La soledad del Cónclave

Columna
El Líbero, 17.05.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

Este domingo tendrá lugar la misa de inicio del Pontificado del Papa León XIV. Después, comenzarán a silenciarse los micrófonos y a apagarse las cámaras de los casi cinco mil periodistas acreditados para los distintos eventos que implicaron la elección de un nuevo Pontífice. En Roma quedarán los peregrinos que participan del Jubileo correspondiente a este Año Santo dedicado a la Esperanza, y millones de turistas que, además de aquilatar el peso de la historia de Occidente, del auge y caída de un Imperio, del renacimiento cultural y de sus tesoros artísticos, descubrirán el valor y vigencia de la Iglesia Católica en sus calles y rincones.

En estos días se han escrito y grabado miles de comentarios y capturado imágenes que intentan adivinar lo que pasó en el Cónclave. Se han realizado miles de elucubraciones sobre el nuevo Papa y lo que vendrá, y se hacen paralelos entre el Pontífice recién fallecido y el que comienza su Ministerio. Algunos de estas opiniones son muy informadas y serias. Sin embargo, ambos son hombres de su propio tiempo.

Lo que me intriga, y de lo que se ha hablado muy poco, es de la perspectiva que debe haber tenido un hombre, un cardenal elector, encerrado en la Capilla Sixtina, ante la trascendental decisión de elegir al sucesor de Pedro. Allí está solo, con su conciencia lo más libre posible de inevitables prejuicios, ante una elección que debe interpretar el momento y el futuro de la Iglesia según su particular visión, incorporando lo que dicen otros hombres que tal vez no conoce y que provienen de distintas partes del mundo. Ha conversado con distintos grupos, intercambiado opiniones en cafés y almuerzos, seguramente ha orado mucho en soledad. Ha asistido a las reuniones de las congregaciones generales. Asistió posiblemente a los funerales del Papa Francisco, una instancia de despedida marcada por la gratitud hacia el pasado, pero que no está destinada a mirar hacia el futuro. Ahora se enfrenta a otra etapa, reservada, colegiada, técnica e informada, aunque no necesariamente esclarecedora.

Lo cierto es que, al Cónclave, al final, el cardenal entra solo. En ese papel que tiene frente a su mesa, junto a hombres sentados ante otras mesas y votos, deposita con una mezcla de confianza e incertidumbre el rumbo de la Iglesia en una persona de la que seguramente ignora casi todo, que no tiene otro programa “político” que ser fiel al legado de Cristo, de Pedro y de sus sucesores; que tiene que asumir un papel de guía moral de alcance universal, lo quiera o no; una persona que perciba de manera adecuada lo que el pueblo católico requiere en estos tiempos; que es un hombre cualquiera, con sus luces y sus sombras y cuyo mandato está limitado únicamente por la vida física de quien asumirá el poder.

Tiene ante sí un documento que lo ilustra acerca de quienes están a su lado y son candidatos al igual que él. Sin embargo, ese documento, ¿qué puede contener? ¿Hay allí alguna referencia a la espiritualidad de una persona? ¿Qué sabrán esas páginas del diálogo que cada uno tiene con Dios? ¿Qué sabrán de la profundidad con que celebra la liturgia diaria? Sólo puede contener datos biográficos y públicos, pero nada que importe sobre el calado de lo esencial. A diferencia del voto civil, el cardenal está a ciegas, necesita de su oración y de la oración de otros, confiado en la acción que ejerza sobre él el Espíritu Santo, al que debe estar abierto espiritualmente.

Al día siguiente de la elección papal, la directora del canal francés KTO, Philippine de Saint Pierre, entrevistó a tres cardenales de distintas procedencias que participaban por primera vez en un Cónclave: el cardenal Fridolin Ambongo Besungu, Arzobispo de Kinshasa en el Congo, ciudad de 17 millones de personas y presidente del Simposio Episcopal de África y Madagascar; el cardenal Gérald Cyprien Lacroix, Arzobispo de Quebec en Canadá, que en su minuto fue misionero en América Latina; y el cardenal Jean-Marc Aveline, Arzobispo de Marsella, y actual Presidente de la Conferencia Episcopal de Francia.

Los tres destacaron algunos elementos que no han sido suficientemente enfatizados. En primer lugar, el Cónclave fue para todos ellos una experiencia espiritual sin par, un encuentro con el Misterio de Dios, con el Espíritu Santo. Una Liturgia. Experimentaron hondamente el sentido de la oración propia y la de quienes rezaban con y por ellos. Cuando circuló el nombre, apoyado por gente venida del mundo entero, uno de ellos dijo que el Señor había elegido su candidato.

Su testimonio recordaba las palabras de San Juan Crisóstomo al comentar la elección de Matías, el Apóstol:

“Señor, tu penetras el corazón de todos, muéstranos. ‘Tú, no nosotros’. Llaman con razón al que penetra todos los corazones, pues él solo era quien debía de hacer la elección. Le exponen su petición: con toda confianza, dada la necesidad de la elección. No dicen: ‘Elige’, sino muéstranos a cuál has elegido, pues saben que todo ha sido prefijado por Dios”.

En segundo lugar, para todos fue importante y trascendente el ritual, aquello que viene de antiguo y sigue teniendo hoy una fuerza y significado impresionantes. Al ingresar en procesión solemne a la Capilla Sixtina, decían, que impone respeto por sí misma, el tiempo de hablar se acabó y comenzó la etapa de elegir, de discernir en comunicación únicamente con Dios en un ambiente de oración. El sonido y el simbolismo del cierre de la puerta fue una experiencia potente. Hasta ahí llegaba la comunicación con el mundo. No había más celulares, sino la conciencia. Para uno de ellos, la elección del nuevo Papa fue equivalente a la Resurrección.

Recordé, al respecto, unas líneas que escribió Carlos Peña el domingo pasado en El Mercurio. Agnóstico él mismo, señala que el rito resulta tan fundamental que el misterio se hace posible a través suyo. Observa, agudamente, que periodistas no creyentes lloraron ante el anuncio del nuevo Papa y su primera aparición porque “vivieron esa experiencia de comunión y de acceso a lo inefable que el rito y la ceremonia bien ejecutada hacen posible”. El mismo Papa León XIV, en reunión con las Iglesias Orientales, reflexionaba:

“Cuánto necesitamos recuperar el sentido del misterio, tan vivo en vuestras liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan el asombro ante la grandeza divina que abraza la pequeñez humana”.

En tercer lugar, los cardenales entrevistados hicieron ver el peso que tenían a sus espaldas. Algo que nos superaba. Uno de ellos agrega que, de pronto, “me di cuenta de mi pequeñez y de la seriedad de lo que me esperaba. Estábamos ante el Señor, en la Capilla Sixtina, con nuestro propio sentido de responsabilidad”. Sólo quedaban las plegarias, sentirse en una celebración, y la fuerza del Espíritu Santo, que aligeraron el peso. De otro modo, agregó, “no habría sido capaz”.

En medio de varias reflexiones, una cuarta me llamó la atención: “Pedro tal vez no era el mejor, pero era el que debía estar con Cristo”. Cada cual llega tal cual es, dicen y “estamos listos para trabajar con el Papa, venga de donde venga”. Transmitimos el mismo mensaje, agregan, que se realiza a través de personas distintas. El nuevo Papa “es un sucesor de Pedro, no de Francisco” y continuador del Jubileo de la Esperanza, que significa avanzar, no mirar atrás.

Quise dedicar las líneas de esta semana a este acontecimiento religioso y mundial que a los católicos nos toca en lo más profundo, y a los que no lo son, por el referente ético y moral que supone el magisterio de la Iglesia.

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