Columna El Líbero, 20.09.2024 Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)30 septiembre, 2024
No es la primera vez que la viabilidad estatal de Bolivia se discute. Pese a los innumerables argumentos a favor de su existencia como Estado, las élites bolivianas se encargan -y con demasiada frecuencia- de ponerlos en duda. El país se ha encontrado ya varias veces al borde del precipicio. Durante los siglos XIX y XX, ostentó algunos récords tremendos. Por ejemplo, fue el país que más golpes militares tuvo. Incardinado con eso, el promedio de duración efectiva del período presidencial fue tan breve que no llegaba a cumplir un año cada mandatario. Es como si al país le fuese imposible escapar del fatídico nombre que tiene su palacio presidencial.
Este fue quemado. Literalmente. Los responsables fueron unas turbas golpistas en la segunda mitad del siglo XIX.
De la incapacidad para tener autoridades efectivas habla, y con mucha fuerza, la pérdida de sus territorios. Con todos sus vecinos ha sufrido mermas muy importantes. Y no necesariamente debido a guerras, sino mediante verdaderos regalos ignominiosos, realizados por sus propias autoridades. El ejemplo más elocuente fue el presidente Mariano Melgarejo, quien, en estado de ebriedad, y con lápiz en mano, regaló enormes porciones de territorio a Brasil. No quería que los delegados del país vecino le interrumpiesen sus bacanales. Ni menos con tales minucias. Luego de Melgarejo ha pululado un sinnúmero de otras personas, por igual carentes de toda estatura para el cargo.
Con tal lastre histórico, Bolivia enfrenta hoy un drama existencial mayúsculo. En el país se ha perdido el “consenso mínimo” alcanzado por el llamado Movimiento al Socialismo (MAS) y que se consideraba una verdadera transformación histórica. El MAS estuvo a punto de demostrar que la ingobernabilidad boliviana se debía al racismo y a los sectores de derecha, acusados de ser incapaces de crear un propósito nacional. La nueva élite indígena iba a poner las cosas en su lugar. La altanería era asombrosa.
Aquel partido-movimiento tuvo, en efecto, varios éxitos iniciales. Su gobierno parecía contradecir -y de manera categórica- aquello que Bolivia era el paradigma de la falta de cohesión social. Parafraseando a Alain Finkielkraut podría decirse que, con el MAS, Bolivia se estaba encaminando a dejar de lado la “historia hirsuta”.
Las élites aymará y quechua parecían haber encontrado el camino hacia una sociabilidad política madura. Con asombro y felicidad fueron recibidos en el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla. Las corrientes progresistas europeas y latinoamericanas se henchían de orgullo. Miles de papers, reportajes, docu-filmes, biopics sobre sus protagonistas.
Sin embargo, todo fue un simple espejismo.
El expresidente Evo Morales recorre el país por estos días promoviendo levantamientos e insistiendo que el gobierno de su examigo y compañero de mil batallas, Luis Arce, busca “matarlo”. Demás está recordar que ambos eran militantes del mismo partido y que promovían la causa indígena con el mismo entusiasmo. Arce fue el ministro más cercano a Morales. Por eso, se le motivó a ser su sucesor. Las palabras recientes de Morales sugieren que Bolivia ha retomado su “historia hirsuta”.
Ello se plasma en esas infinitas guerras fratricidas y en una violencia intestina que amenaza arrasar con todo. El problema ahora es que no se trata sólo de una violencia ciclónica ni de desplome de la autoridad. Esta vez se observa un matiz muy relevante para los cinco vecinos de Bolivia y, por ende, para la estabilidad regional.
Se trata de una inevitable furia migratoria. Este matiz abre la posibilidad cierta, que el país no implosione, sino que se produzca una explosión de dimensiones colosales.
El caso boliviano destaca por dos características en esta materia. Por un lado, siempre ha sido un país expulsor de personas y, por otro, este último tiempo se ha transformado en uno de tránsito, especialmente para los venezolanos.
En cuanto a la primera, las cifras varían según la época que se tome, pero siempre la emigración boliviana ha sido bastante alta en proporción a su población. Y convengamos que no se trata precisamente de una fuga de cerebros. Es una migración económica, surgida de la desesperación.
Así entonces, por ejemplo, durante el período de bonanza argentino, en la primera mitad del siglo pasado, muchos millares de bolivianos cruzaron la frontera sur. El flujo disminuyó en las décadas siguientes, pero nunca se ha detenido. Incluso bajo el mandato de los K, siempre mantuvo números importantes. Y no sólo hacia Buenos Aires. Se han esparcido por todo el territorio, donde con posterioridad suelen quedarse. Ya no regresan.
Hacia Chile los flujos se incrementaron de manera vertical con los signos de prosperidad económica en nuestro país a partir de los 80, masificándose en las décadas siguientes por todo el territorio nacional. Algo muy similar puede decirse de la migración hacia Brasil y Perú. Sólo Paraguay, como destino, presenta menos atractivo para los bolivianos.
La situación actual deja al descubierto algo que tarde o temprano ocurriría. Bolivia se está confrontando con su realidad objetiva. El país no produce lo suficiente y sus actividades económicas suelen ser boicoteadas por las llamadas “organizaciones sociales”, esa nebulosa de sindicatos y otros grupos de presión afines al MAS, pero sin lealtades definibles, que se toman caminos y hacen uso desmedido de dinamita en sus manifestaciones. Siempre al servicio de algún dirigente de turno, siembran pánico sin el menor interés en calcular los graves daños a una economía alicaída, cuando no directamente postrada.
Parte de su realidad objetiva por estos meses es la acuciante falta de divisas (especialmente aquella del detestado imperialismo). Luis Arce ha sido incapaz de reencauzar la herencia recibida de Morales (de la que no es ajeno él mismo) y es obvio suponer su corolario: una probable estampida migratoria.
El drama actual de Bolivia trae a la memoria una de las frases más recordadas e impactantes de Margaret Thatcher. Los experimentos igualitaristas se acaban cuando se termina el dinero.
Y, en lo político, no se ve salida. El MAS se encuentra en un camino sin retorno. Atrás quedaron los insultos, los lanzamientos de sillas y las descalificaciones. Los actores están en el acto final de estos procesos. Amenazas con ultimátum y exigencias con plazos fatales.
¿Qué razón impediría a las fuerzas evistas tomar por asalto el palacio de gobierno y que, emulando al golpista Carlos Ressini, lo quemen? O bien, que Arce abandone el país y salga al extranjero en busca de refugio. ¿Quizás a Chile? ¿O hacia Brasil?
No es descabellado un choque armado de mediano plazo entre ambos bandos y que las Fuerzas Armadas no estén en condiciones de dirimir. Por de pronto, nadie sabe qué pasa en su interior. Hace algunos años inclinaron la balanza en favor de quienes se oponían a Morales y lo invitaron a irse del país. Sin embargo, las cosas han cambiado y hace escasos meses fueron utilizadas para una grotesca maniobra de no-golpe militar.
Un enfrentamiento armado, o baño de sangre, y de mediana duración, seguramente va a horrorizar al continente. Los círculos políticos de los países vecinos no están preparados para tal desenlace y flota en el aire una especie de paternalismo ambiental respecto a cuanto suceda en Bolivia. Por extensión natural, los mayormente horrorizados serán sus simpatizantes esparcidos por la región. Es comprensible. La desintegración del MAS comprueba que la pulverización de la estantería ideológica post Muro de Berlín continúa.
Las dramáticas previsiones deberían actuar como acicate para una coordinación preventiva. El objetivo es evitar una estampida migratoria. De paso, inclinarse ante los dioses para que la crisis fluya hacia una implosión y no en forma de estallido, lanzando tantas esquirlas hacia los vecinos.