionalistas, cada vez más populares, que reaccionan frente a los extremos del internacionalismo, el liberalismo y la burocracia de Bruselas que han borrado -según ellos- las características definitorias de cada estado-nación y no han construido una identidad alternativa, salvo la del bienestar.

En lo externo, la UE sigue siendo una agrupación de estados sin capacidad para reemplazar el liderazgo de Estados Unidos en asuntos mundiales; sin tonelaje coercitivo; sin disposición para traspasar el umbral de dolor y defender principios, tal vez porque se han diluido. Para enfrentar la próxima violación del derecho internacional en Ucrania, estudian el envío de tropas de paz. Al carecer de objetivos unificadores ante la nueva situación de poder que plantean Washington y Moscú, y sin un ejército propio en el futuro inmediato, temo que Europa tendrá que sumarse a lo que aquellos acuerden sobre Ucrania, maquillando su fracaso con un discurso correcto. Hoy, tienen dos opciones: huir hacia adelante y plantear en serio una reforma de las instituciones comunitarias que conlleve la creación de una identidad común, una política exterior independiente y una fuerza militar creíble; o caer en la intrascendencia. Prefiero creer que van a escoger lo primero.

En América Latina, hace tiempo que estamos sumidos en la irrelevancia, en la división, en sacar partido de la “amistad” con los poderes dominantes. Sin embargo, pertenecemos a Occidente por naturaleza, cultura, pensamiento y convicción. Con esos países construimos principios de gobernanza mundial, un legado centenario que pone en el centro de toda política exterior la enorme riqueza del ser humano y que nos ha dado reglas claras para sostener por décadas la paz entre nosotros, por más frágil que haya sido. Por eso, si en Ucrania se consolida la derrota, o la paz por traición, presiento que asistiremos impasibles al reparto del poder sin que la UE nos sirva de referente. Presumo el debilitamiento del derecho internacional, el desgaste de las normas de convivencia civilizada y la aparición de la ley del más fuerte en los asuntos regionales.

En estos días amenazantes, pero no definitivos en la permanente evolución humana, no puedo sino recordar una famosa frase de don Miguel de Unamuno, donde la razón y la fuerza se enfrentaron dialécticamente en la Universidad de Salamanca un 12 de octubre de 1936. En medio de la guerra civil y el griterío de los fanáticos, se atrevió a decir: “Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”. Nuestra tarea es precisamente esa: buscar y perseverar en la búsqueda de la razón y del derecho a pesar de la convulsión que se aproxima.

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