Columna El Líbero, 07.09.2024 Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE
No sólo en Venezuela se viven tiempos aciagos. También en México y en Brasil están jugándose en estos días principios fundamentales de la democracia como la separación de los poderes, el significado de la representación popular o el alcance de la libertad de expresión.
En México nadie duda del triunfo de la coalición de partidos en torno al Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) en las pasadas elecciones del 2 de junio. En una columna anterior vimos los desafíos que deberá enfrentar la futura presidenta, Claudia Sheinbaum, a contar del 1 de octubre, para aumentar y no disminuir los espacios de libertad de los mexicanos. La serie de preguntas formuladas está convirtiéndose, lamentablemente, en respuestas amenazadoras para el futuro de la democracia y de las instituciones libres bajo el visto bueno de la presidenta electa.
En sus últimos días al mando del gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está promoviendo con toda la fuerza del poder la recreación de un estado hegemónico semejante al que gobernó México en décadas pasadas, es decir, una democracia autoritaria que cooptaba a distintos y muy variados grupos de la sociedad. Así las cosas, no hay convicción en México para condenar la actual dictadura venezolana y ninguna otra.
En febrero de este año AMLO planteó 20 reformas constitucionales como parte de su legado político, pero recién desde el pasado 1 de septiembre cuenta con los dos tercios necesarios en la Cámara de Diputados para aprobarlas. Las reformas comprenden una amplia gama de asuntos, algunas muy regresivas para los equilibrios necesarios en democracia como el fin de la autonomía del Instituto Nacional Electoral (INE), ente arbitrador en estos procesos, que dejaría de ser una entidad pública autónoma, independiente, para ser dirigida por consejeros elegidos popularmente y, por lo tanto, expuestos al juego del poder y de la política; o la que busca controlar desde el Ejecutivo a la Guardia Nacional; otra que elimina la autonomía del órgano encargado de la transparencia y protección de datos personales. Sin embargo, la más controvertida en los días que corren es la que establece que los 1.600 cargos del Poder Judicial pasen a ser de elección directa en forma escalonada, en un proceso gradual que comienza el año próximo.
El clima político se ha enrarecido mucho en estas últimas dos semanas desde que el INE, congraciado con el Ejecutivo antes de su propia reforma, estableció que los escaños en el legislativo surgido de las elecciones generales del 2 de junio se repartirían por partido y no por coalición. Mediante esta argucia jurídico-matemática se distorsionó gravemente la voluntad popular expresada en las urnas. Con esta interpretación -que arranca del artículo 54 de la Constitución- el gobierno y sus aliados, que obtuvieron un 54,7% de los votos, pasaron a controlar 364 escaños de un total de 500 en la Cámara, muy por encima de la proporcionalidad e incluso de los 2/3 para emprender reformas constitucionales, sin necesidad de negociar. La sobre representación que les fue asignada no sólo altera la voluntad del voto, sino que supera el umbral del 8% permitido en la Constitución para estos efectos. En el Senado, la coalición de gobierno obtuvo 83 bancas sobre 128. Están apenas a tres votos de la mayoría necesaria para realizar las reformas constitucionales sin obstrucción.
La medida aplicada por el INE, ratificada luego por el Tribunal Electoral en votación dividida, desconoció el peso del 45,3% de los votantes que optaron por la oposición. De este modo, el país se acerca peligrosamente a la posibilidad que el gobierno actual o el de Claudia Sheinbaum, “compre” los tres votos faltantes en el Senado de los cuales dos estarían ya en el bolsillo. El general Álvaro Obregón, que fue presidente de México entre 1920 y 1924 decía de los militares que se le oponían: “Nadie aguanta un cañonazo de cincuenta mil pesos”.
Con la mayoría absoluta en mano (o casi), se precipitaron las modificaciones constitucionales prometidas por AMLO, que hacen temer un retroceso de la calidad de la democracia mexicana a los tiempos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que en forma hegemónica gobernó México entre 1946 hasta su primera gran derrota electoral en 1997. Fue el propio PRI el que paulatinamente desmanteló su poder con ocho reformas constitucionales entre 1977 y 2014, reflejo de los cambios producidos en la cultura, la sociedad, la política y la economía mexicana. El partido llegó a la hegemonía para dejar atrás las heridas de la revolución (1910-1920). Se pensó como un espacio donde cupieran todas las disidencias políticas de la época: los herederos políticos de Pancho Villa, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza y otros varios caciques; y que a la vez fuera “un sostén al orden legal mediante la unificación de los elementos revolucionarios del país”. La idea era aglutinar liderazgos nacionales y regionales, el mundo campesino, empresarial, terrateniente, obrero, estudiantil, cultural, intelectual. La hegemonía respondía a un anhelo de orden que se fue convirtiendo hacia los años 60 en modelo de represión.
El contexto histórico de hoy es distinto al de fines de los años 20. México no ha pasado recientemente por una guerra civil, ni por traumas económicos. Es un país sólido, en crecimiento, de una enorme riqueza intelectual y variedad política, integrado plenamente en las economías de América del Norte. El único descontrol radica en la avidez de poder de AMLO, ya que el desafío de la corrupción o la fuerza de las mafias no se corrigen por la concentración del mando, sino por fortalecer las instituciones que pueden controlarlo, evitar sus abusos y ejercer la autoridad del estado de derecho sobre todo el territorio.
Como decía antes, la reforma judicial es la más preocupante de todas y la que en estos días se encuentra en pleno debate. Pretende acabar con la corrupción, el nepotismo, fortalecer ese poder del Estado, acercarlo a la gente. Todos objetivos loables. Sin embargo, la elección popular de jueces, magistrados, relatores y demás, supone en sí misma su politización, aunque se plantee la elección a través de listas promovidas por los tres poderes. Dos de ellos son por esencia políticos y el tercero va camino de perder su independencia. Como resumía un agudo comentarista: “(la reforma) pondrá nuestros derechos en manos de autócratas federales, de caciques locales y de organizaciones delincuenciales”. Es decir, un riesgo tremendo para el ejercicio de la libertad.
Esta reforma viene, además, acompañada de pocas exigencias en cuanto a experiencia de los candidatos y de una alta rotación una vez que sean llenados los cargos. Esto provoca enorme preocupación en el mundo empresarial restando confianza al ambiente para invertir y su seguridad jurídica. Entre los socios de México en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte nadie ha expresado en forma más gráfica la angustia que el embajador norteamericano: “Un Poder Judicial fortalecido en México debe contar con jueces capaces de gestionar litigios complejos para las extradiciones, disputas comerciales y otras cuestiones. Sin embargo, la propuesta, tal como está, elimina los requisitos necesarios de tener a los jueces más calificados, incluyendo la reducción de los años de experiencia necesarios para servir en todos los niveles del Poder Judicial”
Quedan apenas 23 días para que asuma como presidenta Claudia Sheinbaum, pero el ritmo frenético de los cambios radicales se acelera en lugar de disminuir, para que AMLO consolide su legado anti libertario y deje el menor espacio posible a su sucesora en el improbable caso que quiera revisar las reformas de su antecesor. A ello se agrega que le deja un gabinete casi armado. Lamentablemente para todos, esta regresión de las libertades se produce en un país socio en la Alianza del Pacífico, que tiene un natural liderazgo en la región y, por ello, alienta que procesos similares se reproduzcan en otras partes. ¿Qué lección estarán sacando Castro en Honduras, o Bukele en El Salvador?