Columna El Líbero, 04.12.2023 Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)
El período presidencial de Andrés Manuel López Obrador -el mesías tropical, como lo bautizó Enrique Krauze- inicia su etapa final. Se acerca la hora de los balances y las perspectivas de corto y largo plazo. AMLO ya afina lo que será su legado. Lo hace con meticulosidad. Prepara ese típico cuadro, grabado en piedra y esculpido en acero, que tanto gusta a los caudillos latinoamericanos. ¿Quién de ellos no ha sucumbido al sueño de creer que las próximas generaciones les estarán agradecidas ad eternum?
El caso de AMLO es sumamente instructivo. Su paso por la presidencia descansa sobre tres vectores, los cuales, muy probablemente, se irán bifurcando en los próximos meses. Por un lado, el movimiento obradorista propiamente tal, por otro, el partido de Regeneración Nacional (MORENA) y, finalmente, su destino personal.
Puesto en términos bíblicos, el obradorismo es el espíritu, MORENA el cuerpo y AMLO el alma.
El porvenir de los tres se ve pedregoso. AMLO (el alma) asegura que se irá a vivir a una ciudad del sur, llamada Palenque, en el estado de Chiapas. Sin embargo, resulta muy difícil creer tal afirmación. Como es un devoto de los simbolismos populistas, es recomendable tomar sus expresiones con una pizca de sal. En Palenque termina (o parte) el Tren Maya, una de las tres grandes (y muy polémicas) obras de infraestructura que forman parte de su legado físico. Se corresponde con las cosas concretas que dice preferir en estos momentos finales.
AMLO se ha mostrado reticente a hablar de su legado político, de sus ideas para el futuro de México. Muy curioso. La verdad es que nunca ha hecho algo distinto a la política, ni ha ocultado lo feliz que se siente inmerso en la polémica. Desde sus años estudiantiles y de funcionario medio, en su estado natal Tabasco, se hizo famoso por participar de manera intensa en cuanto debate público hubiese. Siendo presidente, todas sus decisiones, hasta las más estrambóticas (como la rifa fallida del avión presidencial, o esa absurda litis histórico-diplomática con España), responden a su perfil de hombre polémico. Ni hablar de sus frecuentes trances místicos mientras ejecuta su one-man show, conocido como mañanera. AMLO ha cultivado hasta el cansancio esa curiosa forma de los nuevos caudillos latinoamericanos de relacionarse con la prensa y con la gente en general.
Así como Fidel Castro hablaba horas y horas, destellando energía ante multitudes enardecidas, los Chávez, Maduro, Correa y el propio AMLO han preferido pasar tiempos interminables con audiencias más reducidas. Les gusta departir con periodistas convenientemente filtrados y acompañado de activistas y ministros. En sus mañaneras, AMLO se siente feliz desplegando un talento áspero y verborrágico, en medio de sonrisas maliciosas y gestos inescrutables.
En consecuencia, resulta muy difícil verlo alejado de la política y de la polémica.
Por su lado, el vector correspondiente al movimiento obradorista, (es decir, al espíritu), también se ve incierto. El obstáculo para su reciclaje es su propia naturaleza. Se trata de un movimiento más bien gaseoso, el cual fue creciendo a medida que recogía esa idea melancólica de la izquierda mexicana nacida cuando gobernaban Luis Echeverría y José López-Portillo. En los años 70, esa izquierda asomó al poder y descubrió la magia del populismo. Gozó con las diabluras tercermundistas de Echeverría y con el dispendio presupuestario desbocado de López-Portillo. Este último endeudó tremendamente al país, y acuñó una frase memorable: “los mexicanos debemos acostumbrarnos a administrar la abundancia”.
El movimiento fue creciendo en torno a AMLO gracias a la convergencia con esos infaltables entusiastas de las utopías guevaristas. La hipótesis de una izquierda melancólica como eje del obradorismo cubre las cavilaciones de Macario Schettino en El Dinosaurio disfrazado (Ariel), un asertivo libro de muy reciente aparición.
Aquel abigarrado grupo fue aceitando confianzas por medio de una fuerte retórica en favor de los pobres. Sin embargo, el problema hacia el futuro es que el gran resultado del pobrismo -en toda América Latina- ha sido la trivialización de la política y la consecuente polarización. Una ruta peligrosa, máxime en un país caminando sobre una cornisa en materia de corrupción y crimen organizado.
Esta tracción del obradorismo provocó además una grave ruptura con los sectores ilustrados del país y con esas vastas capas medias, que vieron inicialmente en él trazos socialdemócratas. Podía personificar la superación del viejo PRI.
Pero no. AMLO llevó a su partido MORENA por un callejón populista que lo convirtió en una máquina clientelar de poder. Por eso, también ha iniciado un tránsito hacia lo desconocido. Aunque antes, MORENA y obradorismo se veían como sinónimos, hoy ya no lo son. Espíritu y cuerpo han perdido las motivaciones de antaño. MORENA aprendió toda la techné del viejo PRI.
Resultó ser una evolución muy llamativa. Sin embargo, no inesperada. MORENA nació de una muy heterogénea, pero activa, mescolanza de antiguos comunistas, líderes estudiantiles y sindicales (del agitado 1968) más un abigarrado grupo de partidos pequeños y algunos líderes del PRI, entre los que estaba el propio AMLO. En pocos años, MORENA se convirtió en el vehículo ideal para todo tipo de desdichados, desilusionados, aventureros y busca fortunas.
En todo caso, lo que parece definitivo para esta separación de alma, cuerpo y espíritu es la reciente decisión de AMLO de escoger como candidata presidencial a Claudia Sheinbaum. Su pasado político aparenta no ser todo lo resplandeciente que el cargo demanda. Nunca perteneció a alguna de las tribus izquierdistas que dieron vida al partido. Tampoco integró el PRI, ni armó un equipo propio sólido al interior de MORENA. Su designación parece ser producto de la lealtad.
La especulación obvia apunta a la idea de privilegiar una persona marcada por cierto desamparo y falta de “colmillo” político. En tal cuadro, adquiere fuerza la eventualidad de que AMLO esté planeando gobernar él mismo. Esta vez, desde las sombras.
El problema es que esta perspectiva tiene malos recuerdos políticos en México. Los inicios del PRI están marcados por una figura llamada “Maximato”. Fue Plutarco Elías Calles quien ponía presidentes para luego volver él mismo, hasta que Lázaro Cárdenas cortó por lo sano y reorganizó -casi a la fuerza- la sucesión presidencial.
Situado ya en la recta final, el futuro de estos tres vectores -el obradorismo, MORENA y el propio AMLO- forman un gran enigma. El primero seguirá siendo un espíritu izquierdista errante. El segundo, una agrupación interesada sólo en mantener cuotas de poder. Mientras tanto, el mesías tropical coquetea con un experimento ya archi-probado. El populismo latinoamericano está saturado de similares experimentos fracasados.
Por último, no debe olvidarse que el balance de la gestión presidencial, más allá de los dislates simpáticos, no es positivo. Demasiada negligencia quedó al descubierto con el trágico paso del huracán en Acapulco. Además, la pesadilla provocada por la criminalidad organizada ha superado, en estos años de populismo obradorista, todo lo imaginable.