La estirpe de los Salman

Artículo
Esglobal, 17.10.2018
Javier Martín
  • Las siniestras maniobras del clan que gobierna Arabia Saudí no son nuevas ni tampoco su capacidad de chantaje gracias a los grandes negocios y los vínculos financieros que tiene con la élite empresarial y con la mayoría de los Estados del mundo.

Las imágenes del rey saudí, Salman ibn Abdulaziz, a la derecha, y el principe heredero, Mohamed bin Salaman, en un concierto en Jedda. (Amer Hilabo/AFP/Getty Images)

A finales del pasado marzo, el joven y controvertido príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman, pasó tres semanas en Estados Unidos en una visita oficial cuya naturaleza y longitud no se recordaba desde que en 1953 Nikita Khrushchev aterrizara en territorio enemigo. Durante cerca de 21 días, recorrió miles de kilómetros, malgastó cientos de miles de dólares y se reunió con lo más granado del mundo de los negocios, la sociedad y la política estadounidense. Viajó a Hollywood, donde saludó a actores como Morgan Freeman o Dwayne Johnson. Se desplazó al desierto de Texas y a Silicon Valley, y paseó por Harvard y el MTT, donde departió con gurús de la tecnología y las finanzas como Jeff Bezos, Bill Gates, Richard Branson o Rupert Murdoch. Políticos como Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York, Christine Lagarde, presidenta del Fondo Monetario Internacional, o James Mattis, secretario de Estado de Defensa de EE UU, se sentaron frente a él con una amplia sonrisa. Incluso el expresidente Bill Clinton y la presentadora Oprah Winfrey compartieron unos minutos con el hombre al que acreditados medios de comunicación definían como “un cachorro reformista”.

A todos ellos, Mohamed bin Salman presentó Vision 2030, un plan pergeñado por su padre, el rey Salman ibn Abdulaziz, que prevé la creación de un fondo de inversión soberano de dos billones de dólares –el más caudaloso del mundo– y con el que dicen pretender transformar el retrógrado reino del desierto e introducirlo en una nueva era, más abierta y moderna. Una campaña de recaudación de fondos y de imagen cuidadosamente estudiada que incluía la renuncia, en ocasiones, a la indumentaria tradicional árabe –sustituida por caros trajes italianos, con o sin corbata– y la difusión de un discurso atemperado sostenido en los cambios cosméticos introducidos desde el ascenso de los Bin Salman al poder, como la abolición de la norma que impedía a las mujeres conducir o la reapertura de cines y teatros, segregados no obstante por sexos. No a todos logró camelar. Concluida la gira, la influyente revista Time le dedicó su codiciada portada y un largo artículo en páginas centrales, sibilinamente crítico. Entreverado en el edulcorado relato saudí, su autor, Karl Vick, destacó el recrudecimiento de la ya de por sí dura represión interna y recordó que durante los 75 minutos que duró la entrevista en un lujoso hotel de Nueva York “las bombas saudíes continúan cayendo sobre Yemen, los blogueros saudíes permanecen en prisión y tres de cada cuatro saudíes recibe un cheque de un reino donde los trabajadores extranjeros empobrecidos realizan el 84% de los trabajos reales”.

Un hombre vestido de Mohamed bin Salman protesta en Washington por el supuesto asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi. (Jim Watson/AFP/Getty Images)

Seis meses después, el cruel y torpe asesinato del periodista Jamal Khashoggi, al parecer troceado por agentes del Servicio Secreto saudí en el interior del consulado en Estambul, ha desabrido aquellas las críticas que Time solo esbozó y puesto de relieve la genuina naturaleza de la tiranía wahabí, que desde los 80 ha ejercido una opresión brutal y sistemática que ha impedido el desarrollo de cualquier tipo de oposición organizada, tanto en el interior como en el exterior del país, más allá de los movimientos salafistas violentos. Y mucho menos desde el ascenso al trono de Salman ibn Abdulaziz, el último representante de la poderosa rama de los Sudairis, y de su hijo y heredero Mohamed bin Salman, quienes han optado por agudizar la deriva cesarista y endurecer la represión de los escasos y débiles grupos contestatarios ajenos al yihadismo. Sexto hijo de Hussa bint Ahmad al Sudairi, esposa predilecta de Abdelaziz bin Saud, fundador de la Arabia Saudí moderna, el actual monarca -uno de los mejores amigos del rey Juan Carlos de España- es uno de los personajes más tenebrosos y aviesos del clan que controla la oscura y aterradora plutocracia wahabí desde incluso antes de que el mayor de ellos, Fahd, asumiera el poder en 1982.

Insertos en la médula del régimen, sus hermanos Nayef y Sultán modelaron el país en la segunda mitad del siglo XX convirtiéndolo en una de las autocracias más siniestras del mundo. El primero desde el ministerio de Interior, que dominó desde que fuera designado ministro en 1975 hasta su fallecimiento en 2011; y el segundo desde el ministerio de Defensa, que gestionó desde 1962 hasta su deceso, en 2012. A la muerte de este último, fue el propio Salman el que heredó esta cartera crucial en el devenir del reino petrolero. Ni siquiera el poderoso Abdala II, líder de otro clan, que gobernó entre 1995 y 2015, pudo quebrar el poder de los seis hermanos. Desaparecido el intruso, Salman recuperó el trono para la rama Al Sudairi en 2015 en medio de una agria crisis económica y política  y una enconada lucha con el resto de clanes reales.

Acosado por la generación inmediatamente posterior, el nuevo monarca tomó varias controvertidas decisiones destinadas a asentar su poder y garantizar que éste permaneciera en el seno de su clan. Siguiendo la tradición familiar, colocó a su primogénito al frente del influyente ministerio de Defensa. Joven e inexperto, rodeado por ambiciosos príncipes de mayor edad, la guerra en Yemen se entendió como la mejor baza para dotarle del prestigio militar y la influencia política de la que carecía y elevarle así después al rango de príncipe heredero, por delante de sus tíos. La resistencia de los Hutíes, la reticencia del régimen saudí a embarrar a sus tropas de tierra en una guerra más larga y compleja de lo previsto y la presión internacional ante la dimensión de la tragedia humanitaria y la matanza sostenida de civiles, emponzoñaron, sin embargo, los planes.

Mejor fortuna parecen haber tenido sus intrigas en el seno del ministerio de Interior y los servicios de Inteligencia, con los que colaboró de forma estrecha durante sus 48 años de gobernador general de Riad. Informes de los servicios de Inteligencia occidentales le vinculan con la represión policial de opositores en la capital y con organizaciones caritativas relacionadas con la financiación del yihadismointernacional. En particular con el Alto Comisionado saudí para la ayuda a Bosnia Herzegovina (Al Haramain), que él mismo fundó en 1993 y a la que se transfirieron sucesivamente más de 600 millones de euros. En 2002, fuerzas de la OTAN hallaron en sus oficinas en Sarajevo material presuntamente relacionado con los atentados del año precedente en Washington y Nueva York, el ataque suicida perpetrado contra el portaaviones estadounidense USS Cole en Yemen o las bombas plantadas en los consulados de EE UU en Kenia y Tanzania en 1998, que segaron la vida de 214 personas. En una entrevista concedida a la Agencia Efe en Túnez en 2015, Hedi Hammadi, un tunecino que pasó ocho años en Guantánamo por su presunta pertenencia a Al Qaeda admitió haber trabajado para esa organización, que facilitaba sus desplazamientos a Europa, el norte de África y Asia Central.

Salman ha admitido sus lazos con la organización Al Haramain, pero ha negado su responsabilidad “en las acciones diabólicas”. Según cifras de la organización de defensa de los derechos humanos Amnistía Internacional, desde la llegada al poder en 2015 de la familia Bin Salman, cerca de un centenar de religiosos moderados, periodistas, activistas y otros disidentes han sido encarcelados. Cientos de ellos más han sido presionados con medidas económicas punitivas y amenazas a sus familias para que abandonen la disidencia, según denuncias de los propios activistas. Dos de los últimos de ellos, los hermanos del opositor Omar al Zahrani, encarcelados el pasado mes de abril después de que Canadá, país en el que se haya refugiado el bloguero, denunciara el arresto de dos conocidas activistas saudíes.

Las purgas han alcanzado incluso a la clase financiera, irritada igualmente con el poder económico que el soberano ha concedido a su legatario. En noviembre de 2017, varios de los príncipes más acaudalados –entre ellos, Miteb bin Abdalah, uno de los aspirantes al trono, y los dos hombres más ricos del país, Mohamad al Amoudi y Al Waleed bin Talal– fueron detenidos y encerrados durante tres meses en un hotel de lujo de Riad acusados de corrupción en un reino donde el expolio de las arcas públicas es una tradición familiar. Todos ellos fueron liberados tras ser forzados a admitir su culpa y a entregar parte de su fortuna. Inmerso en el corazón de la familia real, de la que durante años fue su portavoz oficioso a través de uno de los diarios saudíes más influyentes, Jamal Khashoggi conocía muchos de esos peligrosos secretos, en particular los que podían ayudar a destapar las lóbregas actividades de la estirpe de los Salman. Cuando hace un año aterrizó en Washington, su vida y la de su familia era ya un infierno. Vetado por el príncipe heredero, había perdido su columna; su matrimonio naufragaba y sus allegados penaban en casa, temerosos de cualquier sombra y con el pasaporte cancelado. En el corto espacio en el que se convirtió en disidente, varios de sus amigos conocieron el hosco hedor a sangre y tortura que dicen desprenden las celdas de las cárceles saudíes. A pocos les sorprendió por ello su asesinato el pasado 2 de octubre; sí, sin embargo, el burdo y prepotente modus operandi del servicio secreto saudí en un país devenido, en los últimos años, a consecuencia de la guerra de Siria, en territorio hostil.

Más allá de una reprimenda, poco más se espera de una acción que, por la forma que se ha llevado a cabo, ha incomodado a sus poderosos aliados internacionales. En especial a Donald Trump, que desde que accediera al poder -casi al mismo tiempo que el rey Salman- se ha esforzado en recuperar una relación privilegiada que se deterioró durante los ocho años que duró la Administración Obama. La política del presidente demócrata de acercamiento a Irán -enemigo acérrimo de la oligarquía saudí- y su propuesta de cambio de régimen en Oriente Medio -plasmada en las fallidas primaveras árabes, que Riad observó como una amenaza estructural- empañaron unos lazos hasta la fecha sólidos. A ello se sumó la crisis del petróleo y el cambio en el paradigma de la región. Lograda la autosuficiencia energética, la Casa Blanca y el Pentágono dejaron de concebir a Arabia Saudí como un socio energético vital. La ligazón viró entonces hacia otros terrenos, y en particular al comercio de armas.

Según datos del Instituto Internacional de Investigaciones sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI), los contratos firmados durante el segundo mandato de Obama -galardonado con el Nobel de la Paz- supusieron que las exportaciones de armas de Estados Unidos alcanzaran su máximo nivel desde los 90. Entre 2013 y 2017, la venta de armas estadounidenses significaron el 37% del comercio mundial en este sector. Un 49% de ellas se embalaron rumbo a Oriente Medio, principalmente a Israel y Arabia Saudí. La compra compulsiva, orquestada por el propio rey Salman desde su puesto previo de ministro de Defensa, convirtió a Arabia Saudí en el segundo importador mundial de armas -solo superado por India- y en el tercer presupuesto militar del mundo, con 67.000 millones de euros, aunque muy lejos de los dos primeros, EE UU y China. Desde entonces, comisionistas de Francia, China, Rusia, Reino Unido, Alemania y España -principales proveedores de armas del mundo- hacen fila ante la cresa puerta de Salman y de su ministro de Defensa (y príncipe heredero), Mohamed bin Salman. Con apenas 28 millones de habitantes, y solo un frente de guerra abierto, mucho de ese armamento surte otros conflictos en el mundo árabe-musulmán como los de Siria, Afganistán o Libia a través de grupos salafistas radicales afines y del mercado negro.

Nada más conocerse los primeros detalles del aparentemente bárbaro asesinato de Khashoggi, Riad, en una campaña tan cuidada como el tour norteamericano del señalado príncipe heredero, se ocupó de recordar los magros negocios y los estrechos vínculos financieros que mantiene con la élite empresarial y con la mayoría de los Estados del mundo, pese a su contumaz y obstinada violación de los derechos humanos. Y de las negativas consecuencias que tendría cualquier castigo excesivo para la política proisraelí y antiiraní del presidente Trump y el combate contra el yihadismo. Un manido envite que ya había experimentado con éxito semanas antes en España. En un aparente arranque de conciencia, el ministerio de Defensa amagó con cancelar un controvertido contrato de armas firmado en 2015 por la Administración del Partido Popular. Enseguida se deslizaron en el debate los acuerdos firmados con la empresa estatal Navantia para la construcción de cinco corbetas en el puerto de Cádiz y los trabajos del AVE español a La Meca. Hasta la combativa izquierda española se encorvó frente al chantaje.

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