Las lecciones de la mediación papal en el diferendo austral

Reseña de libro (extracto)
El Mercurio, 01.04.2018
Cristián Zegers Ariztía, editor
  • El libro "Chile y Argentina, historia del gran conflicto" -síntesis de las memorias de Ernesto Videla Cifuentes, jefe de la delegación chilena ante la mediación papal- es un relato muy fiel y logrado del proceso. La narración, casi increíble a veces por sus incidencias, se adentra en senderos por los que tantas veces se caminó al borde del abismo y de la guerra.

Conocí al autor de estas memorias, Ernesto Videla Cifuentes, a fines de los años setenta, en casa de don Germán Vergara Donoso, diplomático de gran ascendiente en nuestras relaciones exteriores, tres veces canciller de diferentes gobiernos, embajador en Argentina, y jefe de misión en la difícil posguerra civil española. Por ese tiempo, la pérdida total de la vista parecía acentuar la sagacidad innata de don Germán, siempre diestro en captar el mejor interés de nuestra política exterior, en la medida de lo posible. Así, pues, y bajo la amable acogida de excelentes almuerzos criollos, salpicados a veces con perdices de Alhué o Melipilla, habitualmente los viernes se impartía en su residencia de avenida El Bosque una cátedra de diplomacia.

La lista de invitados hacía disfrutar, desde luego, de interesantes visitas extranjeras de paso por Santiago -el peruano Luis Alberto Sánchez, por ejemplo-, y también de personalidades que eran ya parte de la historia. Recuerdo cómo y con qué detalle el ex canciller Conrado Ríos Gallardo nos ilustraba sobre las cláusulas tácitas -por cierto, tan esenciales como las escritas- del Tratado de 1929 con Perú, hoy como ayer, crucial para Chile, incluso en las relaciones con Bolivia.

Rasgo determinante de Ernesto Videla fue su extraordinario don para inspirar confianza. Su sentido de la amistad era profundo y muy transversal. Personas de los más distintos pensamientos y barreras ideológicas le profesaron lealtad y admiración. Y no solo chilenos, por cierto, ya que en el éxito de la mediación jugó un papel destacado la confianza recíproca entre Videla y Marcelo Delpech, el hombre a quien el Presidente argentino Alfonsín eligió para concluir su etapa final. Esta clave nos hace entender mejor lo que él logró hacer en la mediación, en el marco rígido de los protocolos y jerarquías propios del régimen militar.

"No tengo nada de diplomático"
Siendo solo un teniente subalterno en Arica, había trabado una impensada relación, nada menos que con el general al mando de su división, el mismo que, andando el tiempo, llegaría a ser comandante en jefe del Ejército y Mandatario supremo. Años después, siendo ya comandante y con 38 años de edad, el Presidente Pinochet lo destinó a la Cancillería, desde el Comité Asesor de la Junta de Gobierno donde se desempeñaba. Un diálogo corto y sugestivo fue la forma de la notificación directa: "No tengo nada de diplomático.....", argumentó Videla; "Por eso lo mando...", fue la respuesta lacónica de Pinochet.

Una vez iniciada la mediación, Videla se convirtió en jefe de la delegación chilena. Fue la de Pinochet una apuesta intuitiva. Hasta ahora parece un misterio benéfico cómo una personalidad tan radicalmente desconfiada como la suya pudo entregar una comisión tan decisiva en términos de tan amplia confianza. Porque por encima, incluso, de las autoridades formales en Relaciones Exteriores, Pinochet le hizo sentir que la mayor responsabilidad del manejo del proceso recaía en sus hombros. La inteligencia y temple que acreditó el receptor del encargo probaron lo acertado de la elección. Y al igual que el ilustre ministro Sotomayor, artífice de la victoria en la Guerra del Pacífico, Videla nunca hizo pesar sus poderes efectivos, con los que de hecho estaba investido.

Con amable naturalidad, pero con denodada persuasión, supo imponer la armonía y la cooperación en todo el equipo, manejando, sobre todo, un equilibrio bien contrapesado en el conjunto de fuertes personalidades diplomáticas y jurídicas con que Chile defendió la paz con Argentina ante el Papa Juan Pablo II.

No existe, lamentablemente, un registro de las conversaciones -decenas de ellas- que tuvieron lugar por espacio de largos siete años de incertidumbre en las relaciones con Argentina, entre el gobernante con la responsabilidad superior de evitar la guerra, y su comisionado, pero su hálito envuelve estas páginas, y ello es parte de su atractivo valor testimonial. Nada menos que sesenta veces viajó Videla a Roma hasta concluir el Tratado de Paz, y en casi todas ellas, al regreso, su primera tarea fue informar a Pinochet, la mayoría a solas.

Por variados testimonios cercanos al proceso sabemos que Videla planteó siempre a Pinochet un punto de vista muy independiente de cómo veía las cosas. La obsecuencia no entraba ni remotamente en su carácter. Y la prueba de ello es que en 1988, siendo general de brigada y vicecanciller, entregó solitariamente su renuncia al Ejército, donde siempre había sido primera antigüedad brillante, argumentando ante el Jefe del Estado que este era el único gesto que le parecía adecuado luego del fracaso del manejo político en el plebiscito, en el cual -dicho sea de paso- no tuvo participación alguna. Renunció en su estilo, con sencillez y claridad de motivos, sin alarde exterior.

"Chile-Argentina, historia del gran conflicto" es una síntesis muy fiel y lograda de la mediación, en la cual se dejan ver emociones y reflexiones personales de mucho valor. En la medida en que la narración -casi increíble a veces por sus incidencias- se adentra en senderos por los que tantas veces se caminó al borde del abismo y de la guerra, se nos hace estar también a nosotros viviendo ahí mismo, sea al filo de la tragedia irreparable, sea en los umbrales del éxito diplomático, lo que finalmente ocurrió.

El relato es virtualmente un guión cinematográfico de suspenso. Lejos de la vanagloria, el hilo conductor de estas memorias no es más que aquella fuerza que el patriotismo consciente suele infundir, y que late en la descripción de las reuniones infinitas y desgastantes; en el ir y venir de las amenazas resistidas y de los pequeños avances ante el contradictor bélicamente más fuerte; en madrugadas de borradores y conjeturas; y, sobre todo, en el conversar y persuadir de cada día para evitar que los peores temores tomen cuerpo.

Veamos este relato espartano cuando apenas faltan minutos para la firma del tratado que pondría fin al diferendo austral: "Me invade -dice Videla- una paz interior tan fuerte, que neutraliza cualquier desborde de alegría. La misión está cumplida".

A menudo, el ojo avizor del autor nos regala impresiones de conjunto, que son instantáneas certeras y comprensivas del accidentado proceso. Así dice, al referirse al año 1980: "Empezábamos a conocer la famosa diplomacia vaticana, donde nada es lineal, pero tampoco engañoso; cada palabra tiene su sentido preciso, pero a veces difícil de captar; impera la justicia, pero con frecuencia se siente ausente; (se) emplea el poder, pero resulta imposible demostrarlo; y no siempre se percibe que (se) aplica el derecho en toda su magnitud, porque tiene más fuerza la equidad".

En el retrato de los principales protagonistas se hace evidente la admiración que le suscita el Cardenal Samoré, y los dos monseñores coadyuvantes, Sainz y Montalvo. Pero es justamente ante ellos que la posición chilena tiene que defenderse con altivez y rotundidad, a veces casi en lenguaje de término, ante el obvio deseo de los hombres de la Santa Sede de arribar a un acuerdo transaccional que Chile no podía aceptar... por tener ciento por ciento de razón en la defensa de su soberanía. El libro, en general concordante con el manejo gubernativo del proceso diplomático, no esconde sus diferencias y críticas cuando la ocasión lo amerita; caso, por ejemplo, de la injusticia cometida con el despido del canciller Cubillos luego del frustrado viaje presidencial a Filipinas.

La pluma de Videla no se pierde en circunloquios ni vanas hipótesis. Se impone el relato fluido continuo de situaciones todas difíciles. En ocasiones, nos queda martillando una sola frase, como la siguiente: "Argentina invitó a Chile tres días después del Laudo (del Beagle) a negociar la delimitación marítima... Todo lo que haría en adelante sería tratar de imponer dominio sobre islas".

Y siempre los aprestos militares trasandinos son el telón de fondo constante de la amenaza de recurrir a la fuerza. El extremo paradójico de la situación es que Argentina consideraba incluso casus belli que Chile ejerciera su derecho de ir a la Corte Internacional de Justicia. En pleno proceso de mediación, diciembre de 1981, la Armada reportaba así 261 violaciones al espacio marítimo, y vuelos rasantes sobre las torpederas que vigilaban el Beagle. Pero, además, se vivían ciclos periódicos de ejercicios militares trasandinos aerotransportados, cierre de los pasos cordilleranos, y expulsión de chilenos residentes. Por añadidura, la defensa más débil de Chile estaba justamente en su flanco vecinal oriental, ya que el material de guerra con mayor capacidad disuasiva se concentraba -y nunca fue movido de ahí- en el norte, por la agresión insinuada con miras al centenario de 1879.

Nervios de acero
En otra dimensión había que tener nervios de acero para resistir los imprevistos. El libro relata varios y significativos episodios de esta naturaleza, entre los cuales resulta ciertamente descollante, por su anomalía, el encuentro presidencial en Plumerillo, Mendoza. Nuestro embajador en Buenos Aires, René Rojas, se encontró en el avión de línea, sin ninguna notificación previa, con Manuel Contreras, enviado paralelo para hablar con los jefes militares argentinos. Este último configuró con ellos la reunión presidencial, bajo la exigencia de dejar fuera a abogados y diplomáticos, considerados casi como la peste para los entendimientos directos. A última hora, sin embargo, Chile logró subir en la delegación al jurista Helmuth Brunner.

A Ernesto Videla le tocó recoger la versión de lo conversado a solas por los presidentes, incluyendo el croquis de supuesto arreglo, dibujado casi en una servilleta por Pinochet y Videla. En el recinto militar aéreo, y a la espera de un comunicado que se demoraba por la tensión entre las delegaciones, Pinochet se expresaba con dedos y señas, por temor a una grabación. Al final, no obstante, todo se logró enderezar. Argentina y Chile resolvieron desconocer el croquis famoso y el efecto rimbombante de la reunión de Mendoza se deshizo en gran parte, y solo quedó un pequeño lapso de distensión, valioso a la postre cuando se atravesaba un instante crítico de amenaza de la fuerza.

Porque la mediación avanzó siempre un poco a tumbos, en medio de situaciones sorpresivas y cargadas por la sombra ominosa de un conflicto latente que era perfectamente posible.

Y dado que Chile tenía que negociar manteniendo incólume el Laudo de la Reina, le tocaba iniciar siempre los gestos de distensión, tales como liberar detenidos por supuestas acciones de espionaje. A la par, Pinochet mantenía con mano de hierro el control de los efectivos en la frontera para que jamás tuviera lugar un incidente de rumbo impredecible por responsabilidad nuestra. Hoy se nos olvida, por ejemplo, que la población argentina no pudo interiorizarse de los contenidos del Laudo, ni de los argumentos chilenos. No una, sino varias veces, estuvimos muy cerca de un grave fracaso. La misma mediación, por de pronto, estuvo virtualmente muerta antes de nacer, con el Cardenal Samoré viajando de un país a otro, como bien lo relatan estas páginas , y solo la salvaron la decisión del Papa y la Providencia.

Estas memorias de Ernesto Videla dejan evidencias muy valiosas sobre el modo de ejercer la diplomacia cuando se tiene demasiada razón jurídica y política, y a la par se debe defender el territorio soberano sin contar con los mínimos instrumentos de disuasión militar, imprevisión que pocas veces pagan los gobiernos que la generan.

No puede olvidarse que el éxito diplomático nos evitó la devastación del país, lo que habría ocurrido irreparablemente, producto de bombardeos y situaciones fulminantes antes de lograrse un cese del fuego. Pero, sobre todo, se ganó el más fructífero período de colaboración con Argentina en toda nuestra historia común, logrado después del Tratado de Paz y Amistad de 1984. El estallido de la guerra, la destrucción de la vecindad confiable entre Chile y Argentina, habría demorado décadas en cicatrizarse, quizás con qué imprevistos y daños incuantificables. Pero, además, el desarrollo de la mediación y el modo como se manejó en Chile tuvo obvia influencia en nuestro proceso político de entonces.

Semilla que fructificó
En un país en extremo polarizado, la mediación se apartó de esta circunstancia negativa. Personalmente Ernesto Videla, y varios miembros juristas y diplomáticos de la delegación chilena se impusieron la tarea de informar completamente, desde luego, a las autoridades de la Iglesia Católica, encabezadas por el Cardenal Silva Henríquez. Consta cómo las Iglesias de Chile y Argentina habían sido un factor fundamental para solicitar la mediación del Sumo Pontífice. En paralelo, destacados dirigentes de los partidos de oposición, gente de la universidad, la cultura y la economía, recibieron la misma información oportuna. Estos niveles de confianza, la percepción de que el país era de todos, constituyó una semilla que años más tarde fructificaría en acuerdos nacionales y una transición pacífica a la democracia. En este aspecto ciertamente medular, Chile tuvo unidad nacional, y sobresale en esos años el ex Presidente Eduardo Frei Montalva por su altura en la firme defensa de la posición chilena, sin perjuicio de su proclamada condición de opositor al gobierno militar.

Personalmente, el jefe de la delegación también tomó a su cargo la tarea de mantener informados a los principales medios escritos, radiales y televisivos, abarcando especialmente a los más significativos órganos de la oposición al gobierno militar. La confianza y la transparencia ganaron en este aspecto a la opinión pública chilena, que nunca estuvo inquieta ni sobresaltada. Aun en Magallanes, se hicieron los mayores esfuerzos para que los aprestos indispensables de defensa no entorpecieran la vida normal de la población.

Otra consecuencia inédita y positiva del proceso fue la interrelación entre diplomacia y disuasión militar, con plena confianza entre ambos mundos, lo que es hoy una exigencia primaria de una defensa bien entendida.

Como conclusión sobre el proceso diplomático tratado en estas memorias, valga la frase de San Juan Pablo II: "Prevaleció la fuerza de la razón sobre las razones de la fuerza".

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