Las deportaciones y su impacto

Columna
El Líbero, 01.02.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

A mediados de noviembre del 2011 me correspondió viajar a Honduras, ocasión en la que pude reunirme con el Cardenal Oscar Rodríguez Madariaga, hoy arzobispo Emérito de Tegucigalpa y entonces hombre muy influyente en la Iglesia. Recuerdo vivamente su crítica mirada a las deportaciones de hondureños desde los Estados Unidos. Pensaba que, junto al creciente tránsito de drogas, en las expulsiones estaba el caldo de cultivo de la delincuencia que arrasaba su país, que liquidaba el sistema judicial, el carcelario, que alentaba la corrupción, etc. Llegaban a Honduras individuos que habían pasado toda una vida en el país del norte y ya no tenían arraigo ni redes en aquella cultura centroamericana. Se quejaba también que muy pocos obispos norteamericanos se comprometían con esta realidad.

Aquel año gobernaba el demócrata Barack Obama en la Casa Blanca y fueron deportadas casi 294.000 personas desde Estados Unidos, en su mayoría a México y los países centroamericanos. Aparte de las quejas del Cardenal, no recuerdo que hubiera pataletas en nuestros gobiernos como las que protagonizó el pasado fin de semana el presidente de Colombia, Gustavo Petro. La cifra de expulsiones venía en aumento desde el 2000, cuando fueron proscritas más de 150.000 personas. Durante el reciente cuatrienio del expresidente Biden fueron expulsados 545.252 individuos. Es decir, bajo presidencias norteamericanas de distinto signo político han sido desterradas cientos de miles de personas con un estruendoso silencio de nuestra parte. Sólo entre 2019 y 2024, casi un millón de seres humanos.

No simpatizo para nada con el estilo de Trump, pero no podemos ser cínicos en nuestra región y rasgar vestiduras ahora, cuando el tema es en realidad complejo y antiguo. De acuerdo con un trabajo publicado en la revista mexicana Estudios Fronterizos en 2015, de los autores Simón Izcara y Karla Andrade, la política de deportaciones masivas en Estados Unidos se inició con la Gran Depresión, cuando fueron repatriados 400.000 mexicanos. En 1954 fueron removidos más de un millón de migrantes. Para estos académicos, el actual período de deportaciones comienza en la segunda mitad de los noventa cuando se dicta la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y Responsabilidad de los Inmigrantes (1996); la Ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Efectiva (1996), y la Ley Patriota (2001) que extendieron los poderes del gobierno federal y las policías locales para arrestar, detener y deportar a los inmigrantes. Los cuerpos legales ampliaron las ofensas por las cuales el extranjero podía ser deportado.

Por otra parte, no podemos negar el derecho que le asiste a cualquier Estado a controlar sus fronteras, así como el ingreso, residencia y expulsión de los que no son sus ciudadanos. Estados Unidos, al igual que Europa, los países del Golfo y en menor medida nosotros, nos debatimos entre mantener nuestras señas de identidad o adoptar en nuestro cuerpo social cambios culturales importantes pero incomprendidos.

También enfrentamos la resistencia de los nuevos residentes a adaptarse social y culturalmente al país, para no renunciar al sueño de regresar; o la tendencia a agruparse en barrios o comunidades para desarrollar su cultura y costumbres, generando la molestia de los habitantes que estaban antes. Todos los inmigrantes luchan por sobrevivir y en ese proceso desplazan a los trabajadores locales; se entregan a empresarios que buscan minimizar costos y lucran con las necesidades del recién llegado. Se suma a todo lo anterior, la percepción de que la delincuencia está vinculada a los extranjeros, cuando en realidad se alimenta de los rechazados en general, y en ella participan algunos recién llegados. Por ejemplo, en 2022 en la UE, sólo un 8,3% de la población encarcelada era extracomunitaria. En Estados Unidos, el 15%. En Chile, el 11,8% eran extranjeros. En México, el 9,6% (2021).

Frente al problema, que es general, debemos asumir que hemos fallado como región al negarle a nuestra gente las condiciones para desarrollarse como personas, forzándolas a salir (objetivo 2 del Pacto de Marrakesh). Hemos sido incompetentes para controlar el tránsito de millones de personas a través de nuestros países alentando bandas de coyotes, transportistas inescrupulosos, el negocio de los documentos apócrifos, la corrupción de las burocracias, entre otros males (objetivo 9 de Marrakesh). Hemos sido ineptos para controlar nuestras fronteras y nos dotamos de legislaciones “buenistas” para abordar esta situación (objetivo 11 de Marrakesh). ¡Para qué seguir! Ahora, nos escandalizan las expulsiones de Trump cuando lo que queremos es agilizarlas. En Chile pensábamos llegar a 1.100 deportaciones a fines del año pasado, pero la “hermandad” latinoamericana se acaba cuando se trata de recibirlos de vuelta. Las dificultades con Bolivia y Venezuela son conocidas (objetivo 21).

Tenemos frente a nosotros varios fines políticos que son contradictorios entre sí. El primero, cumplir con las legítimas demandas de nuestros votantes, cada vez más renuentes a los expatriados, o borrar con el codo lo que hemos prometido en el ámbito internacional. El segundo, predicar el desarrollo en los países emisores, pero, al expulsar a sus ciudadanos, dejarlos sin las remesas de las que dependen, agravando sus problemas sociales. El tercero, propiciar el crecimiento de las pequeñas y medianas empresas, pero, al deportar a los inmigrantes, se las obliga a recurrir a mano de obra más cara, limitando su competitividad. El cuarto, pregonar la mano dura contra la delincuencia, pero, al expulsar a estas personas, se las presiona a buscar su sustento en sus países de origen por cualquier medio, incluyendo la delincuencia. Es decir, exactamente lo que denunciaba el Cardenal hondureño hace 13 años. El quinto, estimular las deportaciones sabiendo que en poco tiempo estas personas intentarán salir de nuevo, presionando sobre México, Estados Unidos y tal vez hacia el sur. El sexto, declarar la plena vigencia de los derechos humanos, pero, al momento de la deportación, trasladar a las personas de manera indigna. El séptimo, proclamar el respeto a la democracia representativa, pero, tratándose de deportaciones, legitimar a las dictaduras dispuestas a acordar un sistema de repatriaciones. Vale mencionar que el año pasado los Estados Unidos deportaron 657 personas a Cuba, 3.872 a Nicaragua y 3.256 a Venezuela (¿cuántos recibieron de Chile esos países?)

Las deportaciones son legítimas, pero discrepantes y chocantes respecto a otros objetivos, y no tenemos una respuesta satisfactoria que dé cabida a las aspiraciones de todos los sectores afectados. Lo anotado anteriormente es apenas una muestra.

Si escarbamos un poco más profundamente, nos encontramos con el resurgimiento del viejo problema de la presión de otros pueblos sobre las fronteras de los más prósperos, que justificó hace siglos la construcción de la gran muralla china, pero que igual erosionó y derrumbó a varios imperios. Si vamos un poco más allá, podemos vislumbrar (ojalá me equivoque) el próximo fin de una época de alta movilidad global entre personas y el advenimiento de muros, alambres de púa, fronteras blindadas, visas, requisitos burocráticos que limiten la era dorada de la libertad de movimiento y una mirada universal. Temo que la coacción a la libertad de desplazamientos afecte al turismo y sea el anticipo de mayores restricciones a la libertad de comercio.

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