Nicolás Maduro: Guardaespaldas

Perfil
ExAnte, 09.03.2024
Rafael Gumucio, escritor y columnista

Hay que contar con el corazón y sentir con la cabeza” le decía la gran profesora de piano Nadia Boulanger a sus estudiantes. Es decir, a la hora de la razón hay que tener en cuenta ante todo el corazón, como, a la hora de los sentimientos, hay que tener sobre todo en cuenta la razón. Esto vale tanto para la música como para la política.

El corazón nos dice que todas las dictaduras son injustas, crueles y malvadas y habría que reprobarlas a todas. La razón nos dice que, sin embargo, cuando se gobierna se debe pactar necesariamente con más de una de estas horribles dictaduras demasiado frecuentes y poderosas para pasarlas por alto.

Reprobar los bombardeos a Gaza o a Ucrania nos deja sin demasiados costos en el lado correcto de la historia. Pero debemos recordar que nada en esos universos de dolor y sangre es tan simple y fácil como quisiéramos creer. Si fuera simple o fácil estar del buen lado siempre, al presidente Boric no le costaría 17 días decir que en Venezuela hay una dictadura y que Maduro es un dictador.

Sin duda, lo sabe y lo piensa, pero su aliado principal, el Partido Comunista de Chile, no piensa lo mismo que él, o más bien piensa que hay dictaduras y dictaduras. Aunque casi todas las dictaduras les gustan, la de Venezuela, que no tiene casi nada de comunista, le gusta más que ninguna, quizás porque, en cierta medida, es una dictadura perfecta.

Perfecta no porque, como en el México del PRI, se vota en ella cada cierto tiempo, sino porque en ella conviven las desventajas evidentes de las tiranías sin ninguna de sus “externalidades positivas”.

Porque no se puede decir en Caracas, como se decía en la Italia de Mussolini, que la falta de libertad permite que los trenes lleguen a la hora, porque el único tren perfectamente puntual en Venezuela es el tren de Aragua, que tiene en Chile y en Perú sus estaciones principales. Ni se puede decir, como se decía también en la Italia fascista, que el régimen permite dormir siesta con las “puertas abiertas” sin temor a la delincuencia, que se ha convertido para los venezolanos en una realidad más palpable que nunca.

Comunismo sin igualdad, capitalismo sin libertad, narcoestado centralmente desplanificado, Nicolás Maduro es el tirano también perfecto de este país que ha convertido su descomposición en un sistema. Gordo, grande, cuadrado, de pocas ideas, ninguna propia, es un hombre triste que vivió de la muy imaginativa función de manejar un bus que replicaba el recorrido del metro de Caracas. Un hombre gris a cargo de un trabajo gris que se convirtió luego en un funcionario gris de un gobierno amaranto.

Nicolás Maduro pudo ser un beisbolista de las grandes ligas, pero rechazó la posibilidad de irse a Estados Unidos a ser pitcher, para preferir convertirse en guardaespaldas de José Vicente Rangel, el “San Juan Bautista” del chavismo. De alguna manera eso ha seguido siendo toda su vida: el guardaespaldas incómodo, cuadrado, mentalmente grueso, de Hugo Chávez primero, y de Diosdado Cabello, ahora. Agente cubano y chico de los mandados que da la cara por una banda más o menos organizada de muchos militares y algunos civiles a cargo a la vez de la economía formal e informal, que son una y la misma.

Hanna Arendt, en un libro apasionante, pero equívoco, habló de la banalidad del mal para explicar el comportamiento cortés, puntual y servil de Adolf Eichmann, uno de los mayores asesinos de la historia humana. Pero Eichmann no era banal, ni menos mediocre, solo sabia jugar a serlo delante de sus jueces. Lo mismo Stalin, que parecía el bruto que era casi siempre, pero que era también un ávido lector de libros y seres humanos.

Alguna gracia muy, muy, oculta debe tener Nicolás Maduro Moros, esa perfecta mezcla de torpezas desafinadas, de rotundez desastrosa, para conseguir gobernar desde 2013 sin la sombra de un proyecto que no sea vaciar el país de habitantes, o dejar a los que se quedan en tal estado de miseria que les faltan las fuerzas físicas para rebelarse o hacerlo en manos de una oposición tan incoherente, dividida y delirante que parece haber sido inventada por la dictadura misma.

Algún genio debe habitar en Nicolás Maduro Moros, el hombre que pudo unir a toda Venezuela –incluidos muchos chavistas de la primera hora—en la certeza de que es un pelmazo peligroso, para misteriosamente dividirla en todo lo demás y hacerla incapaz de disputarle todo el poder: el judicial, el empresarial, el mediático, el militar, el político. Todos esos poderes milagrosamente en esas manos gruesas que alguna vez pulsaron las cuerdas del bajo eléctrico del grupo Enigma.

Hay un “enigma” en ese hombre de humor irrespirable y ojos tristones que ha acabado con las pocas certezas que su país, alguna vez uno de los más democráticos y cultivados del continente, podía enarbolar. Claro que no es el único tirano de su especie que el mundo habita, y que hay algunos dirigentes, democráticos o no, tan peligrosos, inoperantes y cleptómanos como él.

Pero debería al presidente Boric importarle Maduro más que Erdogan, Netanyahu, Putin, Alí Jamenei, Aleksandr Lukashenko o Prayut Chan-o-cha, porque, como dice el dicho, “la caridad empieza por casa”. Y con miles de venezolanos viviendo en nuestro suelo, Venezuela es también nuestra casa. Así al menos lo entiende Diosdado Cabello, que se permite burlarse de la policía y la política chilena con una impunidad que debería indignar a quienes nos gobiernan más de lo que parece indignarles.

Las dictaduras no tienen limites, ya se sabe, pero las democracias deberían al menos estar de acuerdo con que estas no pueden burlarse de ellas impunemente. El presidente Boric no ha querido enseñarle con demasiado rigor esa lección a su homólogo venezolano, quizás demostrando el límite mismo de su buen corazón. Nadie deja de ser generoso cuando la cuenta no la pagas tú, el problema es que la de nuestra política exterior, la pagamos siempre todos.

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