Columna El Comercio, 29.11.2019 Harry Belevan-McBride, escritor, diplomático y exembajador peruano en Bolivia
Tres años, diez meses, 26 días y las ocho horas del siguiente cuando abordé el Lloyd Aéreo de regreso a Lima, fue el lapso en el que me desempeñé como embajador peruano en Bolivia y también el tiempo suficiente como para tratar, en diversas ocasiones, al entonces diputado Evo Morales. Mis tres impresiones iniciales de él –aquel retrato robot que se hace cualquier diplomático en su primer contacto con una autoridad del país anfitrión, y que va moldeándose paulatinamente al asomo ulterior del perfil fidedigno– nunca variaron, sin embargo, en mis sucesivos reencuentros, a saber: un profundo resentimiento hipócrita hacia el Perú; un respeto sorprendentemente indulgente hacia Chile; y un racismo soterrado, tan atrozmente radiografiado por Alcides Arguedas en su lacerante ensayo intitulado “Pueblo enfermo”.
Los episodios ocurridos desde el 21 de octubre, cuando la congénita precariedad política boliviana volvió a involucionar con la renuncia de su más reciente autócrata, y que fueron precipitados por la grave crisis social que él mismo desató con su obcecación por aferrarse al poder aun a costa de vidas humanas, son tan conocidos que no ameritan recapitulación alguna. Más bien, una mirada al culpable de esta nueva saga podría sumar a una visión más completa del actual drama altiplánico.
Evo Morales fue tal vez el producto mejor vendible de aquel populismo idílico reciclado por las oxidadas izquierdas internacionales del segundo milenio, esa patraña política comercializada bajo el nombre de ‘socialismo del siglo XXI’ que resultó ser una engañifa contrabandeada inicialmente como revolución bolivariana. Al son de la Venezuela cleptómana se aglutinó en torno a la ALBA un grupo numéricamente significativo de países del vecindario, de entre los cuales los supuestos progresistas hemisféricos pudieron finalmente exhibir su primer gobierno genuinamente “nativo” personificado por Morales, con el que ningún otro de los que ansiaban linajes vernáculos pudo competir en autenticidad originaria. Pero, así como todos compartieron una quimera raigal vaciada de contenido, también se definieron por la más absoluta carencia de una ideología vertebrada en algún concepto que fuese algo más que la fogosidad de reivindicaciones falsamente socialistas. Esto lo percibí nítidamente en Evo Morales desde el momento en el que lo conocí. El tiempo lo corroboró, así como Felipe Quispe, el legendario Mallku que pretendió formular un “indianismo katarista” como pensamiento guía para un movimiento popular circunlacustre boliviano-peruano. Sus teorías ocasionaron aquella empanada mental de un aprendiz de ideólogo llamado García Linera, que ejerció unos años el terrorismo como la vía más expedita para alcanzar el poder antes de auparse en él, con su verborrea revolucionaria a cuestas, como vicepresidente del “delincuente confeso”, como ha definido a Morales el exmandatario paceño Jorge Quiroga.
Evo Morales fue un arquetipo de esa casta de politicastros cuya única viabilidad ha sido la auto victimización oportunista, en su caso explotando sempiternamente sus orígenes étnicos. Como sindicalista cocalero siempre sospechado de traficar criminalmente con sus cultivos, fue un individuo sin ideología y un tardo improvisador de trivialidades políticas recitadas sin convicción, salvo para machacar su racismo cerril con el que “ha envilecido, corrompido y cooptado al mundo indígena” al decir de Carlos Mesa.
Pero lo que no debemos jamás olvidar es que, cumpliendo sus atávicos complejos anti peruanos, Morales tuvo un comportamiento hostil hacia nuestro país que, no obstante, prosiguió con sus ingenuas invocaciones tradicionales a la hermandad vecinal. Su renuncia a la presidencia, precipitada por un golpe de Estado que no fue otro que el asestado por él con su fraude electoral, la debemos, entonces, asumir en el Perú con satisfacción y alivio: es el fin del doblez político de un ser escabroso y el comienzo de la posibilidad real de que Carlos Mesa Gisbert, uno de los intelectuales más brillantes de Latinoamérica y un amigo franco del Perú, pueda asumir mediante elecciones libres los destinos de una nación que necesita rehacer su institucionalidad quebrantada.
Me abstengo más bien de comentar, por respeto a su honrosa trayectoria, la extravagancia mexicana desplegada en la acogida al dimitido autócrata boliviano bajo el manto de la Doctrina Estrada, que México siempre aplicó con dignidad y sabiduría pero que, ahora, ha devaluado con su insólito desenfreno populista.