Tambores de guerra

Columna
El Líbero, 16.03.2024
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

Pocos años atrás nadie habría imaginado un escenario bélico en Europa. La guerra de Bosnia en 1992 era una rareza que se remontaba a la división en dos del imperio romano, a la línea divisoria entre el mundo otomano y distintos reinos cristianos, a la disolución del imperio austrohúngaro y a la implosión de Yugoslavia; pero de ningún modo aquel conflicto comprometía los intereses vitales de las grandes potencias europeas occidentales. Rusia tampoco tenía entonces la fortaleza política y militar para apoyar a Serbia. En Moscú aguantaron como pudieron la humillación de su aliado.

Muchas otras guerras se fueron sucediendo ante nuestros ojos en los que la mano de Rusia estuvo presente: Transnistria (1990), Osetia (1991), Nagorno Karabaj (1991), Abjasia (1992), nombres que a los chilenos no nos dicen mucho, pero en los que Moscú iba recogiendo las aspiraciones de sus nacionales en la diáspora y/o corrigiendo lo que a su manera de ver eran errores limítrofes de la historia. Desde el colapso de la URSS y la creación de Rusia, el gran desafío tuvo que ver con Crimea, península donde se situaba la importante flota rusa del Mar Negro, que en la división quedaba en territorio ucraniano de acuerdo con repartos administrativos efectuados por Stalin.

Después de la revolución nacionalista ucraniana de Euromaidan en 2013, que gatilló la destitución del presidente filoruso, Viktor Yanukovich, Moscú consideró llegado el momento de anexionarse unilateralmente Crimea y la ciudad autónoma de Sebastopol. Al año siguiente, promovieron la llamada guerra separatista del Donbás (provincias ucranianas mayoritariamente habitadas por rusos), pero el 24 de febrero de 2022 lanzaron una ofensiva total contra Ucrania que dura hasta hoy.

La caída del imperio soviético en Europa en 1989 y luego la disolución de la URSS en quince estados entre 1990 y 1991 constituyeron para Rusia el mayor fracaso de su historia. Peor aún que la derrota que les infligieron los japoneses en 1905. El declive político continuó hasta la humillación por el hundimiento del submarino nuclear Kursk el 2000, fecha que coincide con la llegada de Vladimir Vladimirovich Putin al poder para restañar el extraviado honor nacional ruso.

Durante los 90 su diplomacia se dedicó a armar diversos tipos de alianzas con algunas de las repúblicas independizadas cuando colapsó la URSS. La idea era restaurar una mancomunidad bajo liderazgo de Moscú. Resultó relativamente fácil con líderes autocráticos que antes habían pertenecido al Partido Comunista, como Aleksandr Lukashenko de Belarus, pero imposible con los jefes de gobierno de los países bálticos o Ucrania, que aspiraron desde un comienzo a integrarse a las estructuras occidentales, sean estas de carácter político, económico o de defensa.

Desde la llegada de Putin al poder el gasto militar ruso se incrementó exponencialmente. En 1999 era de US$ 6,47 mil millones, pero el 2013 alcanzó los US$ 88,35 mil millones. Bajó algo los años que siguieron para volver a subir desde el 2022 por la guerra en Ucrania. El gasto de los países europeos en su conjunto es unas 5 veces más, pero depende de muchos factores, por ejemplo, de suministros no europeos. Sólo en Estados Unidos compran el 60% de lo que necesitan en defensa. ¿Qué pasaría si Donald Trump decide no venderles, para restablecer la deteriorada relación de Washington con Rusia? ¿Si hace efectiva la amenaza de no ayudar a países de la OTAN que no gastan en defensa lo acordado? ¿Qué ocurriría si Estados Unidos decide concentrar en Asia sus prioridades políticas y de defensa para enfrentar un posible escenario bélico con China?

La guerra en Ucrania ha colocado a los europeos ante la necesidad de asumir tardíamente estas realidades y que las décadas de paz puedan llegar a su fin. Como decía recientemente Úrsula von der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea: “La amenaza de una guerra podría no ser inminente, pero no es imposible”.

Los suecos, que eran el epítome de la neutralidad, hace tiempo que perdieron la inocencia frente a Rusia. Desde el 2007 han acumulado incidentes promovidos por Moscú en su vecindario como el ataque cibernético contra Estonia; la destrucción de un cable de fibra óptica noruego por “pesqueros” rusos; la colocación de una bandera rusa en el lecho submarino en disputa; el extraordinario fortalecimiento de las capacidades rusas en el océano Ártico (cada vez más importante para la navegación) con ocho submarinos de propulsión nuclear, instalaciones de misiles, crecimiento de la flota aérea, etc. La guerra de Ucrania los empujó decididamente hacia la Alianza Atlántica.

Por esto los nórdicos han comenzado con maniobras conjuntas que involucran unos 20 mil soldados, e incrementaron su gasto en defensa de 22,2 billones de dólares a 26,4 billones entre 2020 y 2022. Sin embargo, esto no es suficiente. El amparo militar de los Estados Unidos sigue siendo vital para ellos. Tienen algún tiempo para fortalecer sus capacidades de defensa, ya que confían en que la inmensa masa territorial de Rusia y sus riquezas petroleras, estratégicas para sostener de la guerra en Ucrania, no se podría defender si abren un segundo flanco en la frontera con Finlandia o Noruega, o interrumpen la navegación por el Ártico.

En línea con las preocupaciones escandinavas, la Comisión ha decidido impulsar la industria de defensa europea en los próximos años. La guerra en Ucrania ha puesto en dramática evidencia la vulnerabilidad de la UE en su conjunto, cuando la contribución norteamericana al esfuerzo bélico es bloqueada en el Congreso por motivos domésticos. En gran medida, por la incapacidad de seguir alimentando a Ucrania con equipamiento, en este minuto la guerra parece favorecer a Rusia. De un millón de obuses necesarios los europeos sólo entregarán la mitad este año a Kiev, y cuando entre en producción una fábrica que se construye actualmente en Alemania se agregarán otros 750.000 anuales, pero se calcula que para enfrentar a Rusia en forma cómoda se necesitaría producir entre 4 y 5 millones de obuses al año.

Por otro lado, han acordado una nueva política de defensa que incluye la compra conjunta de armamento, gastar adicionalmente unos 1.500 millones de euros en 3 años, o planificar una economía de guerra que implica transformaciones radicales en la industria pesada. Las intenciones de Bruselas son claras, pero las decisiones importantes en este campo siguen en manos de los gobiernos nacionales cuyas motivaciones no siempre están en línea con la amenaza rusa. La excepción visible es Emmanuel Macron, que abiertamente admite la posibilidad del envío de tropas de manera “oficial” y que hay que hacer todo lo posible porque Rusia no gane esta guerra. También los alemanes comienzan a moverse en esa dirección al reimplantar el servicio militar obligatorio.

Los actuales dirigentes europeos saben que las consecuencias políticas de una posible derrota de Ucrania (aunque sea limitada a pérdidas territoriales acotadas) es la última que podrían permitirse y aceleraría la integración de Kiev a la UE, e incluso a la OTAN; pero otra cosa bien distinta es contarles la película “a lo Milei” a sus acomodadas sociedades de bienestar. El Papa quiere levantar la bandera blanca de la rendición, pero la mayor parte de los dirigentes europeos actuales preferirían más bien, igual que los escandinavos, alzar la bandera del honor y de la defensa de Occidente.

Debemos hacer en Chile un buen análisis de lo que este escenario significaría para nosotros y la región, más allá de la previsible mayor demanda por materias primas.

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