Un año después

Columna
El Mercurio, 21.02.2023
Joaquín Fermandois, historiador e investigador (PUC)
Al cumplirse un año desde la invasión de Ucrania por Rusia, ¿cuánto ha cambiado la política mundial?

El fiasco espectacular del intento de Putin por dominar Ucrania en poco tiempo —repetición a gran escala de la anexión de Crimea el 2014— convirtió un blitzkrieg en una larga guerra de desgaste, de resultado incierto. Por verdad que sea que en toda realidad humana hay mucho paño que cortar, se produjo una voluntad de la gran mayoría del pueblo ucraniano por resistir que selló definitivamente la independencia. Aunque —hipótesis— fuese derrotada al final, Ucrania nació definitivamente como Estado nacional porque alumbró un mito, el haber derrotado al menos la primera ofensiva de un Estado mucho más poderoso, algo similar a la defensa de Finlandia ante la primera oleada soviética en diciembre de 1939, también parada en seco.

La guerra consolidó de la noche a la mañana un proceso de reanimación de la OTAN —iniciado en 2014— y finalizó de un plumazo la tradicional neutralidad de Suecia y Finlandia. En un principio fue una reacción casi global.

En los últimos seis meses, Putin no solo jugó a fondo la carta nacionalista, algo acartonada a estas alturas, y con una minoría significativa que miraba con horror el camino de su patria, para ser luego aplastada, sino también esgrimió la guerra total, salvo por ahora el empleo de armas nucleares.

El sistema político ruso, que por donde se lo mire corresponde a una derecha nacionalista (solo lo desconocen nuestros incorregibles comunistas), derivó en satrapía de suyo personalista. Posee gran tradición militar (con triunfos y derrotas, como cualquiera), en la estela de grandes imperios militares, pero no del mismo nivel civilizatorio. En vez de orientarse hacia un modelo de Estado de cultura (v.gr., Inglaterra, Francia, Alemania), para lo que tiene potencial, lo transformaría en una especie de imperio asirio del siglo XXI, capaz de hacer sufrir e hipotecar a su propio pueblo, aunque existan soluciones razonables al alcance de la mano.

Por otro lado, la OTAN muestra solidez precaria, como toda alianza de democracias, al menos en las apariencias. Aquí reside el talón de Aquiles con el que juega Moscú: el cansancio que casi siempre afecta a las sociedades abiertas.

A la condena casi universal de la invasión siguió en muchas partes del mundo una actitud de espera y distancia. A China no le gusta la temeridad rusa, y a la vez goza con los titubeos y desgaste de las democracias occidentales.

Para tomar tres grandes ejemplos, la India, tan cercana a EE.UU. y Japón en lo que concierne al temor ante China, ha demostrado una indiferencia estudiada, entre otras razones, por una relación con Moscú que viene de la época soviética, simpatía desprovista de todo motivo ideológico, mientras que el carácter de democracia liberal de su sistema sufre embates. Japón y Corea del Sur, apoyando en lo básico a EE.UU., lo hacen con el menor entusiasmo posible. La idea de defender un tipo de orden social no es su tema, porque no se trata de competencia de sistemas, sino de desnuda contienda de poder por las razones usuales: intereses, pulsiones y caprichos. Se está muy lejos del consenso democrático de 1989. O de la unanimidad con que se actuó ante la anexión de Kuwait en 1990. En el mediano plazo, ello puede erosionar a la OTAN.

¿América Latina? Se parece mucho al dilema inicial ante las dos guerras mundiales, un desagrado por tener que tomar partido; se añade la manía antinorteamericana. Sin embargo, borrar del mapa un país internacionalmente reconocido nos alcanza de pleno. En obediencia a intereses de largo plazo, Chile debería proveer a Ucrania de alguna ayuda no militar.

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