Lula y su cumbre sudamericana (ni ruido ni nueces)

Columna
El Mercurio, 01.06.2023
Genaro Arriagada, cientista político, exministro y político DC

Que la política de Brasil —especialmente bajo Lula en su anterior y actual presidencia— tiene aires de grandeza no cabe duda. Y en parte con razón. Brasil es la novena economía del mundo; representa la mitad del producto de América del Sur; la quinta nación más poblada de la Tierra; la quinta con un territorio más extenso; con fronteras con todos los países sudamericanos, salvo Chile y Ecuador; reconocido por su rol en el campo de la energía y la agresiva expansión de sus empresas multinacionales: las “verde amarillas”, como Petrobras, Odebrecht, Itaú y decenas más.

En su ánimo de conquistar influencia, la política exterior brasileña de las últimas décadas (excluidos los años de Bolsonaro) muestra como uno de sus focos esenciales lo que en estos días resuena como “sudamericanización”, término atractivo, pero que no es neutro, pues expresa un propósito geopolítico claro. Se trata de ver a Latinoamérica dividida en dos áreas de influencia: una en el norte (México y Centroamérica), bajo ascendencia de México, y otra, desde Colombia al sur, bajo influencia brasileña. Supone de parte de Brasil una pérdida de interés en Centroamérica y en México, cuya política —corta de vista y errónea— lo ha conducido a un progresivo aislamiento de América del Sur.

Brasil, en cambio, cree que su papel en Sudamérica es importante para ganar espacios en la política global buscando aumentar su influjo en organismos multilaterales, funcional a su intento por obtener, en la reestructuración de la ONU, un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Sin embargo esta política exterior muestra una contradicción entre el multilateralismo que postula en los foros y organismos internacionales y una preferencia por el bilateralismo en Sudamérica.

En este último campo ha mostrado una renuencia a crear instituciones fuertes y a suscribir tratados que limiten su poder. No es extraño, por tanto, que en estos días Lula no haya puesto como central una redefinición de Unasur, o es probable que en una división del trabajo su revitalización haya sido asignada a Colombia y Argentina.

Es claro que Brasil observa con distancia instituciones hoy débiles —como la OEA— que facilitan la presencia de EE.UU., Canadá o México en asuntos hemisféricos. Además, la diplomacia brasileña ha mostrado poco interés en temas como la democracia o el respeto a los derechos humanos —lo prueba en estos días su exultante recepción a Maduro—y, en este marco, es dable suponer que será neutral ante intentos, como los de Venezuela y Ecuador, en la década pasada, de utilizar Unasur como instrumento para debilitar lo más valioso de la OEA: el sistema de protección de los derechos humanos, la relatoría sobre libertad de expresión y la propia Carta Democrática.

En comercio, como lo ilustra el Mercosur, Brasil no evidencia compromiso con una unión aduanera real, ni por crear en su interior mecanismos eficaces de solución de controversias; sin embargo, mira la integración sudamericana como una tarea en la que jueguen un rol privilegiado las grandes empresas “verde-amarillas” con un respaldo y una protección muy activa (a veces imprudente, para decirlo con benevolencia) del Estado de Brasil.

La consideración hacia la política exterior que el gobierno de Brasil decida no impide su crítica ni invalida la pregunta de si ella es favorable para el resto de América del Sur.

Creyendo que la mayor integración de nuestros países es un gran bien, tengo dudas sobre que “la cumbre” para la “sudamericanización” realizada esta semana —en un marco de falta de acciones y compromisos efectivos en materia de democracia, derechos humanos, libre mercado, una mayor multilateralidad— tenga como resultado algo más que una declaración. Más bien ella se inscribirá como parte del activismo a que se ha encaminado la gestión internacional de la actual presidencia de Lula, que ha tenido más tropiezos que éxitos, marcada por declaraciones imprudentes (p. e., sobre Angela Merkel; las violaciones a los derechos humanos en Venezuela como una “construcción narrativa”; o las responsabilidades por el inicio de la guerra en Ucrania) o por propuestas grandilocuentes, aunque bien intencionadas, como aquella de crear un “peace club” para poner fin a la guerra en Ucrania.

No hay comentarios

Agregar comentario