La recomposición del cuadro político (II)

Columna
El Líbero, 24.05.2017
José Joaquín Brunner, sociólogo y ex ministro 

Decíamos en nuestra anterior columna que la recomposición en curso del cuadro político enfrenta dos incógnitas. Una mira hacia adentro de la sociedad y la cultura política nacional; la otra se dirige hacia el contexto político-ideológico internacional. Aquella se refiere al vínculo perdido entre el sistema político y la sociedad civil; ésta, al clima ideológico que rodea la formación de nuevos discursos o narrativas políticas más allá de nuestras fronteras. La semana pasada reflexionamos sobre la primera de estas incógnitas (hacia adentro); esta vez exploraremos la segunda interrogante (hacia afuera) —que atiende al panorama ideológico internacional— partiendo por el espacio cultural de la derecha.

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La pregunta clave puede formularse así: ¿Cuáles puntos de apoyo y de referencia —concepciones de mundo, ideas, ideologías, discursos— encuentran las fuerzas político-ideológicas de nuestra sociedad en la cultura contemporánea para poder desarrollar sus propias visiones del presente y el futuro y darles un fundamento intelectual?

En efecto, ese tipo de marcos generales de orientación de la acción política, que ordenan la comprensión de la realidad y permiten actuar sobre ella, poseen habitualmente un alcance internacional. Son los “ismos” que circulan por la cultura, desde el liberalismo al comunismo, del ecologismo al animalismo, del feminismo al comunitarismo, del socialismo al autoritarismo, del neoliberalismo al anarquismo, del populismo al militarismo. Luego, en cada sociedad nacional adquieren una concreción local y unas particulares manifestaciones político-partidistas.

Las ideologías son viajeras, dijo alguien. Peregrinan de un lugar a otro; últimamente, a la velocidad del internet, las redes sociales, los medios tradicionales de comunicación, los libros y la academia internacional. Es la circulación de los discursos ideológicos, cuyas matrices —como ocurre también con las ciencias y las religiones— navegan de norte a sur, del centro hacia las periferias, de arriba hacia abajo, penetrando en las culturas y prácticas locales. Los revolucionarios miran a Inglaterra, Francia, EEUU, Rusia o China. Los reaccionarios a Alemania, Italia, España. Los socialdemócratas hacia los países nórdicos; los socialcristianos de mi generación al Vaticano y Roma, a Lovaina, a la revista Civiltà Cattolica de la Compañía de Jesús y a los teólogos crítico-reflexivos del Concilio Vaticano II.

Cada uno de esos puntos de referencia tiene a su vez antecedentes más o menos elaborados en el campo de la filosofía, de las ciencias sociales y de las humanidades. Y ofrece múltiples ramificaciones internas. Piénsese en la tradición que va de Marx a Gramsci o Althusser, de los liberales clásicos a Isaiah Berlín o Rawls, de Adam Smith a Von Hayek o Milton Friedman.

Pero las ideologías no son ciencia ni religión, aunque a veces sus pretensiones se deslicen en una u otra dirección o, incluso, en ambas simultáneamente. Más bien, buscan ofrecer una descripción de la realidad, una evaluación de la misma, y unas ideas ejes, programáticas, para su mantención, gradual transformación o radical sustitución. Ofrecen claves sobre el pasado e imágenes de futuro. Y transmiten motivos racionales y sentimentales para la acción.

Tienen, pues, la propiedad de servir para la acción, de organizar y poner en movimiento a colectivos, de inspirar programas de gobierno, de interpelar electores y circular como consignas por los canales de comunicación de la sociedad.

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Sin embargo, las fuerzas políticas chilenas que hoy pugnan por orientar y controlar la recomposición del cuadro político no encuentran en ninguna parte —dentro de su horizonte de pertenencia cultural— puntos de apoyo y referencia firmes. Al contrario, a su alrededor —especialmente en los países centrales del norte desarrollado— ocurre exactamente lo que anticipó Marx, que el capitalismo termina haciendo que todo lo sólido se desvanezca en el aire.

Misma metáfora que Zigmunt Bauman, crítico de la modernidad tardía, recupera bajo el concepto de “modernidad líquida”, apuntando a la esencial transitoriedad de sus apariencias, estructuras y experiencias. Así, mientras “los sólidos conservan su forma y persisten en el tiempo: duran, […] los líquidos son informes y se transforman constantemente: fluyen. Como la desregulación, la flexibilización o la liberalización de los mercados”. Y, podría agregarse, también como las modas literarias, los flujos de información, el conocimiento en constante renovación, las ideologías viajeras, los conceptos de la sociología y la economía, las escenas del arte, las profecías y los modos de religiosidad.

De hecho, todas las fuerzas políticas chilenas enfrentan este drama: el de un contexto ideológico-cultural que, a nivel internacional, se encuentra en estado líquido.

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Tómese el caso de la derecha, para partir por un extremo de ese contexto.

Es probable que la derecha local (en sus variadas, incipientes, antiguas y nuevas formas) mire sorprendida los fenómenos evolutivos de sus correlatos externos.

Por un lado, el renacimiento de una ideología nacionalista, autoritaria, anti-mercados abiertos, xenófoba, desconfiada de la democracia liberal, del establishment mediático-político, propensa a la formación de movimientos de masas más que al cultivo de partidos de caballeros, que desprecia las tradiciones y los sentimientos religiosos o bien los utiliza meramente como motivos de comunicación masiva.

El trumpismo es un ejemplo de esta corriente nacional-popular o populista que ensalza al obrero de mameluco azul, a las personalidades fuertes, a los grupos con menor educación y que hace mofa de los expertos, del conocimiento científico, del cosmopolitismo y de los organismos multilaterales.

Por otro lado, una derecha puramente bancaria y plutocrática, encerrada en sus torres cada vez más altas, compitiendo por el control del capitalismo financiero ultra veloz, aquel que se manifiesta en Davos y aparece cada vez más sideral y distante, despegado de la realidad, propulsado hacia el futuro y opuesto a la revitalización de los nacionalismos populistas. Su reino no es de este mundo de patrias y localidades, sino esencialmente transnacional, de ciencia-ficción, de la circulación más que de la producción, y de completa abstracción y simbolización del dinero.

Es, en parte al menos, el incipiente gobierno global, aquel que sólo aparece cuando se producen las grandes crisis financieras, y cuyas ideas e ideología se revisten del aura de la “cuarta revolución industrial”. Es decir, del brave new world que resultaría de la robotización del trabajo, la inteligencia artificial, el aprendizaje virtual, la internet de las cosas, el cloud computing y los sistemas ciberfisicos. Esta revolución industrial 4.0 todavía no  existe, pero como muestra Wikipedia, ya tiene diversos nombres en el mercado ideológico: Ciberusina, Ciberfábrica, Usina digital,  Industria digital, Advanced ManufacturingFuturprodIntegrated IndustrySmart-IndustriesIntelligent Manufacturing System.

Ambas corrientes de derecha que hoy parecen ocupar el imaginario de este sector han roto con la figura del capitalismo burgués de los siglos XIX y XX. Esto es, aquel que Thomas Mann define por ahí más que como un estatus socioeconómico, como una disposición ética consistente en “el predominio del orden sobre el estado de ánimo, de lo duradero sobre lo momentáneo, del trabajo sereno sobre la genialidad…”.

En cambio, ahora ambas corrientes se mueven contradictoriamente frente a los fenómenos de la globalización. Entre el polo del rechazo a dichos fenómenos y el ingreso a un mundo de variados capitalismos nacionales o regionales en un extremo —desde China y su capitalismo de Estado comunista hasta America first, incluyendo los demás BRICS, una Europa fragmentada y los Asian values— y, en el extremo opuesto, el polo del capitalismo desbocado, ultra veloz, entregado a la ciber-liquidez donde ya no hay centro ni periferia, sino una continua circulación de bienes (sobre todo intangibles), de dinero, de personas y de formas culturales.

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La perplejidad de la derecha local en el plano político-ideológico y cultural es producto, en parte al menos, de la desaparición o debilitamiento de sus puntos de apoyo y referencia en el plano internacional. 

En efecto, el nacionalismo agresivo del trumpismo, o de los brexiteers, o de los sectores neopopulistas de Francia, Austria, Hungría o Polonia, descoloca completamente a nuestra derecha esquemáticamente neoliberal que tanta ascendencia ideológica llegó a tener en Chile bajo la dictadura militar. Pero ella tampoco logra conectar o resonar con la imaginería tipo revolución industrial 4.0, dada la naturaleza tan poco diversificada y sofisticada de nuestra economía, su bajo componente de alta tecnología y su rezago en los ámbitos de la investigación, desarrollo e innovación.

¿O quizá hay algunos lejanos ecos de una y otra de estas visiones de derechas al interior del sector en Chile? Por ejemplo, a ratos aparecen ciertas ideas de corte neo-populista, proteccionistas y de cuestionamiento de la inmigración en el debate interno de las precandidaturas presidenciales de la derecha. Asimismo, hay elementos de autoritarismo (siempre vivos bajo la superficie) que suelen hacerse presentes nostálgicamente aquí y allá, así como una apenas velada tendencia favorable al pragmatismo eficientista que desconfía de los mecanismos lentos y engorrosos de la democracia representativa.

Pero no, estos no son signos de que las ideologías de nuestra derecha se hallen en ebullición y busquen resonancias con las transformaciones político-culturales que experimentan las derechas del norte, en Estados Unidos, Europa occidental, central y del este.

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Más bien, si se lee con atención los debates internos de nuestra derecha, las posturas que asume su nueva generación de intelectuales y los manifiestos y textos de elaboración programática en curso, se vislumbra un esfuerzo por lograr una síntesis ecléctica y moderada de elementos de las tradiciones de pensamiento de este sector en Chile: liberalismo, pero con desconfianza hacia el individualismo;  comunitarismo suavemente neoconservador; nacionalismo abierto; Estado de orden, pero (ahora) no-autoritario; democracia con disciplina; mercado con valores, pero no necesariamente competitivo, etc.

O sea, una suerte de revival de elementos de la cultura de una derecha bien pensante que busca alejarse, por igual, del neoliberalismo extremo y esquemático estilo Chicago-boys como del gremialismo corporativista y del autoritarismo antipolítico no-democrático que se reclama heredero del pensamiento de Jaime Guzmán.

Poco hay en esta derecha escrupulosa —moderada, de orden y eficiencia, más preocupada de la buena gestión que del capitalismo disruptivo schumpeteriano— del pathos de fin-de-época que recorre a las derechas en otras partes del mundo. No se manifiestan aquí, por eso mismo, las contradicciones culturales del capitalismo que preocupaban a Daniel Bell; ni el debate sobre la crisis y el destino de la globalización capitalista que agita a la intelectualidad neo-nacionalista; ni la cuestión sobre los límites morales del mercado and what money can’t buy de Michael Sandel; ni la tragedia weberiana a la que conduce la continua racionalización instrumental de los mundos de vida la cual, sabemos, desemboca en la total irracionalidad sustantiva de la “jaula de hierro”.

Más bien, nuestra derecha parece situarse estoicamente (¿o será inconscientemente?) frente a las turbulencias de nuestro tiempo y a los sombríos presagios o el fatal optimismo que provienen —desde más allá de nuestras fronteras— del entorno ideológico cultural de este sector.

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